Doy
vuelta en el pasillo de los dulces, a mi hijo le encantan los huevos de
chocolate, o eso dice al menos. La verdad es que casi siempre soy yo quién
termina comiéndose el chocolate. Apenas si le da un mordisco, deja el dulce botado
y corre deslumbrado con la capsula que encierra el juguete. Este huevito trae dentro
un dinosaurio minúsculo. Seguro lo perderá en un par de días y en una semana ni
se acordará de él, pero yo recuerdo cada una de las sonrisas que me regala
cuando recibe el huevito entre sus manos tiernas y sus ojos se llenan de
entusiasmo. Camino hacia las cajas para pagar, con el dulce en una mano y en la
otra el galón de leche que encargo mi esposa.
Espero
que los regalos amortigüen un poco mis ausencias. Tantas horas extras en el
trabajo para llevar comida a la mesa. Me perdí sus primeros pasos, sus primeras
palabras. Su mamá es quién le ayuda con las tareas, yo apenas si juego un poco
con él los fines de semana. Hoy he salido temprano, debería jugar con él a la
pelota o con sus dinosaurios. Me encanta escucharlo tratar de pronunciar sus
nombres, yo tampoco puedo, ni siquiera los conozco, pero nos gusta inventarlos.
No puedo esperar el momento de abrir la puerta de la casa y que corra a mí,
llamándome con esa vocecita llena de inocencia y cariño. No le importa el sudor
en mi cuerpo o mi mal olor, corre y abraza mis piernas. Lo levanto entre mis
brazos y le doy un beso a su madre.
No
hay nadie atendiendo en el supermercado, las cajas están desiertas. Primero veo
el cuerpo junto a la puerta y lo segundo es la sangre sobre las bolsas de
plástico junto a la caja, los pies de la empleada, su mano sobre la herida en
su pecho, la boca semi abierta y los ojos sin vida admirando el vacío. Escucho
el estruendo de los disparos y los gritos distantes. Corro hacia la puerta y
veo el cuerpo que yace en el suelo, reconozco el chaleco azul y los jeans
desgastados del hombre frente a mí. Observo como la leche derramada se extiende
entre las líneas rojas más espesas que se abren paso entre su blancura. En su
mano inerte todavía sostiene el huevito de chocolate. Tocó mi cuello y mis
dedos se humedecen con la sangre. Empiezo a recordar.
Un
minuto hubiera bastado para hacer la diferencia, un minuto antes y habría
podido subir a mi auto, estaría en camino a casa cuando comenzaran los
disparos. Fui el primero en verlo, el primero en caer. El tipo traía chaleco
antibalas y dos armas largas. Usaba lentes oscuros pero no cubría su rostro.
¿Cuáles fueron sus palabras? Maldecía, dijo algo racista, me parece.
Intento
salir, pero algo me impide cruzar la puerta. ¿Cuánto tiempo llevo atrapado
aquí? Deambulo por los pasillos, de nuevo el lugar me parece desierto. No sé
cuántos morimos esa tarde, pero sé que no fui el único, había madres con sus
niños cuando entré. La cajera saludaba cordial a todos los que entraban, el
joven de la limpieza arrastraba el carrito del trapeador y alguien compraba
unos cigarrillos. No les he visto, parece que estoy sólo. Muchas veces les he
llamado y nadie contesta. Me quedo quieto, si me concentro, creo escuchar los
murmullos de los vivos. Ahí están, por ahí he visto pasar a uno, estoy seguro.
No
pierdo la esperanza de un día verlos cruzar la puerta, aunque ellos no puedan
notar mi presencia, necesito saber que están bien. Quiero observar sus ojos una
vez más. Es poco probable, no era una tienda que frecuentáramos, pero me
quedaba cerca del trabajo. Además, porqué habrían de querer entrar al lugar
donde perdieron a su marido o a su padre. ¿Cuánto tiempo ha pasado, cuánto
tiempo más estaré aquí? ¿Qué pasará conmigo cuando derrumben el lugar, será que
aún existe?
Vago
por los pasillos, cruzo el área de las verduras. Me acerco a las neveras, mi
esposa me ha pedido que lleve un galón de leche. Doy vuelta en el pasillo de
los dulces, a mi hijo le encantan los huevos de chocolate…
®Edgar
Adán Arroyo (H. Matamoros, Tamps. México)