miércoles, 24 de noviembre de 2021

''Debajo'' ®Mirza Mendoza


Al comienzo fue emocionante vaciar casas. Admiraba los, a veces raros, objetos que eran los recuerdos de otros que quedaban como fantasmas palpables de sus vivencias. He encontrado verdaderas reliquias escondidas en los lugares menos pensados y otras a simple vista. Los álbumes de fotografías los remato a mis amigos artistas. La ropa la vendo al peso y los muebles los subasto. No es un trabajo usual, pero piénsalo bien: hay mucha gente que vive y muere sola, muchas personas que no tienen hijos ni herederos. Gracias a la nueva ley del rescate anticipado de predios el gobierno recupera inmuebles que pueden pasar años abandonados. A veces me siento mal por ser testigo muda de la historia de una familia que se fragmentó hasta quedar de ellos solo una casa desvencijada.

Te contaré mi forma de trabajo: realizo una primera visita y retiro las cosas que considero de valor. Regreso al día siguiente con ayudantes y un camión por si hay objetos grandes para movilizar. Retiro integro la basura el tercer día y listo.

Creía haber visto de todo porque he desocupado incluso viviendas de drogadictos; hasta que me tocó desmantelar la casa de una viejita bonachona del barrio, según dijeron sus vecinos. Días antes de recibir el encargo meditaba sobre el agobio y aburrimiento que me daba mi labor. Es que la algarabía de los primeros trabajos fue decayendo cuando la actividad se hizo rutinaria. Masticaba mi fastidio al ver cada mueble anticuado subir al camión. Quedaba exhausta, sucia y vacía como la casa.

Eso cambió el día que llegué a ese típico hogar de anciana solitaria. Claro que encontré más de lo que ya había hallado antes: muebles apolillados, lámparas de tela forradas con micas transparentes y tejidos de macramé roído por doquier.

La dueña murió de un paro cardiaco en medio del mercado tres semanas antes de mi incursión. El papeleo del predio fue exprés. Cuando llegué, el refrigerador estaba lleno de comida. No había objetos de valor. En su habitación encontré un rosario de plata que de inmediato alojé en mi bolsillo. Me senté en su cama y coloqué mis pies sobre su tapete. Hubo un ruidito extraño. Levanté el pedazo de alfombra y encontré una puerta secreta en el piso. Pensé para mis adentros que sería rica. Lo único que guardaría una persona en un lugar recóndito al lado de la cama tenía que ser un tesoro. Jalé del pequeño gatillo y las bisagras rechinaron.

 

Al comienzo no sentí el pestilente olor que ahí se añejaba. A los segundos el golpe pestífero me mareó y las arcadas sobrevinieron. Me armé de valor por la adrenalina que me animó y empecé a descender por la escalera. Era un cuartito de unos tres metros cuadrados. Accioné el interruptor que encontré gracias a la linterna de mi celular. Cuando el lugar se iluminó vi en una esquina a un ser espeluznante completamente desnudo que apenas respiraba. Estaba agónico. Tenía un bozal metálico sobre la boca malformada y las manos sujetas con un precinto de seguridad. La piel suelta me hizo sospechar que fue obeso. Había un bebedero de goteo vacío en lo alto. Sus heces en montículo a un lado de él eran los culpables del nauseabundo olor. Sentado en el suelo apoyado en la pared me miró fijamente. Su mirada era triste, muy triste. No grité. Salí de inmediato de ahí. Mi corazón bombeó fuerte, empecé a sudar y temblar. ¡La dulce viejecita de las fotos enmarcadas de rosa pálido escondía un gran y terrible secreto!

Llamé de inmediato a la policía que, para variar, llegó tarde y certificó la muerte del deforme. Lo cargaron en el patrullero a escondidas como para que los vecinos y la prensa no se entere. No regresé a esa casa, pero la casa y su único habitante regresó a mí en forma de pesadillas: él me miraba con sus ojos desorbitados clamando ayuda sin decir nada. Su piel suelta llegaba hasta mí como un oleaje. No podía mover mis pies y las heces empezaron a inundar el lugar. La siguiente noche era yo la que estaba debajo, gritaba por auxilio e intentaba sacarme el bozal, sin embargo la viejita no venía a darme agua ni comida. Desperté llorando. Decidí acabar con aquel trabajo para huir de esos recuerdos. Envié a un par de mis ayudantes para que hagan lo que quieran con lo que había ahí.

Hice bendecir el rosario de plata que luego vendí a precio regalado. Al tiempo llegó a mis oídos la noticia de que tuvieron que exhumar el cuerpo de la señora para hacer pruebas que resultaron con que el ADN de ambos era compatible: eran madre e hijo. Dudo que me pase algo parecido con otra casa, tendría una suerte desgraciada si me vuelve a suceder. Sigo dejando los predios impecables, pero ya no me quejo de la rutina por si las dudas.

 

®Mirza Mendoza

''Espacios Vacíos'' ®Robinson Quintero


Había cosas que nadie sabía y tal vez era mejor así. La lluvia se mezclaba con las pocas luces encendidas en esta calle solitaria. Él observaba cómo transcurría la vida en silencio desde la ventana del segundo piso de esta casa. Hoy tampoco podía dormir, pensaba en lo difícil que había sido para él, vivir la mayor parte de sus veinte años encerrado aquí, oculto del mundo, con tanta tristeza e impotencia a bordo. Sabía que su mamá tampoco podía dormir y que aún lloraba por la partida de su papá. Pero lo peor de todo era que no tenía la menor intención de cambiar el rumbo de esta vida de mierda. Sólo se dejaba acompañar de unas cuantas frases y de las melodías que le brindaba esta guitarra que su mamá le había regalado hace más de tres años. A veces lograba sacarle un par de notas rotas que improvisaban algo real en este cuarto tan vacío.

   Recién cumplidos los doce años, su madre olvidó como se llamaba. Estaba enferma de la cabeza cuando su papá decidió abandonarlos. Luego era frecuente que se escapara de casa y se fuera por ahí, tomando cualquier rumbo. Muchas veces él tuvo que salir a buscarla. Algunos vecinos le ayudaban con ella y de esta manera podía hacerla volver a casa. Su papá siempre estaba ocupado para tenderle la mano. Ahora tenía un nuevo hogar, otros hijos y un trabajo que cuidar. A su tío Benjamín no le importaba en lo más mínimo la suerte de su hermana; sólo gastaba el tiempo tomando cerveza y viendo juegos de béisbol en la televisión.

   La mujer a veces llegaba hasta los predios de un viejo lote cerca de una de las fábricas de la ciudad. Allá él la encontraba contemplando el cielo o, lo que era más frecuente, preguntando por aquel hombre que había sido todo en su vida, le preguntaba a cada uno de los transeúntes, repitiendo el nombre de él con una insistencia desesperante, una y otra vez, a pesar que nadie le prestaba la más mínima atención.

   Nunca él sabía cómo iba reaccionar, así que se le acercaba lentamente, hablándole con una voz muy suave. “Sólo soy yo mamá”, le decía con la voz entrecortada por el miedo. “Soy yo mamá, Andrés, tu hijo”. Luego le colocaba su mano sobre el hombro y ella lo miraba directamente a los ojos con su mirada verde azulosa y que le embriagaba todos los sentidos con su tristeza. “Soy Andrés, mamá, tu hijo. Tranquila, ya no pasa nada”.

   En muchas ocasiones esta táctica no le funcionaba. A veces su mamá se ponía agresiva o salía corriendo para cualquier lado, y él se asustaba porque pensaba que un auto la iba a atropellar. Entonces Andrés tenía que pedir ayuda como otro desquiciado, lo cual no era divertido, pero él la quería con todas las fuerzas de su corazón maltrecho. A su papá lo odiaba por no haber sido un hombre valiente, por no haberse quedado a su lado y haber colocado la cara frente a tamaña situación. Realmente Andrés estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de ayudar a su mamá.

   Andrés conocía bien cada calle del barrio, cada lote baldío donde los perros callejeros escarbaban la basura en busca de huesos. Conocía bien cada esquina con sus absurdas historias. Era simplemente un personaje desconocido que gastaba el tiempo fumando colillas de cigarrillos que hallaba aún encendidas sobre el suelo de la carretera. Venía de un lugar precario donde se hacía necesario no creer en el amor. La vida pasaba a toda prisa y él continuaba aferrado a tantas cosas elementales. Pensaba mucho en su mamá, en la soledad que los volvía como astros lejanos en la profundidad del oscuro firmamento. Pero a él le tocaba ser una puñalada certera, la línea que mostraba los límites de un territorio peligroso, una canción rabiosa que cambiaba el sentido de todo aquello que giraba a su alrededor.

   La enfermedad de su madre no era común, era una extraña alteración que había dejado fuera de foco a muchos neurólogos y psiquiatras hasta el punto que llegaron a recomendar que era mejor recluirla en un lugar para enfermos mentales. Andrés no quiso. Y no era que él supiera qué hacer con ella o con su enfermedad, pero no quería verla interna en un sitio de aquellos. Aunque en los últimos años, gracias a los muchos medicamentos, su mamá se había convertido en una mujer inofensiva. Tiempo después murió su papá en un accidente automovilístico. Acababa de cumplir cuarenta y dos años de edad.

   Su tío Benjamín consiguió un mejor trabajo y la época de vacas flacas quedó en el pasado. Andrés pudo volver al colegio y entre los dos se encargaron de las cosas de la casa y de la enfermedad de su mamá. Ella no parecía estar afectada por la muerte de su marido. Andrés estaba triste, porque tal vez, era una condición natural en él, pero más que nada le preocupaba la salud de su mamá. El tío Benjamín y él tenían que darle los medicamentos a una hora señalada.

   En las noches, antes de subirla a su cuarto, Andrés se quedaba un rato con ella en la sala e improvisaba un corto concierto con su guitarra y sus canciones para ella. Su madre se sentaba en un viejo sofá de terciopelo marrón con las manos cruzadas sobre el regazo; mirando como a través de él. Tal vez, tratando de componer su quebrado trasegar por el mundo.

   - Madre - le dijo, - el tío Benjamín y yo te vamos a cuidar hasta que sea necesario. Nunca vamos a dejar que te encierren en un manicomio, ¿Está bien, mamá? ¿Entiendes lo que te digo?-

   -¿Quién diablos me habla? - preguntó mirando en dirección de la ventana principal de la sala.

   -Madre, soy yo. Soy Andrés, mamá, soy tu hijo - dijo.

   -Ah, sí, perdón - dijo con su voz cansada por tantos altibajos en la vida. Era demasiado evidente que no sabía quién carajos era Andrés.

   Él se disponía a llevarla hasta su habitación, cuando se levantó despacio del sofá y caminó hacia él. Sus dedos alargados con uñas disparejas se movían con torpeza. Ella quería alcanzar la guitarra. Se la entregó y la tomó con sus manos viejas y temblorosas. Andrés no supo que estaba tocando. El creía que simplemente le salía de la cabeza. Era una melodía lenta y triste, pero realmente la música más hermosa que jamás él había escuchado.

   Cuando su papá murió, Andrés estaba saliendo con Kelly; quién era una chica suave con el cabello largo, usaba anteojos y era adicta a la literatura de Ernest Hemingway. Kelly tenía los senos pequeños y la boca provocativa. Hace un par de días estaban hablando sobre las letras de las canciones de David Bowie. Ella era una chica interesante e inteligente, su madre había fallecido en el momento de su nacimiento. Andrés no podía decir que fue un golpe terrible, pero si se preguntó por qué el destino los había colocado en el mismo camino. Tal vez Dios le gustaba lanzar los dados con su mano izquierda.

   -Quisiera grabar un disco y tener una banda de garaje - le dijo a Kelly un día cualquiera. -  Probablemente escriba mis propias canciones -

   -Me parece una magnífica idea – respondió Kelly.

   -Algo sencillo para comenzar, una banda local para ganar algo de dinero, ya sabes- le comentó Andrés.

   -Andy, tú sabes que te apoyo en todo cariño, lo de la banda me parece una gran idea - le dijo mientras se arreglaba un poco el cabello.

   En casa, su mamá casi no hablaba con él. Ya no tenía aquella vieja costumbre de tomar junto Andrés una taza de café cada atardecer. Su mamá sólo le dirigía la palabra cuando se trataba de imponer alguna regla: “No debes de fumar  aquí dentro, ni traer ningún tipo de mascota, ni pasar tanto tiempo encerrado en el cuarto de baño y gastar todo el día con esa maldita guitarra”.

   Después del funeral de su papá, Andrés se sintió con ánimos para llevar a Kelly a casa. No le veía nada malo a aquella situación. Así que cierto día llegó con ella. A su tío Benjamín le dio igual. Él ahora tenía suficiente dinero para comprar cervezas, cigarrillos y comida.

   -Hey Andrés, hay unas cervezas en la nevera, por si quieres brindarle algo a tu amiga - le dijo y continuó sentado en el sofá viendo un partido de béisbol de los yanquis de Nueva York.

   Bajó a su mamá para presentarle a Kelly. Al principio estuvo en silencio, pero luego le preguntó por el paradero de su marido. Kelly no dijo nada, sólo lo miró.

   -Ella es Kelly, mamá. La chica con quien estoy saliendo - le dijo, - es muy buena chica. Sé que te va encantar -

   -Sí, claro, no lo dudo - dijo secamente mientras la observaba de pies a cabeza.

   Kelly tomó las cosas con calma. Se tomaron dos cervezas cada uno, luego fueron a dar una caminata por los alrededores.

   -Debe ser duro para ti y para tu tío, ¿no? le preguntó. Andrés no sabía qué decir. A veces el silencio era la mejor respuesta. Resultaba para él extraño vivir la vida de esta manera. No tanto por lo ocurrido con su papá. Lo de su mamá era realmente más preocupante.

   Andrés gastaba mucho tiempo en las reparaciones de la casa, especialmente el garaje donde iban a realizarse las audiciones para lo de la banda. Realmente el sitio estaba cayéndose a pedazos, como si hubiera resuelto abandonarse a su suerte, como su madre. Tardó mucho tiempo en esto, pero el garaje estuvo listo con todas las reparaciones pertinentes y el acondicionamiento de los circuitos eléctricos para las amplificaciones. Aprendió todo lo necesario con unos manuales que guardaba su tío Benjamín en su pequeña biblioteca.

   Había muchos chicos del sector merodeando por el garaje. Parecía fieles retratos de Andrés, y su tío pensaba que era el único desquiciado del mundo. Una amiga de Kelly, llamada Leonor se presentó como baterista en la audición. Era pésima, pero tenía un feeling extraño en la mirada.

   -¿Cómo te pareció Leonor? - preguntó Kelly, quien hoy lucía una trenza que le bajaba por toda la extensión de su espalda.

   -Hay que ver a los otros aspirantes - le contestó-

  -¿Quiénes más se presentan hoy, Andrés? -  volvió Kelly a preguntar.

  -Creo que un chico de dos cuadras abajo, un tal David - respondió sin mucha importancia Andrés.

  -Sé quién es. Es bueno, lo mismo su amigo Miguel - comentó Kelly con ese extraño fulgor premonitorio en sus ojos marrones.

  Al final de la jornada Andrés comprobó que Kelly tenía mucha razón. Los dos chicos eran buenos músicos y estaban bastante sintonizados con lo que Andrés quería mostrar a través de sus canciones y su forma de vivir. Kelly estaba contenta, pues sabía de antemano que la música para él era una puerta de fuga.

  -¿No tienes miedo, Andrés? le preguntó mientras estaban sentados en una banca del parque.

  -Me da más miedo vivir- le contestó mientras buscaba su cuaderno de anotaciones en su morral.

  -Andrés, te hablo en serio. He visto cómo te entregas a la música. Yo sí tengo miedo de perderte para siempre- nuevamente su voz fue premonitoria. Un viento helado los arropó y algunas hojas secas cayeron sobre el suelo desnudo.

  -Tranquila Kelly, nada peor puede ocurrir - le dijo. Luego el silencio se hizo denso con la noche.

  Durante un buen tiempo las cosas iban bien entre Kelly y Andrés. Las cosas con su mamá también habían mejorado bastante y con el grupo todo iba a pedir de boca. Había sido el mejor momento de su vida. Todos los días se levantaba temprano para hacer las cosas del hogar y luego poder dedicarle tiempo a los ensayos con la banda; pero siempre habrá piedras en el camino y lo mejor sería no arrastrar los pies como decía su mamá.

  Pasaron unos cuantos años. Todo marchaba bien. Había hecho una docena de buenas canciones y ya estaban preparados para grabar un demo casero y comenzar a tocar algunas puertas. Ya tenían reconocimiento local. Habían ganado un poco de dinero y con ello Andrés realizó algunas mejoras en la casa, pues había cosas deterioradas que ya necesitaban una mano de pintura o construcción. Su madre se alegró mucho cuando los obreros mejoraron el techo. Después de las reparaciones, la casa volvió a estar en completa calma. Volvieron a estar a solas con sus propias cavilaciones a cuestas.

  Tres semanas más tarde, Kelly lo encontró encerrado en el cuarto, tocando tristemente la guitarra. No tenía buen aspecto por la impresión del rostro de Kelly. Había venido a contarle que había logrado un contrato para la grabación del demo. Pero al verlo en aquella condición sólo pudo echarse a llorar.

  -¿Por qué Andrés, por qué? - preguntó en medio de los sollozos.

  -Duele vivir Kelly, tú igualmente lo sabes - respondió a manera de murmullo.

  -Leonor está aquí, quiere saludarte Andrés - dijo Kelly.

  -Lo siento mucho, no quiero ver a nadie hoy- dijo con la voz cortante y fría.

  -No hay problema Andrés, trato de entender cada cosa que ocurre a tu alrededor –dijo Kelly frunciendo el ceño.

  -Tranquila, más tarde nos vemos – dijo y ella lo entendió sin ningún reproche.

  Kelly nunca podrá imaginar toda esta tristeza que él llevaba por dentro. Tal vez las cosas eran mejor así. Luego Andrés fue a echarle un ojo a su mamá. Estaba hablando con su hermano Benjamín. Se le notaba un poco más despejada. El tío se percató de la presencia de Andrés y le habló con voz pausada:

  -Hey Andrés, eres un caso perdido viejo. Tal vez sea tanta música la que te tiene así - sus palabras resonaron en toda la sala.

  -Tienes toda la razón tío, soy un perdedor - dijo y se quedó mirando las colillas de cigarrillos en el maltrecho cenicero.

  -La verdad siento que te hayas peleado con Kelly. Creo que ella es una buena chica para ti - dijo el tío Benjamín.

  -Yo también lo siento – dijo Andrés y luego tomó un hondo respiro.

  Subió a su cuarto. Guardó la guitarra y recogió algunas cosas en un morral. Un cepillo de dientes. Una camiseta. Un par de discos compactos de Jimmy Hendrix. Luego bajó las escaleras y se fue a despedir de su tío y de su mamá. Le dio un beso en la mejilla, no pronunció una palabra. El tío Benjamín le abrió la puerta para que saliera.

  Cuando salió a la calle, se quedó petrificado por unos minutos. El frío era cortante como cuchillo de carnicero. Andrés se quedó allí hasta que estuvo convencido que su mamá y su tío iban a estar mejor sin él. Tal vez era lo que todos pensaban cuando dejaban abandonados sus sueños sobre el piso, pero verdaderamente estaba impulsado a conocer mejor el mundo más allá de estas cuatro paredes.

  Fue a casa de David y allí logró pasar la noche. Antes de acostarse organizó las pocas cosas que trajo consigo. Era un cuarto bastante pequeño, pero cualquier grieta en el mundo era su mejor guarida. Empezó a preguntarse por Kelly. Cómo iba a reaccionar cuando se enterara que arrojó todo por la borda. A fin de cuentas, era el vivo retrato de su padre. Un cobarde que escapaba cuando presentía el primer apretón que le iba a propinar la vida. Había en el cuarto un olor intenso a cigarrillos mojados, era sofocante. Pero se tranquilizó de inmediato. Se fue durmiendo poco a poco; estaba muerto del cansancio. Cerró los ojos para darse fuerzas. Luego apagó la luz y se cubrió el cuerpo con una sábana delgada. No supo en qué momentos comenzó a soñar con su papá. Estaban juntos en un viejo parque de la ciudad, reían como si nada malo hubiese ocurrido en el mundo. Hasta que de repente vieron un globo rojo elevándose por el cielo y luego sólo fue un punto indescifrable en el azul infinito de aquel firmamento lejano, bajo el cual sólo existían su padre y él como dos animales invisibles, llenos de temores por enfrentar un mundo que giraba veloz y sin respiro.

 

®Robinson Quintero

 

 

 

 

''El frío del adiós'' ® Silvia Arteaga


 Seré tu sombra! —dijo con voz quebrada, y prosiguió...—no lo seré para nublar tu camino, más bien para resguardarte del sol ardiente de la envidia y la soledad, pues son dos compañías que cegan la vista y queman lo profundo de la piel.

—No me interesa, sabes que, en este encierro nada agradable, todo es igual, día con día la misma gente, la misma conversación, las mismas faenas. ¡vete, sal de mi vista, respeta mi espacio y déjame solo! —respondió el joven bruscamente con altivez.

Con su calma a cuestas como único escudo contra la indiferencia mal encaminada del joven frustrado en su dormitorio, le indicó con amor, pero en voz baja:

—¿Sabes? No me haría lo suficientemente fuerte para poder seguir escuchando, sintiendo y tolerando tu indiferencia. Pero es verdad que me volverá contra ti seguir siendo tu sombra y cuidando de tu andar, el acompañar tu caminar en esta difícil tarea de crecer entre cuatro paredes amarrado a una pantalla y sin poder vivir libremente, toda tu existencia se ha convertido en un juego de video, pero esta vez no eres el que puede tomar la batuta y salir airoso del combate.  Este enemigo no se ve, es totalmente inmune a tus disparos de mal humor o tu mal genio, eso debes comprenderlo.

El chico se acomodó bruscamente en la cama, elevó el sonido de la consola de juegos y siguió jugando sin voltear o decir palabra, intentaba desesperadamente retraerse de aquella conversación que ahora era un monólogo que había escuchado tantas veces y que ya no hacía efecto en su ser.

—Me estas entendiendo, creo que fuerzas un silencio gélido que duele, creas una muralla que se levanta entre el miedo, el hastío y el desinterés por lo que necesito conversar contigo, entonces, escucha bien porque mi propósito de vida no será jamás fastidiar el momento, es más... —dijo colocándose frente a la pantalla para llamar la atención del muchacho y expresó con todo su ser—porque eres mi debilidad, porque soy parte tuya y porque tu vida es reflejo fiel de la mía, debo seguir siendo tu sombra. Aunque a tu lado ya no respire, no sienta o no coma.

Un escalofrío recorrió la espalda del chico, quien al momento se incorporó de la cama, habían cambiado los papeles, los roles y las palabras. Se escuchó entonces un extraño silencio entre ambos, sus ojos se encontraron, pero no había expresión, fue un instante de esos que cuelan la sangre y la hacen correr con mayor fuerza.

Ella, firme en su entereza, se toma el pecho para soportar el dolor de la tos seca y sabe que su temperatura está en aumento. No entiende, pero supone que se contagió del virus, no sabe cuándo ni cómo, pero su cuerpo sucumbe ante la infestación del bicho dentro de sí. En su condición complicada de salud, sabe que, si es lo que supone, el tiempo se acabará muy pronto.

El muchacho no se da por enterado pues apenas ha volteado para verla, cree que como siempre debe ser una patraña para llamar su atención y causar una reacción emocional que en este momento no está dispuesto a expresar. No quiere ser cariñoso, aunque muy en su interior lo poco del niño que aún guarda en su memoria está tirado en el suelo haciendo un berrinche porque necesita los brazos de la madre a su alrededor.  Pero el joven está en esa edad en que no necesita palabras dulces porque se sabe fuerte y valeroso, lo demuestra retando en las pantallas y también cuando gana juegos contra otros que no ve, no conoce y no puede imaginar, sus compañeros de batalla por medio de la pantalla son tan abstractos como su atención del momento.

Ella se retira despacio de la habitación cerrando tras de sí la puerta con delicadeza, en ese momento por su memoria bailan miles de escenas con recuerdos de la infancia, de las penas, de los sacrificios y de lo mucho que sembró esperanza, atención, cariño y amor en aquel pedacito de su ser que llegó a sus brazos hace ya quince años.

 

Él, un joven férreo en su indiferencia. Se olvida de su precedencia, se sabe fuerte, grande y cree tener el mundo en sus manos para siempre. La pandemia ha venido a reforzar su aislamiento, su ingrata soledad pesa sobre sus hombros, pero no logra encontrar una razón para cambiar de actitud, total, apenas y puede pasar un día más encerrado en casa sin volverse completamente irascible.

El camino, el mismo. Ambos buscan la paz interior, la concordia y una sana convivencia que ha quedado en el olvido, pero que en algún momento de su existencia pudieron compartir con abrazos, besos y palabras amorosas que alimentaban la autoestima de los dos.

El destino, muy distinto. Ella comprende que de ser verdad lo que sospecha, el tiempo que le queda no le será suficiente para evitarle al joven un presente amargo que elimina del panorama un futuro provisorio. Ella no será más una molestia, pero definitivamente se convertirá en su sombra, con mayor poder de acompañarle en su camino e interceder por que su destino no sea tan cruel.

La carne y la sangre se encuentran del todo compartidas. El joven es la viva imagen de la madre, se parece tanto que tiene expresiones y gestos que a lo lejos lo hacen parecerse más a su madre. La sangre obliga a no claudicar, porque el apellido paterno no conoce, pero el materno lo respalda, aunque no lo valora por el momento. Cree que es independiente y buscando la soledad podrá salir de su frustración de no lograr destacar en lo que le gusta, actuar.

El amor, dividido en un solo palpitar. En esta circunstancia no hubo mayor comunicación, ni verbal ni física, en aquel rompimiento de generaciones solamente un latido se escuchaba como queriendo salir del pecho que le atrapaba. Un lastimero latido que se agilizaba por la dificultad de respirar y llevar oxígeno a todo el cuerpo.

Dos intensiones encontradas, ella queriendo recuperar un reconocimiento a su calidad de madre, él deseando olvidar que aquella mujer con salud endeble le obligaba a estar en casa sin razón aparente, pues el dichoso virus no había llegado aún a ninguna vecindad y era por demás tener que quedarse en casa cuando muchos de sus amigos salían como si nada.

De pronto eran solo dos intereses diferentes:     Ella,  viviendo, luchando,  pero sangrando

olvido e indiferencia por su piel. Sabiendo que el tiempo se limitaba y que sin palabras la despedida debía ser ingrata, cosa que no creía merecer.  Él, hundido en su silencio muriendo lentamente sin su corazón escuchar, sin su sentir entender, sin su lugar ocupar, sin su amor entregar, sin su gratitud expresar perecía quizá mucho más rápido que la mujer, estando sumido en la indiferencia sin percatarse que perdía su alma en busca de su empresa.

El cielo de nuevo se ilumina. Ella recostada sobre su lado izquierdo de cara a la pared no se ha levantado hoy a hacer de comer. Él, desganado, desvelado y con el estómago vacío refunfuña desde la cocina exigiendo su alimento sin pensar un instante en ir a ver a su madre que desde su aposento no responde.

El sol quema como ayer, el viento seco se apodera de la cocina moviendo la triste cortina que cubre un poco la mugrienta ventana que no se da abasto para dejar entrar la frescura de la mañana.

Ella se fue orando por ser sombra. Entendida que cuando todo termina nada podría hacer para evitarlo. Simplemente la tristeza enjuagó su desencanto, la soledad atendió su sofoco y su indiferencia marcará su presencia al momento de descubrir que ahora si esta totalmente solo en esta vida que le pasará la factura de sus acciones.

Él camina sin saber que cada paso encarna una espina y cada palabra no dicha fue como la espada en el costado que desangró el amor de madre quedando derramado en aquellas paredes que mudas presenciaron el mal trato, el abuso y la inconsciente actitud de un muchacho contra la vida, contra su circunstancia y con su deseo desesperado de ser, logró herir a aquella mujer hasta sangrar.

Distancia, silencio e indiferencia. Aun sabiendo que el tiempo pasaba, que la madre nunca de su cama se levantaba tan tarde en el día, no quiso asomarse para investigar si algo pasaba o si podía ayudar. Se limitó a gritar, exigir y malhumorado regresó a su dormitorio, cerró tras de si la puerta con fuerza incalculada para que su madre de miedo temblara, pero no hubo respuesta alguna.

No existe retorno, sombra y sol juntos sin lograr encontrar un equilibrio. Ella se fue siendo sombra, él se quedó siendo sol que brilla a fuerza de violencia y frustración.

El sol que da vida proyecta la sombra de la madre que ha partido sin poder gozar de una despedida digna.  El viento que da frescura se ha llevado las palabras de la oración con pasión expresada antes de partir, pero él es demasiado joven para entender y cuando se percate de su partida no se sabe cuál será su reacción.  

Cada uno por su lado, ella por él ha orado y él embebido en su interior, se ha quedado tan solo envejeciendo cada instante en lo suyo. Solo el tiempo mediará. Solo la vida enseñará al muchacho y quizá ella si logrará que sombra y sol se puedan en un momento dado encontrar.

La pandemia ha llegado a casa, ella se va envuelta en una fría bolsa con ángeles vestidos de blanco que su rosto no demuestran. El joven queda desolado, solo y no encuentra sosiego a su pena y a su congoja. Con apenas quince años, la vida ya dio mil vueltas al sol, su corazón se secó antes de degustar el amor verdadero, su rostro dejó de sonreír hace tanto que las mejillas huesudas están rígidas, sus ojos perdidos por la droga no logran encontrar el camino a la realidad.

El virus mortal destruyó una relación inconsciente que nunca debió ser, se llevó un ser que vivió para servir y dejó un ente que no sirve para vivir. Sin embargo, la sociedad continúa con su afán de ser lo que se pueda, de tener lo que se logre y de vivir en confinamiento, donde entre paredes y ventanas cerradas se viven historias diversas entre personas poco humanas y aquellos humanos que son mucha persona, unas con lástima describen lo sucedido, otras ni siquiera han leído la noticia pues en los diarios los títulos son muy parecidos. 

La pandemia ha cambiado el mundo, ha logrado sacar lo peor del ser humano y quizá la deshumanización sea el peor de los males, un virus que desintegra a los hijos antes de matar a sus padres de pena.  

Así se observa el funeral de la mujer que se ha marchado sin servir la cena, a los costados se encuentran dos enterradores, todos cubiertos de pies a cabeza. Un ejecutivo del cementerio para testificar su entierro y a lo lejos, tambaleándose de un lado a otro, se asoma un joven con los ojos rojos, no del llanto sino del desencanto, con el corazón seco, no de tristeza sino de indiferencia, con las piernas débiles no de congoja sino de abandono, con las manos sueltas no de recuerdos sino de presente.

Como sea, esta historia se repite, quizá en casas de buena familia, quizá en chozas de la comuna, pero son un reflejo de lo que la humanidad ha dejado partir, la voluntad de cuidar del otro, de amar y de educar.  Sin esas actitudes urgentes, la pandemia será solo el inicio de la autodestrucción humana. Una destrucción que se hace cada vez más cercana y que a millones de seres deja huérfanos de valores y futuro.

El virus del Covid 19, la pandemia del siglo XXI. Una cruel realidad que sería muy bueno que se quedara como historia fantástica de terror, pero que para muchos es un vivir antes de morir.  La muerte ya no es la causante de la destrucción, es solo una observadora, para muchos llegará sin aviso, para otros arrebatará sin permiso, en fin, es la crónica anunciada por generaciones que descuidaron la educación, los valores y la entrega sincera entre padres, hijos, hermanos y amigos,  es el frío adiós, con eco de soledad, con aliento desmesurado de congoja, con gritos desesperados por el tiempo perdido y con desafiantes presentes que no llevan a ningún futuro cercano.

—Es un muchacho, ¡avisen a la patrulla!—se le oye gritar al hombre repartidor del periódico matutino que ha tenido que parar en seco su moto para no pasar encima de aquel cuerpo en medio de la vía.

—¡No hay nada que hacer!

―¡ya está muerto!

―¡No lo toque, puede haberse infestado del virus y morir ahogado!—murmuran los mirones que han llegado a hacer un círculo alrededor del cuerpo inerte.

—¿Alguien le conoce?―dice una señora muy preocupada que busca entre los presentes algún familiar, algún amigo o quizá algún conocido del muchacho.

―¿Sabe alguien si vive por acá cerca?―pregunta un hombre de mediana edad que ha parado su camino hacia la oficina y quitándose el saco se ha acercado para saber si es algún joven que frecuentaba aquella calle a la hora en que todos iban a su trabajo.

―¿Le han visto por los alrededores?—suplica el bombero a todos los presentes, que ahora son muchos más que al inicio de su llegada, antes de cerrar la bolsa de polietileno.

Nadie responde, nadie sabe, todos admirados de observar cómo un joven ha caído muerto por el virus en aquella calle concurrida que lleva al centro de la ciudad. Nadie lo reclama en la morgue y al cabo de unas horas le colocan en una fosa común, con muchos otros cuerpos sin identificar.

La pandemia no da tregua, ni tiempo para recapacitar. Los que se van no regresan y los que han vivido sin existir se van sin decir adiós al morir. Este mundo está cambiando, pero el ser humano no termina de aprender que es mejor vivir y querer que sobrevivir y olvidar. El olvido es el jinete que cabalga sobre la muerte en medio de la virulenta plaga, el anonimato impera y la violencia sale cada día a hacer de las suyas entre las paredes y las ventanas que encierran a todos los que en un día pudieron hacer algo por cambiar la ruta de la destrucción.

Al caer la bolsa pesada sobre los demás cadáveres se ha escuchado un sonido sordo, dicen los enterradores que es el alma que quedará en pena por el cementerio hasta que haya purgado todo el mal que hizo en vida.  Así la historia se convierte en un comentario de boca en boca, en un sentimiento que da miedo a los más emotivos y risa a aquellos que sin sentido han eliminado de su ser lo humano que les hacía diferencia con los animales del barrio.

            ―Quizá no todo esté perdido. Doña Estelita, la maestra de la escuela dice que muy pronto podrán los niños recibir sus tareas en casa, que todo esto será pasajero y que la escuela volverá a dar las clases perdidas.―se le escucha decir a una de las adolescentes que tiene en brazos a su pequeño hijo de tan solo cuatro meses.

―Pero ¡qué dice usted jovencita! se ha dado cuenta acaso que todo esto de la pandemia, la violencia, la corrupción, la pobreza y la desigualdad humana es para mucho más tiempo, ¿acaso cree que cuando su bebé aprenda a hablar será porque le enseñaron en la escuela? No, esto es el fin del mundo niña, se ve venir cosas peores. Mejor regrese a su casa, que seguro su familia la espera con preocupación porque sacar así a su bebe a plena calle es exponerse ambos al virus. Regrese y por vía suya, eduque bien a ese hijo si no quiere que un día sea usted o él, quienes estén metidos en esas bolsas oscuras y sean enterrados con tantos que no se dieron la oportunidad de cambiar su existir.―dijo la anciana que vendía panes en aquella esquina.

Si algo ha aprendido el ser humano, es a decir un frío adiós a lo que ya no valora, con la crueldad a flor de piel y la indiferencia como recompensa.

Entonces, miles de gemidos se escucharon, el sol se escondió y la brisa se convirtió en un viento huracanado.  Imperaba el frio del adiós. 

 

® Silvia Arteaga