sábado, 31 de octubre de 2020

''Deuda saldada'' ® Zacarías Zurita Sepúlveda


 Tal como había ocurrido los días anteriores, la carnicería estaba llena. Era algo poco habitual teniendo en cuenta la personalidad de su dueño, pero desde la llegada de Esteban, el nuevo ayudante, parecía que la gente necesitaba ir allí. Algunos lo hacían por la necesidad de abastecerse de carne, mientras otros daban la impresión que solo querían escuchar las historias y bromas del forastero. 

El miércoles, Domitila, la mujer más anciana de Colbún, preguntó por Don Pedro, el dueño del sucucho. Aun cuando era odiado por todos dada la forma tosca y bruta que tenía para tratar a la clientela, generalmente no se ausentaba por más de tres días sin informar. Lo echaban en falta desde el mismo lunes en que no se presentó, pero hasta cierto punto, poco les importaba. En efecto deseaban ser atendidos por Esteban, quien siempre tenía alguna respuesta graciosa. Se comenzaban a acostumbrar a sus intervenciones.

—¿Y su patrón que no está?

—No he sabido nada de él esta semana. Usted sabe que no se le puede preguntar nada o se molesta. ¿A quién toca atender? —dijo mirando atentamente a la clientela

—A mí

—Bueno mi caballero. Usted me dirá que necesita.

—¿De que es ese osobuco? Necesito cinco cortes—carraspeo apuntándolos con su raquítico índice.

—Mire, prefiero serle sincero y avisarle de antemano. Este osobuco que usted ve aquí, sólo va a servirle para caldo. —Dijo mientras colocaba en la vieja y desvencijada balanza los cortes que le habían solicitado. —Aunque no lo crea, es de la pierna izquierda de ese viejo condenado. Nunca había escuchado a alguien chillar tanto por una pierna. Pero si te queda otra, para que armar tanto problema le dije. Y como es porfiado, no me quiso escuchar y siguió chillando.

Todos en la carnicería, estallaron en risa.

—¿De qué se ríen? —prosiguió, mirando seriamente a sus comensales.

—Esteban, todos conocemos a Don Pedro y lo malo que es el mentado fulano ese, pero también sabemos que hay que tener agallas para matar a un hombre y venderlo trozado en su propia carnicería. Ahora menos bla bla y dame el bendito osobuco. Y si tarda mucho en cocinarse probablemente te crea. Imagino que, además de dura, su carne debe ser amarga.

Todos volvieron a reír.

El día jueves, tal y como había sucedido los días anteriores, la carnicería estaba llena. Nuevamente no se había presentado el controvertido dueño.

—La carne de esta semana no es la de Don Pedro—Dijo Rogelio aquella mañana mientras esperaba su turno para ser atendido.

—¿y por qué pone en duda lo que le digo?

—Es que la que compré ayer, no estaba ni amarga ni dura—Todos los compradores rieron incluyéndole a él—Ese viejo debe tener las patas duras y con callos, ni parecido a lo que nos vendió. —Todos rieron nuevamente.

—Es de él. Se los prometo. Además, tal como ya se los he dicho durante toda esta semana, —dio un golpe con un machete a un trozo de carne para partirlo en dos—de no llegar don Pedro, mañana será el último día que funcione el local; yo me iré. No tengo nada que hacer aquí.

—Esteban—intervino Doña Amalia, sentada en un sillón a la entrada del local abanicándose con un periódico—usted ha sido el mejor de los vendedores que ha tenido este señor. Además, si no vuelve, ¿por qué no se queda con la carnicería? Él no tiene hijos, al menos eso es lo que ha dicho, y hay muchos que lo buscan para saldar cuentas, así que es probable que no regrese. Incluso, ¿Sabía que se rumoreó un tiempo que vendía carne humana que compraba en la morgue de Linares? —la anciana se persigno con los ojos cerrados—por suerte eso no era cierto.

—No se comprobó—dijo Dolores—que es muy distinto. El comisario hizo una inspección, pero fue imposible corroborarlo.

—Pero como iba a encontrar algo si le había pagado por su silencio—Habló desde un rincón Don Enrique, dueño de la taberna del pueblo. —Al menos eso era lo que comentaban los policías que trabajaron en la investigación cuando se les pasaba la mano con el vino. Estando borrachos, contaban la historia completita. Por ejemplo, ¿Se acuerdan cuando descuartizaron...

—Bueno, bueno… ¡Suficiente! —Interrumpió enérgicamente Esteban—debo terminar de vender lo que me queda hoy y preparar lo que tendremos mañana. Y tal como les he dicho, de no volver Don Pedro, mañana será el último día y se cerrará el negocio para siempre.

—Esteban, no haga tal de irse. De seguro no volverá. Ya lo hizo en Longaví. Allí debía dinero y, para no ir a la cárcel, se vino para acá con otro nombre… Al menos eso dicen por allá. Además, como tiene sobornada a la policía no le pasa nada… usted sabe, pueblo chico…—espetó Olegario gesticulando un par de muecas.

—Creo que lo meditaré hoy con la almohada. —Volvió a dar otro machetazo a un trozo de carne que luego envolvió en diario antes de colocarlo en la balanza,

Cuando el reloj marcaba las 14:21 hrs, Esteban bajó la cortina del local, y se fue silbando una cumbia ranchera directo al cuarto donde se despostaban los animales. Dejó los cuchillos y el machete en el lavadero donde procedió a lavarse sus ensangrentadas manos.

—Le haré caso a la gente Don Pedro. La deuda que tiene conmigo quedará saldada con este local.

 —Dijo el muchacho mirando al hombre que estaba tirado y tapado con sacos en un rincón del cuarto.

El viejo era solo un tronco sin piernas ni brazos. Además, Esteban le había arrancado la lengua y la mandíbula con el machete ese mismo día en la mañana. El mutilado y amorfo hombre solo emitía sonidos guturales desde un charco de sus propias fecas y orina.

Esteban, tranquilamente, lo subió al mesón de cortar sin dejar de silbar su melodía, sacó el cuchillo más grande del lavadero y, sin siquiera limpiarlo, lo afiló con una gran piedra que cogió de un estante. Cuando acabó, luego de observar el filo, miró a los ojos llorosos del viejo quien parecía conocer anticipadamente su final y, sin mayor remordimiento, deslizó el cuchillo suave pero profundamente sobre la garganta del hombre, cortándola con la facilidad que se corta un pollo cocido. Mientras lo hacía, acercó su oído para escuchar el leve sonido que se producía al tajar la carne. Entre los casi imperceptibles ruidos del respirar y el burbujeo de la sangre en la tráquea que estaba completamente abierta, lo miró como se le escurría la vida lentamente.

—Sabe—le dijo al agónico hombre—finalmente no somos tan diferentes. Lo que la gente llama remordimiento es un término inexistente para ambos. Lo que se hereda no se hurta dijo mi madre cuando me habló de usted. Al menos pudimos conocernos al final de su vida, en su agonía, pero aun así me niego a llamarlo papá, ya que es algo que le queda muy grande.

Encendió un tabaco que había preparado mientras veía a su padre agonizar, y le sonrió asintiendo con la cabeza en señal de un adiós que sólo él comprendió.

Al cabo de 2 horas, no había rastro de Pedro.

Esteban se limpió la sudada frente con un paño ensangrentado y se dirigió al mesón de atención, cogió papel y lápiz y escribió con letra clara: Mañana huesos para caldo y carne molida.

Salió hacia la calle y pegó el papel en la puerta con una cinta que había encontrado en el cajón de la máquina registradora.

—¿Eso quiere decir que no te irás? —Le preguntó Olegario desde enfrente, quien descansaba en la entrada de su casa en una silla mecedora portando un sombrero de ala ancha.

—La verdad es que no.—Respondió, e inmediatamente quitó el cartel que decía: viernes último día de atención.

—Tienes sangre en la frente—dijo el hombre apuntándole

—Es de Don Pedro. —respondió Esteban sin siquiera hacer el más mínimo esfuerzo por limpiarse.

Dicho esto, entró al local dejando atrás las explosivas y espontáneas risotadas del anciano quien encendía un cigarrillo con su último cerillo.

 

® Zacarías Zurita Sepúlveda (Valparaíso, Chile)

viernes, 30 de octubre de 2020

''Todas son iguales'' ® Fabián Gutiérrez


-!Pinches viejas!

Así musitaba Juan mientras inclinaba el cubilete adentro de su boca. Lo decía en voz baja, como rezando, pero todos sabemos, en este distante pueblo en un rincón olvidado de México, qué es lo que un hombre ebrio dice, a las 2 de la mañana, bajo las luces de un congal.

—¡Todas son iguales, jijas de su chingada madre!

Las bobinas rojas iluminaban con su luz escasa la faz de las botellas, el tímido fulgor se esparcía por la cara de los asistentes como una herida sangrante. Detrás de ellos, la sinfonola repetía, desde una esquina oscura, una canción de amor, un clásico entre los desairados desde la voz de un ilustre cantante.

—¡Todas, amigo! ¡Todas! Yo por eso ya dije, me voy a beber mi dinero y voy a hacer lo que me pegue mi pinche gana. ¡Voy a tener todas las viejas que yo quiera! ¿Pa’ qué ser de una, si al final todas son unas harpías!

—¡Así es, amigo! Por eso, mejor… ¡salud! ¡y que uno sea de todas!

Juan había llegado solo a ese sucio antro, al margen de la carretera, pero bastó una botella y un par de canciones para hacerse de un acompañante; alguien que, al ascenso de la noche y el alcohol, ahora era ya un amigo, un hermano del dolor.

—¡Uy, y si le contara! Fíjese que aquí venía una niña, güerita ella y de ojos claros como manantiales. Dicen que era hija de gringos, pero que se la robaron y pues terminó aquí la chamaca. Pa’ pronto que llegó un señor, de charol y corbata, que venía desde andenantes que llegara la chamaca, era cliente, pues, pero se enamoró de la niña. Bueno, este señor le traía joyas, vestidos, regalos, y en luego que se la lleva a vivir para su casa.

—¡Qué noble, en serio!, ¡qué noble!

—Sí, oiga, porque eso de recoger una piruja no cualquiera. Pero ahí al rato, antes del año, otra vez la chamaca ya andaba por acá. Que dizque porque el señor le pegaba.

—Es que estaba niña, ya ve que luego hay que educarlas.

—¡Ándele! Ora, pues, que en veces se aparecía el catrín a buscar, de nuevo, a la muchachita, y le pedía perdón y le lloraba. Ahí, mire, ahí en esa puerta se hincaba el joven a pedirle que volviera, humillándose el pobre, con la cara toda colorada del llanto.

—¡Es que somos unos idiotas cuando estamos enamorados!

—¡Pero espérese, espérese! ¿Va usté’ a creer que la niña no se quiso regresar?

—¡Jija de su madre! ¡Malagradecida! ¡Todas son unas pinches malagradecidas!

El grueso brazo de una mesera arisca se atravesó entre los dos amigos que se contaban historias de desamores, anécdotas amargas que sólo pueden ser narradas en voz baja. Sus cabezas se despegaron y tomaron aire, ya veían mareado. Juan atrapó de un zarpazo el vaso de licor que acababa de llegar, el amigo narrador había perdido la elocuencia debido al infragante escote de la moza que acercó la botella.

—Buenas noches, niña. Vente pa’ca, te invito una copa… A ver, pues, vamos para allá. Orita vengo, amigo, voy a atender a la niña. ¡Salud!

—¡Salud, amigo!

A su despedida, Juan recobró conciencia de aquel oscuro y maloliente tugurio. El lugar estaba casi solo. Algunas cuantas mesas yacían ocupadas por algún errante que habría llegado de lejos y se había ahogado en su propia soledad, quedando embarrado en la mesa, como un difunto mugroso.

La vigilia le estorbaba a Juan, le urgía llegar pronto a la inconciencia, a aquellos territorios donde el dolor se vuelve imperceptible, entonces levantó la mano y una señorita con visibles señales de hartazgo le acercó otra botella de aguardiente, misma que apresuró hasta la garganta y bebió a largas arcadas.

La hora más densa de la noche había llegado, el humo de los cigarros empañaba los ojos. Afuera las nubes tronaron. El lugar se había quedado espontáneamente solo, como si a todos se los hubieran tragado. “Ya estoy muy borracho”, pensó Juan. Se acomodó sobre la silla, colgó los brazos y, estando al filo del sueño, una tenue voz le habló a su lado.

—Buenas noches. Invítame un trago, ¿no?

Juan volteó, o más bien dejó caer la cara, hacia aquella voz algodonada. Era una damita delgada como un cáñamo, de blancos brazos largos delicadamente delineados.

—Ora, pues, pídete algo.

Si algo odiaba Juan desde el ardor de sus entrañas era estar solo. Aquella súbita compañía le había recargado el temperamento. Sentía el pecho doloroso, mas todos en este pueblo saben que cualquier dolor se vuelve sostenible cuando se está acompañado.

La compañía era graciosa y Juan nació con la maldición de la virilidad indomable. Mientras los tragos avanzaban, la señorita adquirió soltura; hacía calor, se quitó la pañoleta y Juan comenzó a fantasear las curvas de sus senos, como si estuvieran esperando sus manos ebrias debajo de la larga blusa negra.

—Pero vamos para atrás, a los privados, para que estemos más a gusto.

Un solo trago hizo falta para que el deseo de Juan saliera expulsado de su boca.

—Vamos, pues.

En estricto apego a su labor, la muchacha accedió.

Una bombilla salpicaba su ligera luz purpúrea dentro de aquellas sucias paredes. El “privado” era una suerte de cartón, láminas y una cama vieja con diversas manchas verdes. Toda la elegancia de aquel sucio cuartucho se resumía en un viejo candelero al centro del tocador y un gran espejo al costado de la cama, un detalle que a los clientes les encantaba. Afuera comenzó a llover.

De pronto el dolor atacó de golpe el pecho de Juan, el recuerdo de su desaire, por lo que se enterró la botella hasta el fondo de la boca y, con aliento putrefacto, se arrojó a los labios de la cortesana, restregándole la lengua en la cara.

Mientras Juan le arrancaba del cuerpo la ropa, aquella señorita comenzó a urdir azarosas preguntas, ya con la intención de hacer una experiencia elocuente para el cliente, ya por la necesidad de postergar el acto todos los segundos posibles.

—¿Y qué andas haciendo por aquí, tan borracho?

—Vine a olvidar a mi mujer.

—¿Pues qué te hizo?

—Es una pinche puta.

Echada boca arriba, la dama expelió una contenida risita, un ligero meneo de hombros cual burla encubierta. Había un severo aroma a sudor seco, a podredumbre, a cadáver, pero la necesidad y la embriaguez impedían que el uno y la otra se percataran de ello. Juan mordió con desesperación los pechos de la muchacha mientras se jalaba el pantalón por debajo de los zapatos, dejando un rastro de baba alrededor de su torso. Ella volvió a preguntar:

—¿Por qué puta?

—Hace dos semanas me cachó mi mujer que me metí con una de sus primas. En venganza, se fue a vivir con uno de mis amigos. Yo le expliqué bien clarito que andaba borracho y que nomás fue una aventura, que ni estaba pensando. Dizque me había perdonado, pero se la pasaba con su pinche jetota, reprochándome que de seguro ya me andaba acostando con otra. Se volvió pinche loca. Pos un buen día llegué de trabajar y ya no estaba, nomás me dejó recado que se había ido de la casa, que ya no quería saber nada de mí. Se fue a vivir a casa de mi compadre. Yo ya me imaginaba que algo se traían, desde antes me daba cuenta que ella le sonreía mucho. ¡Se enamoró de mi amigo! ¡Yo no me enamoré de su prima! ¡Clarito le expliqué que andaba borracho, nomás fue una pinche revolcada! ¡Pero ella sí se enamoró! ¡Pinche puta! ¡Es una pinche puta!

La muchacha levantó las cejas e hizo una mueca rara.

El gesto se le desfiguró a Juan mientras narraba el suceso. Le salían arrugas y le espumaba la saliva por la comisura de los labios. Era una sucia mezcla entre furia y llanto. Entonces arrancó de un solo manotazo la ropa interior de la muchacha, quien recibió con un gemido ahogado, como de puñalada mortal, la embestida de ese animal rabioso que Juan era esa noche. Debajo de él, una muchacha blanca miraba la lluvia a través de la ventana mientras era penetrada.

Pero Juan detestaba, odiaba tanto o más la soledad que el desaire, y el hecho de estar estrellando su sexo contra el cuerpo de una mujer que no hablaba ni decía nada con la cara le parecía deleznable. Entonces jadeó algunas palabras con la pura intención de no sentirse solo.

—Oye, ¿y la chamaca esa que vivía con el catrín?

—Aquí trabajaba.

El sudor le caía desde la frente hasta la cara de la muchacha.

—¿Y luego?

—¿Luego qué?

—¿Pos qué le pasó? ¿Sí se regresó o no?

—No.

—¿Por qué?

—Murió.

Los fierros debajo del colchón chillaban entre las acometidas y las palabras. El olor a descomposición se acrecentaba.

—¿Cómo se murió?

—Aquel hombre, el catrín según tus palabras, insistió hasta la locura. Como ella estaba bien aferrada a su decisión, prefirió la escoria de este lugar que aquella jaula de oro donde se la acababan a golpes, le pidió al patrón que le negara el acceso a su marido, quien cada vez armaba mayores escándalos, borracho, cada vez que venía a verla. Pero se volvió loco. Y en su locura llegó una noche, disfrazado con gafas oscuras y barba crecida; entonces se acabó las botellas y se trajo a la muchacha casi a rastras hasta esta habitación. Pobre niña. Su único infortunio había sido nacer mujer. Entonces, aquella noche, mientras la fornicaba, el caballero sacó un punzón que escondía bajo sus pantalones, le quitó la vida a puñaladas a quien hacía unos meses juraba amor eterno.

Juan escuchó la historia del suceso con lava en sus arterias. Aquella funesta historia le había encolerizado hasta llenarle los ojos de sangre. “¡Todas son iguales!”, pensó mientras incrementó la violencia con la que, intempestivo, castigaba a la mujer, que ahora ya lloraba. En la ventana la lluvia caía a gotas gruesas, como un llanto gigantesco. Mas cuando un relámpago remoto iluminó el interior de aquel angosto cuarto, Juan volteó hacia el espejo. Y en el espejo vio la que sería su última visión.

Aquella realidad reflejada transgredía todas las posibilidades de la decencia. En el espejo estaba Juan, mas la niña no. En su lugar, Juan copulaba con un cadáver, con una figura humana de piel verde podrida a manchones. Juan regresó la cara, pero allí estaba la niña, mordiéndose el labio para tragarse el llanto. Mas a la luz de otro trueno intempestivo, Juan volvió los ojos al espejo, sólo para constatar que, en efecto, aquella con quien se apareaba no era una mujer, sino un ser sacado de la mismísima tumba, los restos de un esqueleto todo manchado de sangre. Entonces un relámpago golpeó tan cerca como para iluminarlo todo, por lo que Juan volteó sólo para confirmar: la repugnante sospecha: su pecho, sus manos, todo él estaba lleno de sangre, los restos de una mujer, una dama en descomposición con heridas borboteantes yacía bajo su cuerpo. La voz de aquel relámpago ahogo el grito de Juan. Una mano huesuda lo sujetó con fuerza del brazo, como aferrándose desde la otra vida a la venganza, la de ella y la de toda su estirpe.

Hace algunos días fue el rosario de Juan. Lo encontraron, desnudo, ahogado en el alcohol, en el piso de un prostíbulo. Fueron todos sus familiares y conocidos, que no eran pocos. Recordaron a Juan como un gran amigo, una gran persona. La tristeza lo había llevado a tan trágica conclusión. La que fue su mujer estuvo ausente. ¡Pinche vieja! Pensó la mamá de Juan.

 

® Fabián Gutiérrez (Estado de México)

''Tres gritos'' ® Félix Martínez


Mi tierra es de extremos, los soles, sus lluvias y sus vientos nos empapaban, nos secaban hasta quemarnos la piel, nos sacudían como las hojas de los árboles.

Cuando oscurece, todo es negro, tan cerrado que se palpa; y para un niño de siete años que todo dimensiona al doble, la oscuridad da para muchas historias.

Un domingo a las siete de la noche salimos de la iglesia, y contigo al templo vivían mis abuelos, fui a su casa y mi madre le ordeno a mi hermana mayor que pasará a buscarme. Aunque la escuche, no quise salir, quería que fuera por mi, pero ella estaba diferente. Después de tres gritos se fue y me dejo, así que al salir ya no estaba nadie, con un pavor intenso camine en la noche, corriendo las cuatro cuadras que separaban mi casa de la iglesia. Tenía que a travesar un bosque, donde vivía una curandera. Su esposo, un personaje oscuro, serio y amenazador que siempre traía un machete. 

Entre los rumores de los niños se decían que secuestraban para hacer daño. El pasar por ese lugar incluso cuando nuestros padres, parecía que todo se volvía una pesadilla, pero esa noche, no le dije a nadie que me acompañara. Me adentre en las oscuras calles, terrenos solos y al final del arroyo, el lugar de los ahogados que se hacían presentes, pero lo peor era la casa de doña Castula la curandera. Al ir avanzando siempre tenia las luces apagadas, cubierta por árboles y malesa. Escuche los lamentos que me hacían temblar, gire la cabeza para ver a una criatura de estatura baja, a la cual le brotaban granos, su voz distante, con un eco larguísimo que se adhería a mis oídos; quise regresar, grite con todas las fuerzas de un niño indefenso, que no tenía otro recurso, para mi suerte me escucho un vecino que fue a auxiliarme, en ese momento, la criatura desapareció. No logré explicarme a mi vecino lo que sucedió o quizá fue la imaginación de un niño de siete años. 

 

® Félix Martínez (H. Matamoros, Tamps. México)



jueves, 29 de octubre de 2020

''Desperte'' ® Marytrini


Desperté. Con torpeza abrí los ojos porque mis párpados pesan. Mi visión es borrosa, tal vez por el estado de confusión que domina mi mente, pero un destello de lucidez me ha permitido captar que estoy postrado en una cama que me resulta familiar, cómoda, ¡mi cama! Eso me conforta, significa que respetaron mi decisión de suspender la quimioterapia en el hospital trasladándome a casa, el lugar donde quiero pasar los últimos días o quizás horas de vida, no puedo precisarlo, pero si cedo a la debilidad que me embarga. Podría ser esta tarde cuando la muerte me alcance.

Mi padecer es tolerable. Suspendieron las vitaminas y hormonas, pero me suministran medicamentos para disminuir el dolor, las náuseas y la ansiedad. Eso lo aplaudiría pero no puedo. Las pocas fuerzas las reservó para otro momento. Son para el temido gran final. Quiero resistir, luchar por un poco más de tiempo.

Siento frío. Con dificultad observé que la piel de mis brazos palideció y que mis manos tienen motes azulados. Supongo que la sangre pasa lentamente por las venas y no alcanza a calentar mis extremidades, lo que hace que esta frazada que tapa la mayor parte de mi cuerpo no sea suficiente para evitar los escalofríos que me recorren y entumecen.

Mi respiración tan irregular  es superficial e inexistente cuando no tengo compañía. Ahora estoy solo,  y lentamente estoy sumergiéndome  en un profundo sueño, tan profundo que es inevitable el desprendimiento del alma. Me he soltado. Y desde afuera, en otra dimensión, quizá en un mundo paralelo, puedo ver mi amado cuerpo inerte, quieto, como si su encomienda solo hubiera sido servirme, encubrirme, y después dejarme expuesto sin saber qué hacer. No es justo. Con desasosiego decidí posar nuevamente en él y esperar.

La espera fue corta. El final llegó, lo reconocí por una negra vorágine que invadió mi entorno, trayendo con ella un volátil espectro de esquelética figura que avanza hacia mí, ocultando la mayor parte del cuello, cara con capa y capucha, apoyándose sobre una hoz larga e intimidante que carga como estandarte ensartadas almas que gimen y blasfeman. Ya en mi costado, ha acercado su rostro al mío con ojos como el abismo me observa con interés, como si quisiera asegurar que soy yo, encontrar un indicio de miedo. Sí, lo tengo, porque ha extendido un decadente brazo, alzando su mano con un dedo huesudo y largo ha tocado mi cara, bajando por mi cuello que se ha detenido en mi pecho.

Lo sé, tiene la intención de tomar mi alma, y en su avidez ha levantado ambos brazos temblorosamente,  buscando destruir los lazos que me atan al cuerpo y llevarme con él, pero con pensativo desconcierto se detuvo, y en este silencio de muerte solo se escucha un sonido: lup-dup, lup-dup,… ¡Es mi corazón recuperando sus latidos! ¡bombeando sangre!...

Desperté. Mi sentido del olfato permitió descubrir el aroma dulzón de un durazno, sin verlo, adivino que está cortado en pequeñísimas porciones para que pueda tragarlo, seguramente lo colocaron a mi costado con la intención de despertar mis ansias de comer, sí, las tengo, pero si mi miedo a morir por atragantamiento es mayor solo aceptaré que ocasionalmente humedezcan mis labios con mínimos sorbos de agua. Tengo sed.

 

® Marytrini (H. Matamoros, Tamps. México)

''Carne'' ® Miguel Rodríguez Arreola


Respiré.

Traté de calmarme.

Cerré la boca, desvié la mirada y me concentré en mi plato.

Creí que una vez me graduara, tuviera un trabajo y me consiguiera más de esos pasatiempos banales que tenía la gente regular, como asistir al gimnasio o hacer una segunda carrera, mi mente se ocuparía y no tendría que lidiar de nuevo con el hambre.

No, no podía ser un mero deseo. Debía ser una necesidad. Comer es una necesidad, una fisiológica. Si no comes, no nutres a tu cuerpo para que este siga moviéndose. Aunque, era confuso, porque, podías sustituir ciertas cosas por otras y obtener el mismo resultado de nutrientes, o variando las porciones, o variando las vitaminas y otras grasas que se buscaban. Pero, comer es solo completar esta necesidad para seguir viviendo, es decir, comer lo que estuviera a tu alcance, lo que pudieras. Elegir la comida es un capricho. Buscarla sin sentir el estómago vacío es un capricho. Renegar de que no nos gusta algo es un capricho. Desearla es un capricho. La gula es un capricho, y la gula es un pecado, por lo que, si he de ser acusado de algo, debía ser por la gula. Elegir, desear, renegar de la comida, es una necesidad creada, y una necesidad creada, es un pecado.

Yo estaba al borde de la desesperación. Me sentía indefenso, como cuando era un niño. No hacía falta recordarlo, porque estoy seguro de que estaba viviendo lo mismo en estos días. Se me dificultaba conciliar el sueño, y tras dos horas como mínimo de no poder cerrar los ojos, por fin conseguía dormir. A los sesenta minutos despertaba, y tenía que levantar la cabeza y ver hacia la oscuridad de mi cuarto para comprobar que aun era de noche. Al igual que en aquellos tiempos, las largas paredes de la casa de a lado dejaban a mi pobre ventana con la única función de dejar entrar aire fresco, y eso era los días en que la fundidora y el basurero ubicados al otro lado del riel no funcionaban. Aún culpo a ellas por la enfermedad de mi hermano, una víctima más de aquellas enfermedades que te impiden vivir con lo más bello que tiene el ser humano: La posibilidad de elegir. Siempre dejaba la luz del pasillo encendida, pero eso no ayudaba a acostumbrar mis ojos los suficiente, porque, mi mente seguía trastornando todo alrededor. Las camisetas sucias apiladas, eran un montón de pequeñas serpientes que luchaban entre sí, unas encima de otras, por desenredar sus cuerpos unos de otros, o quizás se estaban apareando frenéticamente en una orgía sobre mi sillón. Los viejos DVD en el mueble, eran serpientes que caían infinitamente en cascada, para después arrastrarse por el suelo hasta algún rincón que era inaccesible para mis ojos. Las cortinas, serpientes colgando del cortinero, siseando y meciendo sus cabezas para alcanzar mi sudoroso cuerpo protegido por mis cobijas. La guitarra colgando en la pared, una serpiente gorda que esperaba a que me quedara dormido, para avanzar lentamente y engullir mi cuerpo, iniciando por mis desaseados pies hasta terminar con la maraña de cabello que tenía y me permitían usar en la oficina. 

Pero, ¿Por qué debería asustarme? Eso era hipócrita, porque, ellas eran animales, y yo era lo único que había en esa habitación. Era lógico, natural, que me comerían. En todo caso, yo era el único pecador, el único monstruo.

Y es que, ahí estaba de nuevo, en el comedor del trabajo, en la cafetería a donde iba con mi hermano, el restaurante bar favorito de mi grupo de amigos, en el gimnasio, en la oficina, en los fines de semana, en las noches, en los restaurantes, en cada esquina. En cada silla, había carne.

A veces sentía que no podría contener la salivación, o los suspiros. Era la carne. Era ese pedazo de piel, cartílago, musculo, grasa, hueso. Era esa carne aplastada, oprimida, forzada, apretada, esclavizada, estrujada, apachurrada contra la base de la silla. Carne que se extendía por milímetros, o más jugosa aún, por un par o tres centímetros. Era enervante pensar llevar el tenedor hasta ella, clavarlo en esa blanca y delicada piel, y luego llevar el cuchillo y cortar un pedazo de carne, que debía ser suave y viscosa, que tendría que masticar lentamente para poder digerirla sin atragantarme, y que bajara por mi tráquea, dejando un rastro que iba desde mi boca hasta mi estómago. Deliciosa carne fresca, con un olor celestial, con la textura que debía tener la carne de los ángeles que dios (el que fuera) devora.

¿Porque los humanos somos tan despreciables? ¿Por qué tenemos que pervertir nuestros propios seres, obligándolos a caer en la tentación de las necesidades creadas?

¿Por qué no podemos ser como los animales, sin pensar, sin desear?    

¿Por qué no podemos saborear la carne sin caer en el pecado?

 

® Miguel Rodríguez Arreola (Saltillo, Coahuila, México)

miércoles, 28 de octubre de 2020

''La era de los vampiros'' ® Abigal Vel.


Dime, ¿Qué es lo que más te gusta de Halloween?

Durante esa celebración veras que la noche se volverá más oscura, porque la ausencia del bien brillara más que la luna llena, muchos creemos en los vampiros y en muchas creaturas más, si creemos porque yo los he visto, no son amigables entre ellos pues todos tienen el mismo objetivo: alimentarse de la esencia vital de nosotros los humanos.

Mi abuela solía contar historias, que narraban sucesos de la época medieval, sucesos trágicos, miserables y escalofriantes. Los vampiros llevaban a cabo su festín el día de Halloween, comenzaban atacando los animales de los campesinos, y posteriormente a estos campesinos junto con su familia, en una aldea ubicada en Turquía. Algunos decían que la realeza de la época eran los responsables de estos crímenes, pues el rey Lambert tenía un pacto en el cual, él permitiría que los vampiros se alimentaran de la sangre y vitalidad de sus plebeyos más humildes, ¿Quién los extrañaría? ¿Qué mal podría traer la ausencia de un ser tan insignificante para el resto de la aldea?

¿A caso el rey disfrutaba el ver desaparecer a estos pobres campesinos? No era el acto de acabar con ellos, si no, lo que el rey recibiría a cambio, juventud y vitalidad eterna para él, su reina y su hermosa hija. Los vampiros entregaban al rey, una vez al año una bebida un tanto acida, después de que terminara su festín anual en la última noche de octubre, y todo marchaba bien para el rey y sus colegas de pacto de enormes colmillos. Sin embargo, después de una terrible pandemia de cólera, muchos aldeanos murieron y los que padecían la enfermedad junto con sus familias y animales, no causaban el mismo efecto positivo en las criaturas chupa sangre, por ello exigían al rey, aldeanos o especies saludables para continuar con el pacto, pero el reino y la aldea entera se habían contagiado, a excepción del rey y su familia real, ya que la bebida que tomaban anualmente, los volvió inmunes a cualquier virus o afección para el ser humano.

Los vampiros no estaban contentos de emprender su viaje anual a la aldea y no obtener lo prometido, así que el último festín de los descendientes de Drácula en aquella aldea de Turquía, fue el día que el rey y su familia se convirtieron en un suculento banquete.

Debes saber que en nuestra época no han marcado la diferencia, pues hasta la fecha sabemos que anualmente festejamos una fecha dedicada a diferentes tipos de monstruos, personajes e innumerables historias de terror, debes tener cuidado porque lo que ves esa noche, no es gente disfrazada tratando de impresionarte, detrás de cada creatura hay un deseo, quieren escucharte gritar, saben bien a lo que le temes y si el año pasado no te encontraron, ten cuidado porque podrían hacerlo este Halloween, y una vez que lo hagan, nada les detendrá para rodearse de una multitud y beber tu sangre en copas finas, pertenecientes a un reino medieval, mientras lo demás enloquecen al ritmo de la música y sueñan despiertos con la que creen que será la mejor noche de sus vidas, pero recuerda esto y cuéntales a tus amigos, ellos deben saber que nada es lo que parece.

El aire del 31 de octubre está por soplar y rondando por las calles, te encararas con un oscuro secreto, y podrían tocar hasta tu puerta, créeme que tus ojos te traicionaran, ellos no quieren dulces porque les encantan los trucos, no olvides lo que ahora ya te advertí, la era de los vampiros no se ha acabado.

Ahora dime ¿Qué es lo que más te gusta de Halloween?

 

® Abigal Vel. (Durango Dgo. México)

''La casa luminosa'' ® Ramiro Rodríguez


 Los fantasmas no existen, le dijo su terapeuta ese lunes por la mañana. Entonces, ¿por qué siento este frío que me rompe los huesos?, pensó horas después, ya dentro de las paredes de su casa. ¿A qué le atribuyo esta fragmentación en la que caigo al paso de los días?

Las preguntas surgieron como destellos pálidos desde el fondo de la oscuridad en los rincones, detrás de los muebles antiguos, debajo de la escalera. El silencio se había transformado en una constante que todo lo ensucia con su presencia callada.

 Ya eran tres años de haberse mudado a la casa, herencia inesperada de la tía Lucrecia, hermana de su madre, que murió sin haber tenido herederos directos más que ella, su sobrina predilecta. Romana nunca contrajo matrimonio por su alergia crónica al machismo que parecía perseguirla en la figura de todos los novios, todos los pretendientes que había tenido a lo largo de sus cuarenta años. Por eso estaba sola. Pensaba que estaba sola, hasta el día que supo que la casa estaba poblada de puntos luminosos que emergían de todos los rincones y detrás de todas las puertas. No les temía a las luces repentinas; nunca le habían hecho daño. Se limitaban a salir de sus guaridas en horarios diferentes y desplazarse por los espacios de la casa. Podía sentir su presencia cuando llegaban los escalofríos que invadían su cuerpo al pasar a través de ella como en una especie de transverberación; la sorprendían mientras entraba o salía de las habitaciones en la segunda planta, cuando subía o bajaba las escaleras, al salir o entrar a la sala de baño. Había pensado en venderla; pero supo, desde el día que llegó a la casa para ocuparla, que allí encontraría a la compañera ineludible del final de los días.

Entró a la cocina para prepararse un té. Sacó un sobrecito de la alacena y lo colocó dentro de la taza. Colocó la tetera sobre el fuego de la estufa y esperó poco más de dos minutos. Cuando se escuchó el silbato para indicar el hervor del agua, Romana se acercó para apagar la estufa. Entonces vio que el agua caliente salía con lentitud de la tetera para alojarse en la taza. Era la primera vez que presenciaba movimiento en los objetos, como si tuvieran alma las cosas. Se retiró de la estufa con lentitud, tomó asiento en la silla y esperó a que el agua terminara de alojarse dentro de la taza. Entonces sintió la paulatina inmovilidad de su cuerpo; su cabeza se sintió pesada, sus manos sobre el regazo, sus piernas. El movimiento casi imperceptible de los párpados se detuvo poco a poco hasta parecerse a la piedra.

Las luces salieron de los rincones en movimientos semicirculares, pasaron por los pasillos, bajaron de la planta alta por las escaleras hasta congregarse en la cocina. Romana pudo ver cuando las luces, como cientos de puntos luminosos, se desplazaban en un caos lento en los espacios de la cocina para colocarse frente a ella, inmovilizada por un miedo sin precedente, casi petrificada. Como nunca, las luces empezaron a formar siluetas humanas. Le pareció ver la figura de su madre, la silueta de su tía Lucrecia, el contorno de su tío Humberto, las formas de otros nombres que se habían transformado en memoria con el paso de los años.  

La especie de rayo que formaron las siluetas se estrelló con fuerza en el cuerpo de Romana, aún sentada en la silla, sin movimiento en su cuerpo. Entonces su cuerpo se transformó en un rayo de luz, en resplandor que se elevó sobre la silla para flotar, junto a otros espectros luminosos, en el espacio interior de la casa.

 

® Ramiro Rodríguez (H. Matamoros, Tamps. México)