Joaquín descansó sentándose en el suelo y recostado en un
tronco caído, se abotonó el abrigo negro quedándose a ver el atardecer hasta
cerrar sus párpados por un momento, solo.
Ahí su rostro aperlado y tibio disfrutaba de un aire puro
entrando por su nariz aguileña además del tierno tacto de una hojita café que
voló y pasó por sus labios.
Soñaba en ser acompañado por una mujer en aquel parque
donde paseaba todos los días y se encontraba feliz con ella, no tenía nombre,
así que el se lo puso; Nadia.
Podría quedarse por siempre. Nadia apareció como una
extraña solitaria ante el; la vio y sonrió de alegría por aquellos lindos ojos
negros, su blanquecina cara con pequeños y opacos lunares. De una reluciente
larga melena oscura
Ella sentándose a su lado, mientras se acomodaba su
cabello, Joaquín empezó despacio a acariciar sus mejillas pálidas con las yemas
de sus dedos.
—Nadia, eres todo lo que quiero. Dijo Joaquín mientras tenía
su pulgar tocando su mentón.
— Sí, ya sé.
— ¿Y yo te gusto?
Nadia aspiró con tranquilidad mirando a Joaquín y
mostrando una leve sonrisa acercó sus labios a los de el para darle un delicado
y profundo beso en la boca.
Cerró sus ojos, aspiró fuerte, sujeto su mano derecha a la
tierra; sintiendo la felicidad de estar con aquella belleza, sintiendo la
suavidad y dulzura de sus rosados labios.
En el espléndido escenario de un sol brillante, el cielo
azul, frondosos árboles y alrededor bastantísimas flores, tomaba su mano
blanca, caminando por un sendero terroso y sin fin.
De forma espontánea ella lo abrazó con mucha fuerza y
ambos por el impulso cayeron en una cama de pasto con flores blancas y
violetas.
Rodaban sobre el césped mientras reían hasta quedar
exhaustos. Joaquín y Nadia no dejaban de mirarse y sentir la felicidad del otro
en cada pálpito. Los dos fueron a un roble verde; ella se recostó debajo de el
y Joaquín puso la cabeza sobre su cadera.
Calmado del jadeo se dio cuenta que lo vivido que existía
en esta quimera casi lo hacía olvidar como había llegado al parque, solo, y que
en realidad no había conocido a Nadia nunca.
—Joaquín. Dijo sonriente.
—Sí. Respondió apacible, notando al mirarla, que los iris
en cada uno de sus ojos eran impecablemente oscuros.
—Puedo ser tuya. No como una imagen aparecida de esta
ilusión que creaste sin darte cuenta, sino afuera de ella, donde estas ahora dormido.
— Poniéndose de pie y puso la mirada sobre
Joaquín de forma seria —. Ahora arrodíllate.
—《Sería posible》. El se arrodilló y volteó su cabeza hacia la izquierda observando
las copas de los demás árboles que empezaban a agitarse y el sintió la frescura
del mismo en su cara y cabello.
Ella le dijo que para manifestarla afuera de aquel sueño
debería cerrar los ojos y repetir su nombre con el pensamiento.
Apretó sus párpados tan fuertes como pudo y en su mente
empezó a manifestar el nombre.
《Nadia》.
《Nadia》.
《Nadia》.
El viento empezó a moverse con brusquedad. Nadia
permanecía de pie con sus delgados brazos sujetándose a sí misma, Joaquín
seguía arrodillado, el horrible ventarrón ahora frío casi lo había tirado al
suelo. Pero no lo hizo.
No interrumpió su concentración y con esfuerzo de voluntad
repitió "Nadia" cinco veces más. Fue cuando todas las hojas verdes de
aquellos árboles cayeron como lluvia también las del roble donde estaban ellos.
Joaquín y Nadia se desvanecieron entre las hojas.
Una ráfaga repentinamente lo despertó. En la casi
oscuridad con el cuerpo adormecido, antes de recobrar lucidez en una broma de
las sombras vio como alguien estaba sentado en las raíces de un frondoso roble
delante de él. Talló sus ojos, pero no había nadie.
Cansado, harto de sentir la abrumadora soledad de ese
lugar después de vivir su sueño anhelado, de haber estado con la
única mujer quien dio los más apasionantes y cálidos afectos hacia el. Nadia.
Se levantó del suelo, metió sus manos en los bolsillos de
su abrigo y salió del parque, tratando de recordar como era la cara de ese
ángel, el beso, y lo último que le pidió fue pensar su nombre para llevarla
consigo afuera de su ilusión.
Pasaron los días y meses. El deseo de ir al parque lo
sintió como un aviso cuando vio al cielo azul. Fue y pasando por el lugar donde
estaba el tronco caído miró a una mujer de espaldas tenía un largo cabello
negro, puesto una blusa negra con tirantes y una falda larga mientras se
acomodaba sus zapatillas.
—Nadia. Dijo.
Ella volteó dejando ver unos relucientes ojos negros.
Fin.
® Edgar
Garay (H. Matamoros, Tamps. México)