Acapulco,
Gro.- La primera vez que Jarocho me ofreció a una niña por 300 pesos le dije que sí, que a eso había ido al Zócalo aquella noche. El tipo, que cuidaba autos
frente al Malecón, se echó la franela al hombro y sonrió de tal manera que los
dientes le brillaron en el oscuro rostro, reventado por el acné. Luego, cuando
se dispuso a traerla de un callejón, dije que no, que mejor volvería más tarde.
—De
una vez, brother, el yate llega a la una de la
mañana y ahí vienen gringos ya rucos que se llevan a las más morritas. Orita
hasta te puedo conseguir una de nueve o diez años –dijo con
cara de “tú me entiendes, no te cuento nada nuevo”, y sentí tremendo retortijón
en el estómago.
—Regreso antes de esa hora, nada más no vayas a fallar.
—¿Qué pasó, brother? Los hombres sabemos hacer negocios.
Y como me caíste a toda madre, te la voy apalabrar pa que te dé un servicio chingón.
Ái tú te arreglas con ella si quieres cosas más perversonas.
Volví
después de que el yate Aca Rey había tocado tierra firme. Entonces supe que
Jarochosólo era un mero cazador de clientes, que trabajaba para un proxeneta y
que la niña que llevaría esa noche se llamaba
Allison. Era adicta a la piedra –esa droga barata que embrutece más que otras–
y no pasaba de los 12 años.
***
Un
día Acapulco se cubrió de verde y de cerdos salvajes que desafiaban los caminos
de tierra. Las gargantas de los pescadores toltecas cantaban a los dioses, los
bambúes crepitaban con el viento y los mangos petacones engordaban. Mil años
después, los aztecas traerían la plaga hasta que Hernán Cortés y su gente la
aplastaron a su vez con la gonorrea y la virgen de La Soledad.
Luego
de 500 años de ensangrentar destinos, llegaron los grandes edificios a la bahía
y dividieron la ciudad en dos: la cara bonita y el patio trasero. Agustín Lara
le cantó a María Félix, Pedro Infante compró casa y Tintán amó al puerto por
siempre. Entonces cayó el nuevo milenio y bajo el
brazo trajo un racimo de pedófilos estadounidenses y canadienses que se
hartaron de que en Cancún los señalaran. Ellos fueron los que
corrieron la voz y, al poco tiempo, Acapulco se transformó en el paraíso de la
carne más joven.
Desde
entonces, los pederastas acarrearon consigo padrotes intocables, madrotas
disfrazadas de mujeres abnegadas, nuevas estadísticas del VIH, tendejones para emborrachar a las niñas, revólveres, pobreza de la que
unos se enriquecen, vientres abiertos, noches para velar a los chicos, home
pages para ver el mapa y saber dónde encontrar niños; hoteleros y taxistas para
el trabajo sucio. Rencor y noches y días de ajetreo.
Han
traído hordas de niños al Malecón, al Zócalo, alcanal que lleva las aguas negras
a Hornos, al Oxxo que está rumbo a Telecable, a la Soriana de la Costera, a las
canchas de la Crom, al asta bandera, a Caleta y Caletilla, a la barda del
restaurante Condesa, a la vuelta del salón de belleza Xóchitl, a la calle La
Paz, al hotel Real Hacienda, al puente de la Vía Rápida, al semáforo de
Aurrerá, a La Redonda que todos conocen como Las Piedras de la Condesa, a la
playa que Cortés bautizó como Puerto Marqués, y a los puteros del centro.
Y
es por ello que Unicef califica ya a Acapulco como la ciudad mexicana
número uno en lo que a prostitución infantil se refiere. Ha desbancado a Cancún
y a Tijuana.
En
estos 1 882 kilómetros cuadrados se concentra casi
todo lo que necesita un pederasta: playas increíbles, droga barata y en
cantidades pasmosas, ojos que nunca ven y bocas que nunca
hablan, hoteles 50% off, un bando municipal que estipula que en Acapulco no se
multa a los turistas, prostíbulos donde la mayoría de edad se alcanza desde
chicos, padres que piensan que los hijos son moneda de cambio, y niños, muchos
niños, que por un bote de PVC o un poco de mariguana están dispuestos a encarar
la vida y despistar la muerte con sus cuerpos.
***
En
las callejuelas del centro, esas que suben dolorosamente hacia el cielo, está
el bar Venus. Es una construcción vieja de dos pisos, pintada de mala gana. Es
de un naranja parecido con el que Van Gogh pintó el melancólico cuadro The Old
Tower in the Fields. La desvencijada puerta es azul, como si quien la cruzara
fuera directo al paraíso. Pero no: los ventiladores giran sin énfasis, hay
mesitas de lámina extenuada y los clientes son una bola de infelices a los que
sólo les queda emborracharse para combatir el calor y la tristeza. Quizá lo más deprimente sea la pista donde bailan las
mujeres de vientres poderosos: es una enorme ostra de concreto que arroja luces
rojas y verdes. Todo aquello parece sacado de las películas o de los cómics de
Alejandro Jodorowsky.
Mía
bailaba en el tubo como una boa adormecida mientras de la rocola salía la voz
de Noelia con eso de“tú, mi locura, tú, me atas a tu cuerpo, no me dejas ir”.
Mía,
que en realidad se llamaba Ariadna, había cumplido
los 14 años el 3 de septiembre pasado y estaba orgullosa de su edad porque eso
le ayudaba a que los clientes se pelearan por ella.
Intentó
sentarse en mis piernas y la mandé a la silla.
—¿Qué, eres joto? –preguntó con un hablar pastoso. Ya estaba algo ebria.
—No, pero tienes la edad de mi sobrina – y Mía miró como si me hubiera vuelto
loco. Luego, ordenó una cerveza mientras enumeró sus reglas:
—Me tienes que dar 40 pesos por estar aquí contigo;
con eso ya pagas mi cerveza. Si quieres algo más, allá atrás hay cuartos.
Cuestan 100 pesos y yo te cobro 200. Si quieres que te la chupe, son 100 más.
—A mí sólo me gusta platicar, soy reportero.
—Bueno, dame los 40 y platicamos.
Al
sacar el dinero la miré bien: los ojos, de negro intenso, casi se perdían en la
cara; estaba maquillada como los muertos, tenía papada, los pechos apenas le
estaban creciendo y su cuerpo rechoncho era de un irreparable color cobrizo.
Pagué. Entonces Mía me contó que ese nombre se lo puso ahí un viejo, amigo de
la patrona. A ella se le hacía muy estúpido, pero debía aguantarse. “Yo hubiera
escogido un nombre como Esmeralda o algo así”. Era de Tierra Caliente, pero
había llegado a Acapulco hace medio año para trabajar en un Oxxo, pero
cuando le dijeron que en el Venus podía ganar 800 pesos al día mandó al diablo
la idea de ser una cajera vestida con uniforme rojo con amarillo.
“Ahí en el Oxxo iba a ganar como 50 pesos y a mí me gusta comprarme ropa”. Su
mamá no sabe a qué se dedica y, si lo supiera, no le preocupa:“Porque yo la
mantengo a ella, a mi abuelita y a dos sobrinos; como mi papá se fue a
California y nunca regresó, necesitamos el dinero”.
Prostituirse
no le quita el sueño. “En mi pueblo venden a
las mujeres desde chiquillas, con eso pagan la tele que compran o las cervezas
que no pagaron”. También dijo que le gustaría probar las drogas
y que un día quiere ser actriz de telenovelas.
No
habló más porque un gordo, al que le faltaban varios dientes y andaba todo
andrajoso, la llamó con la mano en la cartera para que se sentara con él. Se
bebieron una caguama como si ambos desfallecieran de sed. Luego, cuando en la
ostra gigante bailaba una mujer que parecía haber ido
con un carnicero a que le hiciese la cesárea, el tipo se llevó a Mía. Fueron a
los cuartos.
***
—Mañana
tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno.
Andrew
tendrá unos 60 años y sus tres hijos ya le han dado cuatro nietos. Su segunda
esposa, según contó, es 10 años menor que él y jura quererla igual que el día
en que se conocieron.
Puede que sea cierto. Andrew tiene cabello blanco, su piel está lo bastante
bronceada como para parecer un trozo de marlin ahumado, y sus ojos son de un
gris encendido. Su español es mordisqueado, pero da para platicar.
Supuestamente
vive en Boston y trabajó en un pub donde los hombres le confiaron nostalgias y
proezas de machos. Yo hice eso para acercarme a él mientras comíamos un cóctel
de camarones en la playa Caleta. Andrew fue el único gringo que creyó que los
niños también eran mi debilidad. Los otros con los que intenté conversar fueron
displicentes y no sirvieron de mucho. Desde hace unos cinco años, cuando Jean
Succar Kuri calentó Cancún, Andrew entró a las páginas
de los pedófilos en Internet y supo a dónde emigrar: Acapulco. Y, sobre todo, a
la playa Caleta.
—Me
dijeron que en Caleta uno consigue niños, pero no sé cómo —le solté cuando
Andrew combinaba los camarones con una coca cola de dieta.
—Es fácil –dijo con el tono de quien no miente–. Hay que tratar con aquellas
mujeres
—y señaló a las indígenas que aquella mañana vendían artesanías mal
hechas y otras baratijas.
—¿Y qué les tengo que decir? —pregunté a Andrew y él me miró como quien le
tiene lástima a un pordiosero.
—Cómprales algo de lo que venden o dales para que vayan a comer; el chico ya va
en el precio.
—Como el desayuno…
—Sí, como la barra libre.
Para
ser honestos, no supe si hablar más o propinarle ahí mismo un puñetazo. Nos
quedamos callados porque no se nos ocurrió otra cosa y miramos el mar y sus
virutas. Por ahí pasó un par de viajeros con mochilas al hombro, un tipo que
vendía raspados, una costeña que hacía trencitas, un viejo que alquilaba
cámaras de llanta para usarlas como flotadores, un par de pescadores que
mostraban mojarras de 10 kilos, un matrimonio con su hijo en brazos, y unos
niños que, como si fuesen cachorros, se revolcaban en las olas. A ellos, Andrew
los escudriñó como hacen los críticos de arte.
—No
les digas a las mujeres que eres mexicano, mejor háblales en inglés –Andrew
rellenó el silencio.
—No me lo creerían. Creo que ya me jodí.
—Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno. Son tan inocentes…
—¿Y hoy no se puede? —No, anoche fue de locos
–replicó y ordenó media docena de ostiones con unas gotas de salsa Tabasco.
Cuando
me despedí para no verlo nunca más, fui con algunas indígenas y, aunque
hablaron en su lengua, entendí que me fuera al carajo.
Con
la misma importancia me trató el salvavidas de la playa. Usó una lógica absurda
y cínica para responder por qué no hace nada contra tipos como Andrew: “Yo
nomás cuido que nadie se ahogue”.
PD:
En el DIF municipal, Rosa Muller, una mujer con un
corazón enorme, había contado que las indígenas tienen el hábito de vender a
sus hijos a los extranjeros. A mexicanos no. Quién sabe por
qué. Otro dato: Adriana Gándara, funcionaria del Centro de Atención a Víctimas
de Delito de la PGR, ha dicho que al menos la mitad de los más de dos mil niños
que se prostituyen en Acapulco son indígenas.
***
Agenda
Amarilla del Novedades, El diario de la familia guerrerense. Viernes 21 de
noviembre. Dos anuncios:
¡Chavita
de secundaria! Tiernita, Bebita hermosa y sexy. ¿Qué esperas?
Chiquilla bonita. Soy estudiante de secundaria.
Delgadita. Bustona. Llámame.
Llamé
de un teléfono público. En el primer anuncio contestó un tipo que sabía su negocio. No recuerdo el nombre
de la niña que ofrecía, pero la describió con tal labia que no dejaba resquicio
alguno para creer que no existía cintura más delgada ni trasero más redondo y
levantado que el de ella.
—Me
hablas de una mujer de calendario, compa.
¿Estás seguro de que va en la secundaria?
—Te lo juro por Dios, carnal. La chamaca
está garantizada, por eso te la estoy dejando en mil 500 pesos. Ira: ella va a
tu hotel y después de dos horas me la regresas.
—Deja hospedarme y te llamo otra vez.
—Pásame tu celular.
Le
di un número viejo que dejé de usar.
En
el segundo anuncio clasificación xxx respondió una mujer con voz de niña.
Suponiendo que sí era una estudiante de secundaria, dijo llamarse Lulú, se
jactó de tener experiencia y reiteró que estaba dispuesta casi a todo. Cobraba
2 mil pesos y 500 más por tener sexo anal. Nada de fotos, nada de video.
—Estoy hospedado en el Mayan Palace –mentí–. ¿Y si no te dejan entrar?
—Ya he ido ahí. No te preocupes, me gusta su
alberca, está bien grandota.
—Pues deja pensarlo y te busco.
—Anímate ya, más tarde voy a estar ocupada.
—¿Y no te da miedo que sea un asesino o algo así?
No me conoces.
—Tú tampoco.
—¿Y si te dijera que soy reportero y ando contando historias de niñas como tú?
Colgó.
***
Tú
ponle ahí que me llamo Manuel. Tengo 16 años, pero me prostituyo desde hace 10,
cuando me salí de la casa porque mi mamá nomás quería a mi padrastro, un viejo
cabrón que sabe que si se mete conmigo mi banda de Ecatepec le pone en su
madre. He andado por el DF, Hidalgo, Puebla,
Veracruz, Cuernavaca y Chilpancingo. Aquí, a Acapulco, ya tiene que llegué como
desde 2004. Y está chido.
[Estamos
en el albergue del DIFmunicipal llamado Plutarca Maganda de Gómez, una
religiosa a la que nadie recuerda. Aquí llegan los niños prostitutos que la
directora del lugar, Rosa Muller,
busca en las calles de Acapulco para darles comida, ropa, dejarlos que se
duchen y, si quieren, vivir hasta que cumplan los 18. Ningún chico es obligado
a quedarse.
Manuel
es uno de esos niños que entra y sale del albergue dependiendo de las ganas que
tenga de drogarse. Para comprar piedra y mariguana, con lo que le fascina dinamitarse el cerebro, sabe que debe cumplir con el círculo vicioso de
escapar, prostituirse, comprar su cóctel letal y ropa nueva que le ayuda
a alardear entre la banda de que él ha triunfado; luego vuelve al albergue.
Cuando
está afuera, gana unos 6 mil pesos a la semana. A él se le hace una fortuna.]
En
esto siempre hay clientes. La mayoría son viejos, pero hay de todo: gabachos,
de Canadá, franceses y mucho mexicano. No es cierto que nomás los turistas de
otros países nos busquen. Hay batos más dañados.
Checa: está el payaso del Zócalo, el Chapatín; ese nomás quiere que uno le dé y
nos regala drogas. Está el del Tsuru gris; es de Cuernavaca, le
cae una vez al mes y levanta a dos o tres; paga bien. Está otro cabrón de la taquería Los Tarascos. Está un güey del hotel Real
Hacienda que nos deja dormir y él tiene mucha piedra y PVC.
Otro güey es uno que anda en una moto rojo; también es padrote. La que también
le entra duro es una doña que luego vende burbujas de jabón en el centro; a
ella le gustan las niñas y es madrota de mayates. Y está Fátima, una gringa ya
señora que vive por el Fiesta Inn.
[Manuel
no tendría por qué mentir, así que es mejor seguir escuchándolo.]
El
precio que manejamos casi todos es de 200 pesos, más 100 por quedarnos a
dormir. Los gabachos y las gabachas dan más: 400. Y lo chido también de ellos es
que te llevan al parque Papagayo, a Recórcholis o se hospedan en hoteles bien
chingones. Yo he ido al Avalón, al Hyatt, al Presidente, al Emporio y al
Princess. Son muy bonitos. Pero no creas que me apantallan los gabachos. Sé
inglés. Bueno, me defiendo. Sé decir cómo me llamo, mi teléfono, de dónde soy y
todas las groserías. Así conquisté a una gringa.
Tenía como 50 años. Es la gabacha más vieja con la que he estado. ¿La más
chica? Una de 30, cuando yo tenía como ocho años.
[Manuel
trae el cabello teñido de las puntas. Es un chico pura fibra con una mirada
zigzagueante. Presume sus jeans Fubu o algo así, como si fuesen unos Versace.
Lleva dos días sin drogarse.]
Eso es
lo que no puedo dejar: las drogas. Los chochos no me gustan porque me amensan.
Los hongos me ponen tonto y la coca me quita el sueño. Por eso prefiero la
mariguana y la piedra.
Unos se paniquean con la piedra, creen que los andan siguiendo, se les entume
el cuerpo; a mí no. Ni siquiera me ha dejado loco. Ah, porque la piedra es
cabrona. Muchos de la banda se han quedado idos, bien babosos. Con esos ya ni
puedes platicar. Ni les entiendes lo que dicen. Pero te decía, con la mota y la
piedra la hago. A veces también al PVC, pero poco
porque se me mete el diablo. A ese le hago porque la lata cuesta 50 pesos y a
mí, el de la ferretería, me lo da a 35. Es que hay noches que me quedo con él y
me lo da más barato.
[Mientras
habla, Manuel bosteza y parpadea como si lo hubieran sacado a patadas del
sueño. Se despertó hace cosa de media hora. Por ahí de la una de la tarde.]
¿Qué
más te puedo decir? Pues que aquí me ha tocado ver muchas muertes. A un jotito
con el que me juntaba lo treparon a un carro y lo apuñalaron. No sé si eran sus clientes, pero yo vi caer al bato. Otro se murió de
cáncer y una morrita de sobredosis. Ángel, el gordo, murió de sida.
Yo hasta eso soy negativo. Aquí en el albergue nos hacen la prueba a cada rato.
No le tengo miedo al sida. Soy un cabrón con suerte.
***
Allan
García, uno de los editores de La Jornada Guerrero, tiene una memoria
implacable para los datos duros y escalofriantes:
Hay
paquetes exclusivos para pederastas que incluyen hotel y niño. Costos: de 200 a
2 mil dólares,
según el grado de pubertad. El chico sólo recibe 20 dólares.Desde los cinco
años se prostituyen. A los 18 ya no sirven.Los que controlan la prostitución
infantil en Acapulco son, sobre todo,
tailandeses. Después del turismo y la venta de droga, la prostitución infantil
es la actividad que deja más ingresos en Acapulco.
Allan
recuerda bien esas cifras porque hace menos de un mes, durante la semana que el
DIF Acapulco organizó para hablar del tema, los funcionarios locales de la PGR
abrieron sus bases de datos.
En
esas reuniones también se contó la historia del autobús con un azteca grabado
en el parabrisas. Circula por todos lados, menos en su ruta. No levanta pasaje.
Suben niñas que se van con hombres decrépitos
cada vez que el camión se detiene. De hecho, a la hora de lavar el bus, en el
río El Camarón, las chicas se pelean por hacer la limpieza porque el chofer no
paga con dinero. Paga con droga y clientela que gasta a puño suelto.
***
Eric
Miralrío, un acapulqueño que sirvió de guía al reportero, sugirió que
buscáramos a Nayeli en el Malecón. La conocía porque apenas este año le había
tomado algunas fotografías durante la realización de un documental. Por lo que
le escuché decir, la chavita no pasaba de los 16 años, a los 13 fue mamá y su
padrote le pegaba para imponer respeto. Parecía un gran personaje.
La
segunda noche en que la buscamos, otro niño de la calle llamado Chucho nos dijo
con su lengua drogada que a Nayeli la habían asesinado de 25 puñaladas. Ya no
dijo más porque el PVC lo traía hecho un zombi.
Un
día después, Rosa Muller, la directora del albergue del DIF municipal, contaría
la historia de una Nayeli que resultó ser la misma que Eric conocía.
Y
esto es lo que viene en la libreta de apuntes: Nayeli era una costeña que desde
que nació fue linda. Antes de cumplir los siete años ya era parte del catálogo
que un padrote mostraba a los clientes. A los 13, el
proxeneta la hizo madre y le quitó el bebé porque le dijo que una adicta como
ella lo terminaría matando. Nayeli se la pasó en las calles hasta que un chico
de la banda se enamoró de ella y juntos lograron rentar un cuartucho allá
por las fábricas. A principios de mayo pasado, salió drogada de su casa y se la
tragó la tierra. Los reporteros de la nota roja la encontraron tirada en las
calles, con 25 puñaladas. También la degollaron. Muller se enteró del asesinato
por las páginas de El Sol de Acapulco, el diario que contabiliza a los muertos.
Lo
que las autoridades llegaron a saber es que, por unos cuantos pesos, Nayeli
delató un quemadero (lugar donde se consume droga). Y los traficantes no
perdonan esas cosas. Cuando el DIF quiso recoger el cadáver en el forense para
entregárselo a la familia, ya había desaparecido. Nadie quiso saber más del
asunto. Muy pocos le lloraron.
***
Esa
mañana la radio dijo que Acapulco estaría fresco, a no más de 33 grados. A
Samy, sin embargo, el sol le caía como un piano en la cabeza: traía una
tremenda resaca. Lo conocí en la playa Condesa porque un pescador con un ojo de
vidrio llegó a ofrecer de todo: ostiones, el paseo en el paracaídas, hasta que
aterrizó en el asunto de la mariguana y los niños.
—Conozco
a los jotitos de Las Piedras, le puedo decir a uno que venga acá contigo o, si
quieres, te lo puedes coger ahí mismo, no hay pedo. Todo el mundo lo hace ahí.
Samy
traía un pantaloncillo rojo, la playera en el hombro y una sed endemoniada. Le
dije que era reportero desde el arranque. Quién sabe si pudieron más las ganas
de beberse una Yoli, pero se quedó un rato.
Primero
dijo que nada más había ido a Las Piedras porque le urgía dinero. Pero ya en el
tren de confesiones, presumió que su mejor experiencia fue con una pareja de
cubanos, hace un año: mientras él recorrió el cuerpo de la mujer, el hombre lo
grabó. Le dieron 100 dólares y con eso se fue a nadar al parque de
diversiones Cici, comió en una taquería del centro, se compró dos camisetas y
lo demás se lo inhaló. Dejó en claro que no era homosexual: “Yo nomás doy y
tengo novia”, remarcó con la pose del Valiente de la lotería.
—¿Y
usas preservativos? ¿Te cuidas?
—No me quedan.
Se fue hundiendo sus pies en la arena.
No lo he mencionado, pero Samy tiene nueve años.
***
Si
Rosa Muller se lo propusiera, probablemente sería capaz de contar un millar de
historias.
Por
ella me enteré cómo Yahaira, una niña de Pachuca, llegó un día hasta la casa de
Muller con un pastel de cumpleaños, una pierna gangrenada, una tuberculosis
invencible y un VIH que le arrojaba dardos a las últimas defensas de su
organismo. Murió hace un par de meses.
Otra
historia que le duele a Muller es la de Oliver, de 12 años. Hasta hace unas
semanas, además de prostituirse, se dedicaba a vender drogas. Se le hizo fácil
consumir y no pagar al dueño del negocio. Para que escarmentara, para que
entendiera que eso no se hace, lo amarraron con cinta canela a un árbol. En 15
días, sólo le dieron agua, sopa de pasta y un centenar de golpes. Así llegó al
albergue. A los médicos les llevó varios días
salvarle las manos y a él cinco minutos volverse a escapar. Muller, que sabe
por qué dice las cosas, jura que a estas alturas Oliver debe estar muerto.
La
historia más atractiva, sin
embargo, es la de la propia Muller. Es decir, la de Mamá Rosy, como todos los
chicos la llaman.
Resulta
que su hijo, hoy de 13 años, solía ir a un internet ubicado atrás del hotel
Oviedo, en pleno centro de Acapulco. Iba ahí porque le prestaban el play
station sólo por dejarse tomar fotografías. Además, como el dueño del lugar le
decía que en la casa de Mamá Rosy había fantasmas, al chico no le interesaba
volver a su recámara si su madre no se encontraba.
Un
día, a Mamá Rosy le llamó la atención que, súbitamente, su hijo fuese huraño,
sudara por las noches y hablara de espíritus malignos a los que nadie podía derrotar. La curiosidad la llevó a indagar y a saber que en el
café internet siempre había muchos extranjeros que a simple vista no resultaban
nada confiables. Con el tiempo, contactó a la policía
cibernética de la PFP y en pocas semanas se descubrió que aquel café internet
era el centro de operaciones de una banda de pederastas.
En
abril de 2003, las autoridades arrestaron a 18 pedófilos, 12 de ellos
extranjeros, y rescataron a 10 niños. Entre los detenidos iba Enrique Meza Montaño, hijo del entonces regidor por Convergencia,
Óscar Meza Celis. Enrique fue el único que obtuvo su libertad a las pocas
horas. No importó que él, de 29 años, fuese el dueño del
internet llamado Ikernet ni que fuese arrestado cuando estaba en compañía de
dos menores.
A
los otros, la PFP los presentó como parte de una banda que operaba en Europa,
Estados Unidos, Canadá y México, además de vincularlos con dos artistas de la
pedofilia: Robert Decker y Timothy Julian, ambos
sentenciados en cárceles californianas. La edad promedio de los detenidos era
de 65 años. Un par de ellos tenía VIH y se “suicidarían” después en las
mazmorras acapulqueñas.
Ese
hecho marcó a Mamá Rosy y fundó una ONG para proteger a los niños. De la
gasolinera de su familia sacó los recursos y los chicos la fueron queriendo.
El
próximo 31 de diciembre terminan los tres años de Mamá Rosy. Los chicos están
tristes, dicen que volverán a las calles porque nadie los ha cuidado como ella.
Muller, de ascendencia alemana, tiene pensado rentar una casona vieja para
llevarse a los niños. “Ya veré cómo le hago, pero no quiero dejarlos, son presa
fácil”, dice mientras se acomoda sus anteojos para la miopía. Lo que sí es un
hecho es que su hijo poco a poco ha ido saliendo. Ya no ve fantasmas.
PD:
El pasado miércoles 26 de noviembre, la
estadounidense Patricia Katheryn O’Donovan denunció que el neozelandés Murray
Wilfred Burney, también conocido como Mario Burney, estaba
reclutando a menores de edad para reorganizar la red de pederastas que Meza
Montaño y otros dejaron a la deriva.
***
Yo
era de ésas que andaba vendiendo droga. El buenero (narco) hasta me dio una
pistola para defenderme. Era una 22, bien perrona. Le entré porque a mí no me
gustó eso de acostarme con los gringos. Bueno, lo que pasa es que un día uno me
pegó y ya no quise. De ahí les tiré la onda a las mujeres, pero hubo una, creo
que era de Italia porque hablaba bien chistoso, que se puso bien loca en el
cuarto, como que quería matarme. Era flaquita y yo, ya ves, pues estoy llenita,
así que le puse unos madrazos y me fui. Por eso me metí de dealer. Bueno, me
metieron.
¿Cómo
te explico? Aquí hay mucho buenero que nos agarra para vender porque a nosotros
no nos meten a la cárcel, nomás nos quitan la droga y nos dan unos zapes. Y le
entras porque le entras. Si no quieres, te pegan. Dicen que a uno hasta lo
mataron. Ya luego me harté y mejor me vine al albergue. No sé qué haré ahora
que Mamá Rosy se vaya. Es todo lo que puedo contar. Tengo una vida aburrida.
[Silvia,
se llama Silvia. Para tener su edad, 14 años, es lo bastante fuerte como para
destrozar un piso entero en un arrebato. Le gustaría tener una muñeca.]
***
Yo
soy Norma. Crecí en Tepito, ahí en la calle de Jesús Carranza. Me fui de ahí
porque mi mamá se murió. Tenía sida. Yo digo que mi papá la contagió; siempre
fue muy mujeriego, pero quién sabe, mi mamá también tuvo sus novios y cuando
andaba drogada no se fijaba.
[Otra
vez en el albergue Plutarco. Otra historia. Otra niña invisible. Otro cigarro
para aguantar.]
De
lo otro, de cómo empecé a prostituirme, no me gusta hablar. Me da ansiedad.
Pero ya estoy aquí, ya qué. Me voy a abrir. Mamá Rosy nos ha dicho que lo
hablemos, que eso que trae uno es como una piedra en el zapato o como un anillo
que se nos atoró en el dedo. A ver, ahí te va.
[A
Norma, de 16 años, le han estado sudando
las manos desde que sentó. Se la ha pasado secándolas sobre el short de
basquetbolista que viste. Trae el cabello mal cortado, como si alguien le
hubiese mordido la cabeza. Huele a jabón barato. Hace bombas con el chicle y
tiene una sonrisa exacta.]
Tendría
que empezar a contar que a los seis años me violó un primo. Luego, como a los
ocho, me violó un tío, hermano de mi papá. Ya tenía como 11 años cuando mi papá
llegó drogado y quiso hacérmelo. Sólo Dios sabe por qué no pudo. Si me lo
hubiera hecho, seguro yo también tuviera sida. Desde ahí ya no me gustaron los
hombres. Me dan asco. Pero hace como cuatro años cuando llegué a Acapulco, me
dijeron que había señores que se acostaban con la chamacada. Yo, al principio,
no quise. Luego ves que les regalan cosas y que la banda trae dinero. Entonces dije “chingue a su madre, le entro”. Eso sí: siempre lo he
hecho bien drogada. Como que en mi juicio no se me da, hasta me dan ganas de
vomitar. La bronca es que luego ni te acuerdas de lo que te hicieron. Yo luego
he despertado con dolores en todo el cuerpo y con moretones.
Con quienes sí me ha gustado, la verdad, es con las gringas. A ellas sí se los
hago como con amor. Había una que me buscaba mucho. Ella me regaló un celular y
ropa. Me dijo que quería llevarme a Estados Unidos para que viviera con ella,
pero ya nunca volvió.
[Norma
se levanta, dice que va al baño. Se ve rara, ansiosa, sin saber por qué. Todo
empezó porque le pregunté si ese tatuaje mal rayado que dice Faby era en honor
a la gringa y ella dijo que no, que Fabiola es una historia que ahora que
vuelva va a contar. Regresa y cumple con su palabra.]
Fabiola
fue mi novia, pero me hizo como trapeador. Era una cabrona. Decía que me quería
y andaba con hombres. Yo le lloré, le dije que mi hijo, ¡ah!, porque tengo un
hijo de cuatro años que no he visto hace mucho, necesitaba una mamá como ella.
Le valió madre. Nomás me engañó. Hasta los papás de ella
me querían, decían que algo como yo era lo que Fabiola necesitaba. Ahora la
odio y amo a Diana, la chava que hace rato vino acá con su
bebé. Diana sabe que ahora que termine de estudiar enfermería voy a cuidar de
ella y el bebé. Lo malo de Diana es que todavía actúa como una niña y luego no
sé ni lo que quiere.
[Intempestivamente,
Norma me pregunta que si ya se puede ir. No puedo obligarla. Al poco rato, la
psicóloga llega como un ventarrón con la mala noticia de que Norma se ha
enterrado las uñas en la cara y que se la ha pasado quemando las cartas que le
escribió a Fabiola. Me siento un imbécil.
Mamá
Rosy irá a tranquilizarla y Norma volverá con el rostro sangrante. “No hay
bronca, luego me pongo locochona”, dice con el tono de quien asume toda la
culpa sin tenerla. “Ahorita me curo yo, ya me enseñaron en la escuela cómo
hacerlo”. Lleva medio curso para auxiliar de enfermera. Se lo paga Mamá Rosy.
Me dice que ahora que se reciba vaya a su graduación.]
***
Frente
al bar Barbaroja, en la playa Condesa, abordé un taxi en la Costera Miguel
Alemán.
—¿Tú
sabes dónde puedo conseguir morritas?
—Ahorita, por la hora, nomás en el Tavares, el Sombrero o en las casas de cita.
Ya son las cinco de la mañana.
—Pero tengo gustos raros: quiero niñas, o niños –dije mirándole los ojos por el
espejo retrovisor. El conductor, como si le hubiera dicho que necesitaba
comprar un perro, buscó entre su celular ciertos números de contactos.
—Conozco a un cabrón que tiene pura chamaquita.
Ya he trabajado con él, es seguro, no te roban y todo es muy discreto. Deja
llamarle.
Habló con tal desenvoltura que bien podría renegociar el TLC.
—Dice que las tiene ocupadas. Es que ya es tarde, el bisne hay que hacerlo a
media noche.
Aliviado, me bajé en un hotel que no era el mío. La cara del taxista, en la
duermevela, no me dejó en paz.
***
Es
viernes por la tarde y en el Zócalo de Acapulco hay una cacofonía sostenida.
Cuando mis padres me traían yo sólo veía boleros libinidosos, indígenas que se
la pasaban expulgando a sus hijos, jóvenes que llevaban en sus cabezas cubetas
en equilibrios imposibles, perros comiendo basura, al vendedor de globos, una
catedral cuya entrada olía a excremento, basura y tamarindo; un puesto de periódicos que sólo vendía malas noticias, la nevería, policías que se la
pasaban rascándose la cabeza, un quiosco donde los gringos se
tomaban fotografías con las indígenas, como si las mujeres fuesen unos macacos,
y una acera de restaurantes donde uno terminaba con diarreas interminables.
Hubiese
visto ese mismo zócalo si no fuera porque Mamá Rosy me hizo un croquis de lo
que uno nunca ve.
Entonces
vi que, en efecto, la banca que está frente al Oxxo es para que se sienten las
mujeres que buscan niño. Unos metros adelante, a la derecha de sur a norte, hay
otra banca que rodea un árbol. Esa es para las niñas. Los pederastas lo saben
muy bien. Quien busca acción con manos infantiles tiene que sentarse donde
trabajan los boleros; la mercancía llega sola. En la noche, con sacar el
celular y mantenerlo encendido, basta para que los chamacos se ofrezcan. Ahí está
la gorda que vende burbujas, metida en unas mallas
de lycra, al lado de un tipo cuya cara parece retrato hablado de la PGR. Es la
misma a la que tanto las autoridades del DIF municipal como los chicos ubican
como madrota. Vi la lonchería Chilacatazo atestada de indígenas, pero no vi a
gringos. Supuestamente, ahí las indígenas ofrecen a sus hijos a
cambio de comida. Vi al viejo en short y zapatos que se la pasa ejercitándose
mientras escoge a qué chico llevarse. Los extranjeros, sobre todo
estadounidenses, comen en El Kiosco. Se la pasan analizando a los chicos como
si fuesen catadores expertos.
Ni
el mosquerío sabía de qué color ponerse por la pena.
***
Alexa,
Chucho y El Quemado hunden sus rostros en los platos donde les han servido un
vomitivo alambre de carne al pastor. Estamos en una taquería por los rumbos del
Malecón.
Y
como hablarán hasta que terminen de comer, sólo queda verlos. Sobre todo a
Alexa.
Es
muy delgada. Dicen que no estaba así. Que de un tiempo para acá trae diarreas.
Su cabello tiene un color pariente muy lejano del rubio. Es casi negra. Trae una mochilita rosa donde guarda la lata de PVC. Ella es la
menor de los tres: tiene 17 años y una década en la calle. El
Quemado y Chucho, que ya rebasan los 20, contarán luego que la niña es huérfana
y que qué bueno, porque sus padres le pegaban.
–¿Entonces
qué quieres saber? –la voz de El Quemado repta por las paredes.
–Todo lo que quieran contar.
Alexa y Chucho, ya con el estómago medio lleno, se rehúsan a hablar. Pero El
Quemado, quien ha perdido todo escrúpulo, resume la vida de ambos:
—A Alexa todo mundo se la ha cogido. Y el Chucho ha sido mayate.
—Cálmate, güey –reprocha Chucho, un tipo bajito
que se cree luchador.
—Es la neta, ¿no? ¿Para qué nos hacemos pendejos?
Hay que decir las cosas como son.
—Pero ya no lo hago con hombres –se defiende Chucho.
—¿Pero le hicistes, qué no?
—Nomás un tiempo, de los ocho a los 14 años.
Alexa se mantiene callada. Nada la hará cambiar de opinión: dejará que El
Quemado cuente lo que quiera.
No le importa.
—Aquí todos hemos sido mayates –dice El Quemado–.
Uno necesita el dinero. Neta que si nos dieran trabajo dejamos esto, pero como
que le valemos madre al gobierno. Ve a la Alexa, toda puteada. Ve tú a saber si
está enferma.
La
plática se interrumpe porque el mesero nos ha corrido de la taquería. La gente
que comía en la otra mesa exigió que se largaran los tres pordioseros y
el cliente con más dinero manda.
Camino
a las canchas de la CROC, donde los tres duermen, El Quemado irá contando que
ya no tienen tanta ropa desde que un canadiense al que familiarmente llamó Cris
dejó de ir a Acapulco.
—¿Él se
las regalaba? ¿Era religioso o algo así?
—No mames, compa, ese cabrón era un
pinche cogelón de morritos. Venía muy seguido al Malecón porque tenía un
velero. Ese bato nos daba un chingo de ropa y las drogas que quisiéramos por
acostón.
—¿Y qué fue de él?
—Pues mira: el Cris tenía la maña de pegarles a los morros. Un día, un cuate al
que le decimos El Querétaro no se dejó y le puso sus madrazos. Lo mandó al
hospital. Ya tiene como un año que el Cris no se para por aquí.
—¿Y qué hay de Alexa? Se ve muy mal.
—Simón. Es el sida, esa morra ya tiene sida. Pero uno no le dice para que no se
agüite.
—¿Y qué hay de tu vida? ¿Por qué te dicen El Quemado?
—Porque cuando era morrito me quemé en la casa del
Padre Chinchachoma. Se me prendió el suéter por andar de cabrón. Tengo toda la
espalda como chicharrón.
—¿Y tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿De dónde eres?
—No, no, no. De mí no vamos a hablar. Además ya te conté mucho y ni un pinche
refresco quisistes comprarme.
El Quemado se fue. Chucho se despidió con una pirueta de luchador. Y Alexa dijo
que odiaba a los reporteros.
***
Jarocho,
con sus pies descalzos y su hedor agrio, llevó a Allison hasta el auto. La niña
traía un perfume grosero, el cabello lacio, estaba bronceada, apenas le estaban
saliendo los pechos, y usaba sandalias y una pulsera de Hello Kitty.
—Bueno,
yo los dejo –dijo Jarocho con sus 100 pesos en la mano por haber sido el
intermediario y a mí me dio la desesperación.
Allison iba triste o asustada. No avancé mucho. Me estacioné por la Playa
Tamarindos. Estaba por decirle que sólo platicaríamos, y nada más, cuando una
camioneta me echó las luces. Pensé que era la policía. Me imaginé en la cárcel
y en la contraportada de La Prensa. Pero no, era algo peor: una Lobo blanca
doble cabina con vidrios polarizados.
—Es el que nos cuida –dijo Allison y volví a experimentar uno de esos momentos
cuando el mundo parece detenerse.
—¿Y por qué nos sigue?
—Porque quiere ver en qué hotel voy a entrar.
Empecé a sudar y me sentí pegajoso. Lo único que se me ocurrió fue acelerar.
Tan preocupado iba que pasé los semáforos en rojo. Entonces ahí sí me detuvo la policía. Bajé del auto y, entre murmullos, les tuve
que decir que era reportero y que la niña era parte de la historia. Uno de
ellos, el de mandíbulas potentes, le echó la luz a Allison y ella sonrió de tal
manera que en ese momento hubiese podido venderle cocaína a
cualquier cártel. “Pues si ya le pagaste, cógetela”, dijo el oficial y yo quise
romperle la cara. “Sale, te vamos a dar el servicio”, dijo el otro con su
diente de oro como Pedro Navajas. Ahí reparé que la Lobo blanca doble cabina no
estaba. Llegamos al estacionamiento del hotel.
Cuando
Allison, que en realidad se llamaba Gregoria, intentó bajarse del auto para
entrar al local, la paré:
—Sólo me interesa que me cuenten historias.
Allison arrojó un gesto de incredulidad.
—Primero págame los 300 pesos y pon una canción de Belanova.
—No tengo ninguna de ella. ¿No te gusta U2?
—Pon lo que quieras, pero menos en inglés. Es que me gusta cantar, eso quiero
ser de grande: cantante.
Caifanes se escuchó en las bocinas y ella echó a perder la canción.
Entonces Allison tomó la palabra:
—Vengo de por allá de Zihuatanejo, allá tengo un novio europeo que luego viene
a visitarme acá. Me trata bien. Me compra lo que yo quiera. Él me regaló un
celular rosita. Nada más que el que nos cuida me lo quitó, dijo que eso no es
para mujeres de mi edad. ¿Esto quieres que te cuente o algo más cachondo?
—Así está bien.
—Eres bien raro –y le dio una bocanada violenta al cigarro–. Bueno: pues a mi
papá lo mataron y mi mamá está en la cárcel. Creo que se robó algo, no sé bien. Y como allá mis tíos me pegaban, pues mejor me vine
para acá. Nomás terminé la primaria. Me gusta el color rojo y casi a diario el
que nos cuida nos regala piedra.
Esa soy yo.
—¿Y vives en una casa, rentas un cuarto de hotel?
—Ahora me quedo en la casa del que nos cuida. Somos como siete y dos chamacos
que se la pasan fregando.
—¿Y pueden salir solas?
—Depende.
—¿De?
—Depende.
—¿Y a quién prefieres: gringos, canadienses o mexicanos?
—Depende. Me gustan los que tienen dinero. Una
vez un gringo me llevó a Cancún como un mes. Allá está muy bonito, no sé si
conozcas. Aquí, una pareja me llevó una semana a su casa, nomás para estar con
ellos, dormirme en medio de los dos y nadar sin ropa. No sé si lo sepas, pero
cada cliente es distinto –lo dijo como si hubiese descubierto la rueda.
—¿Qué es lo mejor y lo peor que te
ha pasado en este negocio?
—Lo mejor es conocer gente de todos lados y que además de pagarte te regalan
ropa o piedra. ¿Lo peor?
Cuando nos pega el que nos cuida.
–¿Les pega mucho?
–Nomás cuando anda drogado. En su juicio es muy bueno. ¿Cómo te diré? Es
cariñoso.
Jarocho me había dicho que no me excediera de la hora para no tener problemas y
que dejara a Allison a un lado del bar Barbaroja, que ahí alguien la recogería.
El plazo estaba por cumplirse. Allison se fue cuando Los Caifanes
decían algo así como que “no dejáramos que nos comiera el diablo”. Cuando
amaneció me largué de Acapulco, odiándolo.
®
Alejandro Almazán (CDMX)