jueves, 3 de septiembre de 2020

El Tren


Había esperado con ansiedad aquel día, Elena disfrutaba un intenso café mientras aguardaba en la estación de tren. El clima otoñal la abrazaba ensimismándola en la lectura de aquel libro entre sus manos que parecía inacabable. El chillido de las ruedas sobre las vías la obligó a dejar a Jack y Holly escondidos en su reino junto a la piara de cerdos. Guardó el libro, sacó el boleto que la llevaría al paraíso – sonrío -. Tomó su maleta, caminando hacia donde otras personas comenzaban a hacer fila.  Un hombre impecablemente vestido le ayudó a subir, al mismo tiempo que éste tomaba su boleto y le indicaba donde se hallaba su asiento. Precisamente junto a la ventana. Ya no tendría que negociar el cambio de lugar con su compañero de viaje. El tren comenzó su marcha. No importaba el destino, era la travesía lo que le entusiasmaba, sabía que serían veinticuatro horas de emoción.  Tenía entendido que solo habría una escala a mitad de camino, era lo de menos. La comodidad era incuestionable, el panorama a través del vidrio era parte de su sueño hecho realidad. El verdor de los cerros, lo magistral de los árboles erguidos como dueños y señores de esas tierras, sorprenderse con un carpintero por aquí, un venado por allá, la liebre asomándose entre los follajes; contemplar el relieve de las rocas esculpidas por el paso del tiempo, nada más qué desear. Superaba lo que habría imaginado alguna vez.

- ¿Por qué viajas sola?, le dijo la niña asomándose por el respaldo del asiento, frente a ella. Le parecía una caricatura de comercial, era pelirroja, con coletas y pecosa.

Muy a su pesar, tuvo que contestarle.

- Porque me gusta viajar sola. Esa era la verdad. Disfrutaba tanto poder hacer lo que le venía en gana. Desde la muerte de sus padres, nada la ataba.

- ¿Bajarás a mitad de camino? Insistió la niña. Dicen que hay centros comerciales con jueguitos que te dan premios.

- Tal vez. Trató de ser amable. No la dejaba seguir disfrutando la vista a través de su ventana.

- Bien, porque mi papá es un tanto chocante y no me tiene paciencia. Me gustaría que me acompañaras al bajar. Si me dejarás bajar con ella. ¿Verdad que sí papi?

Se imaginó que lo jaloneaba o algo así porque sólo percibió un forzado si de aquel desconocido.

Su reloj marcaba las dieciocho horas, mitad de camino. Tiempo de bajar a conocer  “El ensueño”, así se llamaba aquel pueblo. ¿Haría honor a su nombre? Lo iba a descubrir.

 

La cafetería

​Pensó haberse librado de la niña pelirroja, cuando casi al bajar el último peldaño del vagón, la escuchó casi gritando decir “¡Espérame!” se había abierto paso entre la gente que bajaba, el atardecer le permitió observarla con más detalle, era una linda pequeña de ojos amielados. Esperó que la alcanzara. Tendría si acaso unos once años, hablaba con un vocabulario singular, Elena no dudaba que la pelirroja conviviera solo con adultos, pues tal parecía que conversara con una igual.  No caminaron mucho cuando se hallaban frente a unas puertas de madera labrada con un letrero en el dintel que rezaba “Bienvenidos”. Elena tomó con una mano la manija y con la otra instintivamente a la pelirroja. El aroma a café recién hecho la apresuró a caminar. Era un centro comercial enorme, lejos de imaginar desde afuera. Había por lo menos una docena de locales, con una agradable vista, no cabía duda que trataban de explotar al máximo el ser el punto intermedio para el descanso de los pasajeros que optaban bajar para estirar las piernas y de paso consumir en alguna curiosidad o simplemente tomar aire fresco. Por fin encontró la cafetería de dónde provenía el exquisito aroma a café y además a pan casero recién horneado.

- ¿Te parece quedarnos aquí un momento? Le dijo Elena. Podríamos pedirte un vaso con chocolate caliente, te vendría bien, ya está sintiéndose frío.

- Si, por supuesto. Contestó sonriente la pelirroja. Tenía una sonrisa encantadora.

Ordenaron café, chocolate y pan de la casa, tenían media hora para disfrutar y aún faltaban veinte minutos. Algo peculiar, el despachador era apenas un adolescente. Seguro estaría trabajando por vacaciones escolares, o era hijo de los dueños. Elena se divertía en inventar historias acerca de las personas, esta vez no sería la excepción. El chico la atendió con una amabilidad que rayaba en lo empalagoso. Así lo sintió. Se sentaron en una esquina, la mesita quedaba en una escuadra con asientos imitación piel acolchonada, placentera para las doce horas que llevaban de camino ya. El mismo chico les sirvió la orden, no supo por qué pero advirtió el cruce de miradas entre la pelirroja y el muchacho, se estaban coqueteando, pensó.

 Comenzaron a merendar, en verdad era agradable la convivencia con la chiquilla, tenía tema de conversación, coincidían en ciertos libros que ya habían leído, los comentaban con la misma emoción y hablaban de ciertos autores con tal avidez que no sabía explicarse cómo esa pequeña a su corta edad tenía ya en su haber tal conocimiento. Ignoró el tiempo como también la transformación que iba sufriendo.

Despertó. Todo era oscuridad, a tientas buscaba algún apagador, tropezaba lastimándose brazos y rodillas, nada. Trató de controlar su ansiedad y repasar lo recién acontecido.

 

La pelirroja

No supo cuánto tiempo había pasado, escuchó el rechinar de la puerta, un resplandor le cegaba los ojos, se cubrió la cara. Frente a ella estaban la pelirroja y el despachador de la cafetería. La pelirroja ya no parecía tan dulce, el brillo en sus ojos le dio escalofríos. El muchacho parecía drogado, reía sin parar. La chiquilla se le acercó, sin darle oportunidad la jaló de los brazos incorporándola. ¿Cómo podría tener tanta fuerza?

- Ven Elena, los demás nos esperan. Dijo sin más la pelirroja.

Caminaron por un pasillo que iba haciéndose estrecho, un olor fétido le restregaba en la nariz, a pesar de la poca luz podía ver la humedad entre las paredes, se le erizaba la piel. Pararon frente a un gran telón guindo. Tras aquella cortina se escuchaban carcajadas estruendosas, en diversos acentos. Alguien corrió la cortina, era aquello lo más parecido a un teatro. Estaban ahí quienes parecían sus espectadores, una gran cantidad de niños entre los cinco y doce años calculó Elena, no podía disimular su horror, pues más que niños parecían enanos grotescos, de sonrisas siniestras, con las pupilas dilatadas como canicas. Unos aplaudían desaforados, otros parecían con la sonrisa congelada, la saliva se les escurría por las comisuras de los labios. Gordos, flacos, panzones. Uno de ellos gritó ¡Que nos cuente un cuento!, otro ¡Que cante!, otros Si no nos divierte, ¡que muera!. Elena temblaba aterrada. La pelirroja comenzó a calmarlos. Les decía que si no callaban, ella misma mataría a Elena antes de que hiciera cualquier cosa de lo que pedían. Para entonces el despachador de la cafetería terminaba de instalar un espejo enorme junto a Elena, de manera que ésta pudiera inevitablemente voltear a verse.  Elena creía no poder emitir palabra alguna, las náuseas iban y venían dentro de sí. La pelirroja hizo un ademán, el lugar quedó a media luz y los reflectores encima de ellas. Tomó a Elena de los cabellos obligándola a sentarse en una silla vieja. Elena en un aire de valentía rompió su silencio.

-¿Qué voy a leerles?

- No. Aquí no vas a leer porque no podrías. Sólo mírate al espejo. Vas a contarnos tu mejor historia, de lo contrario ¡morirás!.

Elena giró hacia el espejo antes de decidirse a obedecer. No creía lo que miraba. Ahí estaba una niña como de siete años, aperlada, con su cabello marrón todo enmarañado, la mirada triste, vestida con harapos. Trató de mantener la calma, más prorrumpió en llanto. Todos comenzaron a carcajearse, les divertía.

- Déjate de estupideces Elena. Comienza ya. Porque tanto como tardes en contarnos una buena historia o si provocas que estos dementes se aburran, irás muriendo lentamente como para recrearte en tu propia miseria. Amenazó la pelirroja, dejándose caer sobre el piso de madera, provocando un extraño crujido, fijando su mirada burlona en el público y volver a fijar sus ojos en Elena, llenos de malicia.

- Estos eran Andrea y Martín…inició diciendo Elena. Martín vivía en una granja y le gustaba criar cerdos. Andrea era una niña autista…

Los abucheos se hicieron presentes, todos comenzaron a dar de aplausos desordenadamente. Elena sintió un escozor en sus piernas, su piel en esa parte iba desprendiéndose como si la filetearan con una navaja, gritó asustada. El dolor le llegaba hasta los huesos.

- Andrea encontró en Martín el sentido de la amistad, era su primer amigo….continuo Elena a pesar del suplicio.

Los niños o enanos o lo que fueran se carcajearon, tenían los ojos desorbitados, enajenados babeaban al ver cómo caían a rebanadas la piel de Elena, semejantes a cáscaras de mamey en su punto. Elena quedó inmovilizada, trataba de continuar con su relato, sin embargo, la pelirroja movía la cabeza girándola de un lado a otro.

- Puedo contarles otra historia. Replicaba Elena. La sangre irrigaba por la punta de sus dedos como una jardinera, salpicando de paso a la pelirroja. Se le pegaba la ropa a la carne viva, sentía que iba a desmayar.

- Tuviste tu oportunidad Elena. Mis amigos son difíciles de conquistar. Esperaba que tú con todos tus antecedentes en el saber de los libros pudieras controlar a esta bola de imbéciles que se creen saberlo todo. Ellos, así como puedes observarlos y su aparente fealdad. Son mentes cultas, depravadas pero sumamente provistas de una inteligencia tal, que raya en la locura. Concebía que tú eras una de esas escasas excepciones, semejante a mí.

Para entonces, Elena miraba caer la piel de su pecho, brazos, podía observar las falanges de sus manos y pies. Ya no podía hablar o gritar; la lengua se le caía a pedazos en cada intento de pronunciar palabra. No sabía si era consuelo poder mirar o querer morir en un segundo. Pudo reparar en una cosa: El único que ya no reía era el despachador de la cafetería. La pelirroja debatía con uno del público que insistía le sacaran los ojos a Elena, ésta alegaba que no, pues eran las ventanas del alma. Acaso ¿Habría muerto ya? Pensaba Elena. El dolor había desaparecido. ¿Era su espíritu quien observaba todo? Miraba como todos replicaban entre sí, manifestando si debían o no sacarle los ojos.

 

El despachador de la cafetería

Mientras todos vociferaban y citaban sus motivos para terminar con la vida de Elena, el chico de la cafetería se le acercó con una botellita en mano.

- Yo sé que aun estás consciente niña ojos color de miel. Le dijo con ternura. Tanto conocimiento a veces no es bueno, degenera la visión de la vida, enajena hasta la persona más centrada. Toma esto. He trabajado en esta pócima por un buen tiempo, si no falla porque no la experimentado con éstos – señalaba a la pelirroja y los otros -, te regresará a tu estado habitual. Dirás que por qué no la aplico a mí mismo, bien, porque alguien tiene que cuidar a esa loca pelirroja, Es mi hermana, se llama Ariel. Un día, igual que tú, viajamos en ese tren maldito, descendimos como todo mundo, para descansar, comprar algún recuerdillo, sobre todo libros. Solíamos ejercer yo como ingeniero químico y ella era una linda maestra de Lenguas Prehispánicas. Nos quedamos atrapados en el tiempo en este hechizado lugar, transformados en infantes con una insaciable hambre de conocimiento. Caerás en la cuenta que a cuantos ves, es la misma historia. ¿Por qué no nos ha pasado lo que a ti? Porque aun en esta locura incontenible, preferimos escoger víctimas que arriban del tren, sin darles oportunidad de demostrar que son más inteligentes que nosotros y sacrificarlos en nombre de nuestro ego. Pero tú no lo mereces Elena, ya has sufrido bastante. Bebe.

Elena recibió el trago de aquel elixir con una fe ciega. A su mente solo acudió una voz: “Yo estoy contigo”

El silbato de la locomotora la sacó de su letargo. El mismo hombre de aspecto impecable daba indicaciones por donde deberían descender y recibir su equipaje. Habían llegado a su destino final.

- Por fin despertó señorita. Dijo la niña pelirroja.

- ¿No paramos a mitad de camino?. Dijo Elena tratando de expresarse lo más relajada posible.

- ¡Ay, de veras que Usted tiene sueño de piedra!. Contestó la niña con su pícara sonrisa. El tren al parecer tuvo alguna avería ¡qué sé yo!, no entendí lo que mi papá conversaba con los demás pasajeros y el tren no podía parar, así que seguimos de largo, yo me entretuve hiendo de un asiento a otro conversando con las personas porque mi hermano Lalo siempre está metido en sus libros de química y no me hace caso. Mi papá como buen diplomático, aprovechó para hacer gala de ello con cuánta gente se le atravesó por aquí. Y usted profundamente dormida. Ni modo. Se perdió la oportunidad de poder contemplar aunque sea de lejos “El ensueño”, prometía ser un lugar encantador, alcancé admirar las enormes puertas forjadas, majestuosas con su letrero de “Bienvenidos” en el dintel, y debió estar divertido porque por los ventanales se asomaban muchos niños. Lástima. Ya será en otra ocasión.

Elena solo suspiró aliviada.

- Ariel, deja a la señorita en paz. Dijo Lalo con voz firme. Disculpe usted, dirigiéndose ceremonioso con Elena. Tenía una mirada penetrante. Tomó a la pelirroja de la mano para disponerse a alcanzar a su padre que ya hacia ademanes desesperados.

Habían avanzado unos pasos, cuando de pronto, Lalo se regresó donde Elena.

- Por si acaso señorita, cargue con esto. Sacó un frasco de su chamarra y se lo dio. El tren también para a mitad de camino de regreso. Le guiñó el ojo marchándose.

 

© Ruth Martínez Meráz (H. Matamoros, Tamps. México)

 

 

 

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