Después
de mucho meditarlo, de hartarse del papeleo en la oficina, de los permisos,
sacar el pasaporte, dejar todo listo en el trabajo, encargar al perro con
alguien confiable, contratar a un guardia de seguridad personal para que cada
noche su casa esté segura, Santiago Rivera se alista para salir de viaje.
Sobre
la cama coloca su maleta vacía. La abre cuidadosamente. En la parte superior
derecha pone una almohada ajustable al cuello, bajo ella un antifaz. Afuera de
su maleta sitúa su porta-pasaporte, donde lleva todas sus identificaciones
posibles: INE, licencia de manejo, Curp, credencial de la biblioteca, una copia
miniatura de su acta de nacimiento; también ha metido en el porta-pasaporte una
pequeña libretita con el teléfono del lugar donde se hospedará y el boleto de
avión.
Revisa
su vestimenta. Sus tenis blancos, recién lavados; pantalones de mezclilla
planchados y una playera color gris de cien por ciento algodón. Bajo la
almohada mete un pequeño sobre con una cantidad suficiente de dinero, por si
acaso. Junto al porta-pasaporte pone pequeño libro de Jodorowsky. Ahora procede
a meter más cosas en la maleta: tres pantalones de mezclilla, un par de shorts,
chanclas, zapatos de vestir, otro par de tenis, una mochila enrollada, una
cantimplora, bloqueador solar, pastillas potabilizadoras de agua, un
antidiarreico, paracetamol, salchichas, barras energéticas, un diccionario, una
cámara, un paquete de cigarrillos, otro de condones, sal, pimienta, una lata de
atún, ocho calzones, cuatro pares de calcetas, cepillo de dientes, crema para
afeitar, un rastrillo con cuatro cabezas de repuesto, un cortaúñas grande, uno
pequeño, unas alicatas, unas pequeñas tijeras de pedicura, papel de baño, un
paquete de servilletas, dos sacos, cuatro camisas, dos corbatas, desodorante,
gel antibacterial, una navaja suiza, un paquete de plumas, otro de colores,
cargador de celular, laptop, cargador de la laptop, dos memorias usb, una
libreta, un sobre de café colombiano, dos cubitos de azúcar, una cuchara, una
taza.
Bullicio
de gente que viene y va. Aborda y desciende, siendo siempre los mismos
individuos, o diferentes, no existe gran contraste entre unos y otros, todos
llevan maletas, rostros aletargados, y un no sé qué en las piernas de necesidad
de estirarlas.
Santiago
llega por una de las escaleras eléctricas hacia la sala de espera dónde
esperará para abordar dentro de poco su avión hacia Colombia, donde visitará a
un viejo amigo de la Universidad.
Nunca
ha sido de los que temen subirse a uno de esos aparatos. Estadísticamente,
decía, es de los medios de transporte más seguros del mundo. Claro, se le
podría replicar, pero es el medio de transporte en el que, en caso de
accidente, menos probabilidades tienes de salir vivo, aunque todo es relativo,
nos diría.
Al
arribar a la ciudad de Bogotá, mira con aire de satisfacción el gran Aeropuerto
de la ciudad, sabedor de la gran aventura que le espera en una tierra
desconocida. Lo primero que hace, antes que nada, es telefonear a su amigo
desde su celular. ¿Bueno?, ¿sí? ¿Gustavo? Él le dice que por asuntos laborales
no podrá recibirlo en su casa, pues salió de viaje y regresaría en tres días a
lo sumo, por eso le pide que se hospede en algún hotel, y luego él cubrirá esos
gastos. Un poco desanimado, Santiago acepta y finaliza la llamada.
Algo
le falta, ¡la maleta!, por las prisas, olvida pasar por ella a la paquetería.
Se presenta, da su boleto, su comprobante maletero. No señor, no está. ¿Cómo
pinches no?, ¡busque bien! No, no está, le pido por favor que acuda a
Reclamaciones. Santiago se dirige hacia la caseta de reclamaciones fuera de sí,
camina lento, sin mover los brazos, aterrado, sin poder pensar qué hará si
pierde la maleta. Por fortuna, trae un poco de dinero extra en la…, se revisa,
tres, cuatro veces, sin poder palpar su cartera. Al momento de sacar el
comprobante… ¡puta madre! Se regresa. ¿No ha visto mi cartera? No, señor, acá
no hay nada. Abatido, regresa a Reclamaciones. Su maleta, si la encontramos,
llegará en un lapso de 5 a 7 días.
Santiago
se encuentra a sí mismo sentado en la escalinata de un museo en el centro de
Bogotá. No tiene idea de cómo llegó a ese lugar. Mete su mano en la bolsa
derecha, se encuentra con un dólar. En tres días regresará su amigo, en cinco
tendrá su maleta, ¿y mientras? Pone ambas manos en su rostro, destrozado, sin
poder pensar con claridad, el estrés se apodera de su cuello y lo masajea con
la mano izquierda de forma brusca. Llora de impotencia.
Mientras
solloza, un hombre harapiento se sienta a su lado. Le da una calada a una
colilla de cigarro que encontró tirada y expulsa el humo con estilo. Luego tose
y arroja ese filtro asqueroso. Murmura que no entendía cómo, habiendo placeres
adictivos con un sabor tan agradable, el hombre prefería esa cosa nauseabunda.
¿Qué pasa, por qué el derrame de lágrimas?, pregunta el pordiosero a Santiago.
No es nada, responde, solamente que estoy varado en esta ciudad desconocida
para mí, sin tener a dónde ir. Y, ¿para qué quieres ir a otro lugar? Uno está
en todas partes en el mismo lugar, quiero decir, que no importa donde se
encuentra alguien, sino que lo único importante es su capacidad de estar en ese
lugar. En pocas palabras, lo que importa es el ser, y no el estar. Estoy seguro
que tú debes ser fanático yanqui, hablas inglés y te confundes en el to be sin
poder decidir si estás o eres. Pues no, mi amigo, sé y punto. Santiago repara
en ese hombre extraño. Harapiento, sucio y maloliente, con barba de meses
dejándose crecer y hasta con rastas de porquería en ella. Su cabello es largo,
oscuro y enredado. ¿Tiene casa?, pregunta Santiago. ¿Volverás a obsesionarte
con el estar? Mi casa es donde yo soy. No necesito nada más que lo que yo soy.
Te preguntarás qué como, pues en los basureros de los restaurantes uno se
encuentra muchos manjares; ¿la ropa?, muchos riquillos no saben las gangas que
arrojan por inservibles; ¿cómo me las arreglo para el resto?, a veces hago uno
que otro trabajo de jardinería, de albañilería o cosas similares, paseo perros,
no a cambio de dinero, sino de libros. Luego cambio esos mismos libros por
otros. Me gusta la filosofía, con ella he aprendido a estar preparado para
cualquier cosa. Guarda silencio, de un morral andrajoso saca un pequeño libro:
Historia breve de la filosofía. Te lo regalo, le dijo, creo que ahora lo
necesitas más que yo. Y se va.
Santiago
hojea el libro. Viene con pequeñas anotaciones, y borradores de sobrevivencia
marcados de acuerdo a las páginas, sobre todo, en las referencias a los
quínicos y estoicos. Se pone a leer hasta que se queda dormido. Cuando
despierta se pone a caminar. Su estómago ruge. En el callejón de un restaurante
encuentra en el basurero un filete a medio comer. Frío, pero rico. Encuentra,
además, una botella de vino tinto con aproximadamente un cuarto de líquido. ¡Era
la gloria! Toca en el restaurante. ¿Le limpió el callejón? Le dieron
autorización, además de un morral para que se llevara lo que quisiera. Guarda varias
cosas comestibles en un casi perfecto estado. Cuando termina le extienden
dinero. ¿No tendrá un libro? El cocinero se queda estupefacto ante esa
petición. Entra al restaurante y al cabo de unos minutos sale el dueño con 10
libros. Escoja el que guste, o los que guste. Toma dos. El viajero y su sombra
y El Profeta. Agradecido, se va a tumbar a un árbol a leer. Se vuelve a quedar
dormido.
Cuando
despierta, es de día y el sol brilla sobre su cuerpo. Nota una figura que se
sitúa entre él y el sol. Es su amigo, quien lo mira sorprendido, agradecido por
la casualidad de haberlo encontrado ahí. ¡Amigo!, ¿puedo ayudarte?, ¡déjame
ayudarte en algo! Por supuesto, responde Santiago, puedes ayudarme a apartarte
que me tapas el sol. Su amigo lo mira incrédulo. Cree ver en sus ojos locura,
pero lo que Santiago luce es una claridad mental como nunca la había sentido:
está pleno y feliz, apartado de todas las necesidades superfluas que creyó
haber necesitado un día, libre de por si acasos, y viviendo adaptado a las
circunstancias. Una vida animal. Feliz.
Su
amigo se retira mientras se dice a sí mismo que se ha vuelto loco. Santiago
cierra los ojos, acostado en el pasto, con los brazos tras la cabeza y viendo
al abrir los ojos un par de nubes, pues esa, sin duda, parece un conejo.
®Mauricio Oliver (Ciudad de México)