miércoles, 30 de diciembre de 2020

F es de Fantástico'' por J. R. Spinoza


 Dos cuentos de H. Pascal

La primera vez que escuché sobre H. Pascal fue en el podcast de Migala. El tema del vídeo era: la memoria. Y llegado a un punto los tres conductores comentaron que tenían un maestro en común. Me hizo mucho eco lo que dijeron acerca de este hombre y sobre su taller de literatura y editorial independiente “Goliardos”, del que fueron miembros alguna vez Paco Ignacio Taibo II, Juan Villoro y Carlos Montemayor, por mencionar algunos autores.

Hablan de un hombre con amor por la literatura, prolífico, comprometido, que sabe que en los talleres se crítica al texto y no al autor y que con el texto hay que ser devastador. Quienes habrán ido a algún taller entenderán esa sensación en las tripas cuando has terminado de leer y comienza el rondín de comentarios, la cara de póker del tallerista mientras tus compañeros comienzan a señalar las flaquezas de tu texto. Saber que Pascal dirigió el taller por más de veinte años es motivo de admiración.

Decidí buscar en internet acerca de él, uno siempre quiere leer la obra de los talleristas. En mi búsqueda me topé con un artículo de Juan Villoro en la revista etcétera en la que dice:

Era experto en literatura de terror, fantasy, novela de aventuras, cómic y ciencia ficción. Llegaba a vernos con una bolsa hinchada por sus manuscritos y dejaba caer seis o siete sobre la mesa para que los revisáramos sin compromiso alguno (por más cosas que sacara, la bolsa no menguaba de tamaño, como si los textos se reprodujeran ahí adentro)”.

Como escritor de literatura fantástica esto me animo más a buscar su obra. Pero no la encontré disponible en Gandhi, Amazon, ni en librerías locales. Terminé hallando su novela: “El llanto del verdugo" en Andanzas, que es una librería virtual de viejos. Aun así, no lo compré inmediatamente, yo quería leer sus cuentos.

Conseguí una membresía de Scribd y descargué “Creaturas el abismo”, editada por Goliardos con textos de varios autores, incluido H. Pascal.

Su cuento “Padre e Hijo” me cautivo por el lenguaje poético y la calidad de las imágenes:

“Su corazón como un caballo enloquecido. Su corazón como una campana mellada llamando a una misa obscena. Una respuesta a lo lejos. El ataúd sonaba como si sus propios latidos estuvieran dentro, como si los sellos de su alma reventaran una y otra vez con cada pulsación”.

El cuento va sobre un padre que tiene que desenterrar a su hijo, quien fue asesinado por los moros. Vemos que el ataúd se encuentra muy protegido y más adelante se muestra al hijo como un vampiro, aunque nunca se menciona tal palabra. El padre debe matarlo de nuevo, desmembrar su cuerpo entre lágrimas y llevarse un pedacito para poder enterrarlo en casa.

El segundo cuento, totalmente diferente al primero en tiempo y estilo. “Espacios abiertos” nos sitúa en un futuro próximo, distópico. El tema va sobre la libertad, como los gobiernos nos la quitan a cambio de esta falsa promesa de seguridad y de cómo mientras un régimen aprieta la mano, la ilegalidad se le escurre entre los dedos. Creo que este fragmento lo narra muy bien:

“Está de moda la resistencia. Siempre lo ha estado, y lo estará mientras haya pendejos con poder, sicóticos con iniciativa, cerdos con ambición de chingarse a los demás…”

Después de leer los cuentos (que recomiendo ampliamente) me decidí por hacer la compra. Escribiré en una próxima entrada sobre El llanto del verdugo de H. Pascal.

 

martes, 29 de diciembre de 2020

''Fragmento de mi Melancólico Corazón'' ®Abigail Vel.


¿Me llamarás esta noche?

O ¿tal vez debería ponerme la pijama?

¿Cuándo te volveré a ver?

¿Debería apagar esta luz y quedarme a oscuras?

Por si acaso, tendré mis zapatos altos cerca

Porque tengo el corazón bailando por verte

Y causas tantas sensaciones en mi

Dándome el tiempo de sobra

Para muchos poemas escribirte

 

Una vez más me quedaré en casa

Mientras tu caes de cansancio bajo la luz de tu hogar

Escríbeme cuando la luna en tu cielo veas brillar

Pero no cuando esta te pese en los hombros

 

Regálame una cita más y me estarás dando todo

Porque después de tanta ausencia

Solo se rogar por tu presencia

Dame un momento más a tu lado

Y si decides que sea el ultimo

Prometo no hacer ruido

En paz, te dejaré dormir

Sin la intención de tus sueños interrumpir

Entonces, ante mi duelo eras recordado

Como un sueño alcanzado que debería ser olvidado.

 

® Abigail Vel. (Durango, Dgo. México)

 

lunes, 28 de diciembre de 2020

''Vendrán lluvias suaves'' de Ray Bradbury


 En el living, cantaba el reloj con voz: «tic-tac, las siete, arriba, ¡las siete!» como si temiera que nadie se levantara. Esa mañana la casa estaba vacía.

El reloj continuó con su tic-tac, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío. «Las siete y uno, el desayuno, ¡las siete y uno!»

En la cocina, el horno del desayuno dejó escapar un silbido y arrojó de su cálido interior ocho tostadas perfectamente hechas, ocho huevos perfectamente fritos, dieciséis tajadas de panceta, dos cafés y dos vasos de leche fresca.

«Hoy es 4 de agosto de 2026», dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina, «en la ciudad de Allendale, California». Repitió la fecha tres veces para que todos la recordaran. «Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario del casamiento de Tilita. Hay que pagar el seguro, y también las cuentas de agua, gas y electricidad».

En algún lugar dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de memorias se deslizaban bajo los ojos eléctricos.

«Ocho y uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, ¡ocho y uno!» Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó suavemente: «Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy…» Y la lluvia caía sobre la casa vacía, despertando ecos.

Afuera, la puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado. Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.

A las ocho y treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra. Una pala de aluminio los llevo a la pileta, donde recibieron un chorro de agua caliente y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el distante mar. Los platos sucios cayeron en la lavadora caliente y salieron perfectamente secos.

«Nueve y quince», cantó el reloj, «hora de limpiar».

De los reductos de la pared salieron diminutos ratones robots. Los pequeños animales de la limpieza, de goma y metal, se escurrieron por las habitaciones. Golpeaban contra los sillones, giraban sobre sus soportes sacudiendo las alfombras, absorbiendo suavemente el polvo oculto. Luego, como misteriosos invasores, volvieron a desaparecer en sus reductos. Sus ojos eléctricos rosados se esfumaron. La casa estaba limpia.

«Las diez». Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie. Durante la noche, la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se veía desde kilómetros de distancia.

«Las diez y quince». Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas, llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba contra los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste, chamuscado, donde la casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido la pintura blanca. Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en cinco lugares. Allí la silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá, como en una fotografía, una mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más adelante, sus imágenes quemadas en la madera, en un instante titánico, un niñito con las manos alzadas; un poco más arriba, la imagen de una pelota arrojada, y frente a él una niña, con las manos levantadas como para recibir esa pelota que nunca bajó.

Quedaban las cinco zonas de pintura; el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una delgada capa de carbón.

El suave rociador llenó el jardín de luces que caían.

Hasta ese día, cuánta reserva había guardado la casa. Con cuánto cuidado había preguntado: «¿Quién anda? ¿Contraseña?», y al no recibir respuesta de los zorros solitarios y de los gatos que gemían, había cerrado sus ventanas y bajado las persianas con una preocupación de solterona por la autoprotección, casi lindante con la paranoia mecánica.

La casa se estremecía con cada sonido. Si un gorrión rozaba una ventana, la persiana se levantaba de golpe. ¡El pájaro, sobresaltado, huía! ¡No, ni siquiera un pájaro debía tocar la casa!

La casa era un altar con diez mil asistentes, grandes y pequeños, que reparaban y atendían, en grupos. Pero los dioses se habían marchado, y el ritual de la religión continuaba, sin sentido, inútil.

«Las doce del mediodía».

Un perro aulló, temblando, en el pórtico de entrada.

La puerta del frente reconoció la voz del perro y abrió. El perro, antes enorme y fornido, en ese momento flaco hasta los huesos y cubierto de llagas, entró en la casa y la recorrió, dejando huellas de barro. Detrás de él se escurrían furiosos ratones, enojados por tener que recoger barro, alterados por el inconveniente.

Porque ni un fragmento de hoja seca pasaba bajo la puerta sin que se abrieran de inmediato los paneles de las paredes y los ratones de limpieza, de cobre, saltaran rápidamente para hacer su tarea. El polvo, los pelos, los papeles, eran capturados de inmediato por sus diminutas mandíbulas de acero, y llevados a sus madrigueras. De allí, pasaban por tubos hasta el sótano, donde caían en un incinerador.

El perro subió corriendo la escalera, aullando histéricamente ante cada puerta, comprendiendo por fin, lo mismo que comprendía la casa, que allí sólo había silencio.

Husmeó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta, el horno estaba haciendo panqueques que llenaban la casa de un olor apetitoso mezclado con el aroma de la miel.

El perro echó espuma por la boca, tendido en el suelo, husmeando, con los ojos enrojecidos. Echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, lanzado a un frenesí, y cayó muerto. Estuvo una hora en el living.

«Las dos», cantó una voz.

Percibiendo delicadamente la descomposición, los regimientos de ratones salieron silenciosamente, como hojas grises en medio de un viento eléctrico…

«Las dos y quince».

El perro había desaparecido.

En el sótano, el incinerador resplandeció de pronto con un remolino de chispas que saltaron por la chimenea.

«Las dos y treinta y cinco».

De las paredes del patio brotaron mesas de bridge. Cayeron naipes sobre la felpa, en una lluvia de piques, diamantes, tréboles y corazones. Apareció una exposición de Martinis en una mesa de roble, y saladitos. Se oía música.

Pero las mesas estaban en silencio, y nadie tocaba los naipes.

A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a entrar en los paneles de la pared.

«Cuatro y treinta»

Las paredes del cuarto de los niños brillaban.

Aparecían formas de animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que daban volteretas en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio. Se llenaban de color y fantasía. El rollo oculto de una película giraba silenciosamente, y las paredes cobraban vida. El piso del cuarto parecía una pradera. Sobre ella corrían cucarachas de aluminio y grillos de hierro, y en el aire cálido y tranquilo las mariposas de delicada textura aleteaban entre los fuertes aromas que dejaban los animales… Había un ruido como de una gran colmena amarilla de abejas dentro de un hueco oscuro, el ronroneo perezoso de un león. Y de pronto el ruido de las patas de un okapi y el murmullo de la fresca lluvia en la jungla, y el ruido de pezuñas en el pasto seco del verano. Luego las paredes se disolvían para transformarse en campos de pasto seco, kilómetros y kilómetros bajo un interminable cielo caluroso. Los animales se retiraban a los matorrales y a los pozos de agua.

Era la hora de los niños.

«Las cinco». La bañera se llenó de agua caliente y cristalina.

«Las seis, las siete, las ocho». La vajilla de la cena se colocó en su lugar como por arte de magia, y en el estudio hubo un click. En la mesa de metal frente a la chimenea, donde en ese momento chisporroteaban las llamas, saltó un cigarro, con un centímetro de ceniza gris en la punta, esperando.

«Las nueve». Las camas calentaron sus circuitos ocultos, porque las noches eran frías en esa zona.

«Las nueve y cinco». Habló una voz desde el cielo raso del estudio: «Señora Mc Clellan, ¿qué poema desea esta noche?»

La casa estaba en silencio.

La voz dijo por fin:

«Ya que usted no expresa su preferencia, elegiré un poema al azar». Comenzó a oírse una suave música de fondo. «Sara Teasdale. Según recuerdo, su favorito…»

Vendrán las lluvias suaves y el olor a tierra
Y el leve ruido del vuelo de las golondrinas

El canto nocturno de los sapos en los charcos
La trémula blancura del ciruelo silvestre

Los ruiseñores con sus plumas de fuego
Silbando sus caprichos en la alambrada

Y ninguno sabrá si hay guerra
Ni le importará el final, cuando termine

A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,
Si desapareciera la humanidad

Ni la primavera, al despertar al alba,
Se enteraría de que ya no estamos.

El fuego ardía en la chimenea de piedra y el cigarro cayó en un montículo de ceniza en el cenicero. Los sillones vacíos se miraban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música. A las diez la casa comenzó a apagarse.

Soplaba el viento. Una rama caída de un árbol golpeó contra la ventana de la cocina. Un frasco de solvente se hizo añicos sobre la cocina. ¡La habitación ardió en un instante!

«¡Fuego!» gritó una voz. Se encendieron las luces de la casa, las bombas de agua de los cielos rasos comenzaron a funcionar. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo, lamiendo, devorando, bajo la puerta de la cocina, mientras las voces continuaban gritando al unísono: «¡Fuego, fuego, fuego!»

La casa trataba de salvarse. Las puertas se cerraban herméticamente, pero el calor rompió las ventanas y el viento soplaba y avivaba el fuego.

La casa cedió mientras el fuego, en diez mil millones de chispas furiosas, se trasladaba con llameante facilidad de una habitación a otra y luego subía la escalera. Mientras las ratas de agua se escurrían y chillaban desde las paredes, proyectaban su agua, y corrían a buscar más. Y los rociadores de la pared soltaban sus chorros de lluvia mecánica.

Pero demasiado tarde. En alguna parte, con un suspiro, una bomba se detuvo. La lluvia bienhechora cesó. La reserva de agua que había llenado los baños y había lavado los platos durante muchos días silenciosos se había terminado.

El fuego subía la escalera, creciendo, se alimentaba en los Picasso y los Matisse de las salas del piso alto, como si fueran manjares, quemando los óleos, tostando tiernamente las telas hasta convertirlas en despojos negros.

¡El fuego ya llegaba a las camas, a las ventanas, cambiaba los colores de los cortinados!

Luego, aparecieron los refuerzos.

Desde las puertas-trampa del altillo, los rostros ciegos de los robots miraban con sus bocas abiertas de donde salía una sustancia química verde.

El fuego retrocedió, como habría retrocedido hasta un elefante a la vista de una serpiente muerta. En ese momento había veinte serpientes ondulando por el suelo, matando el fuego con un claro y frío veneno de espuma verde.

Pero el fuego era inteligente. Había lanzado llamas fuera de la casa, que subieron al altillo donde estaban las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del altillo que dirigía las bombas quedó destrozado.

El fuego volvió a todos los armarios y las ropas colgadas en ellos.

La casa se estremeció, hasta sus huesos de roble, su esqueleto desnudo se encogía con el calor, sus cables, sus nervios salían a la luz como si un cirujano hubiera abierto la piel para dejar las venas y los capilares rojos temblando en el aire escaldado. «¡Auxilio, auxilio!» «¡Fuego!» «¡Rápido, rápido!»

El calor quebraba los espejos como si fueran el primer hielo delgado del invierno. Y las voces gemían, «fuego, fuego, corran, corran», como una trágica canción infantil.

Y las voces morían mientras los cables saltaban de sus envolturas como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron y ya no se oyó ninguna.

En el cuarto de los niños ardió la jungla. Rugieron los leones azules, saltaron las jirafas púrpuras. Las panteras corrían en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales, corriendo frente al fuego, se desvanecieron en un lejano río humeante…

Murieron diez voces más. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, se oían otros coros, indiferentes, que anunciaban la hora, tocaban música, cortaban el pasto con una máquina a control remoto, o abrían y cerraban frenéticamente una sombrilla, cerraban y abrían la puerta del frente, sucedían mil cosas, como en una relojería donde cada reloj da locamente la hora antes o después de otro. Era una escena de confusión maníaca, pero sin embargo una unidad; cantos, gritos, los últimos ratones de la limpieza que se abalanzaban valientemente a llevarse las feas cenizas… y una voz, con sublime indiferencia ante la situación, leía poemas en voz alta en el estudio en llamas, hasta que se quemaron todos los rollos de películas, hasta que todos los cables se achicharraron y saltaron los circuitos.

El fuego hizo estallar la casa que se derrumbó de golpe, en medio de las olas de chispas y humo.

En la cocina, un instante antes de la lluvia de fuego y madera, pudo verse al horno preparando el desayuno en escala psicopática, diez docenas de huevos, seis panes convertidos en tostadas, veinte docenas de tajadas de panceta, que, devorados por el fuego, ponían a funcionar nuevamente al horno, que silbaba histéricamente…

La explosión. El altillo que caía sobre la cocina y la sala. La sala sobre el subsuelo, el subsuelo sobre el segundo subsuelo. El freezer, un sillón, rollos de películas, circuitos, camas, todo convertido en esqueletos en un montón de escombros, muy abajo.

Humo y silencio. Gran cantidad de humo.

La débil luz del amanecer apareció por el este. Entre las ruinas, una sola pared quedaba en pie. Dentro de la pared, una última voz decía, una y otra vez, mientras salía el sol, iluminando el humeante montón de escombros:

«Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…»

Fin

martes, 22 de diciembre de 2020

''La pata del mono'' por: W. W. Jacobs & Audrey Rodríguez Olivares


 La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de estar de Laburnam Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía con fuerza. Padre e hijo jugaban ajedrez, el primero tenía ideas respecto al juego que involucraban cambios radicales: ponía a su rey en desesperados e innecesarios peligros que incluso provocaban comentarios de la mujer de pelo cano que tejía plácidamente junto al fuego.

“Escuchen el viento,” dijo el señor White, quien notó que había cometido un error fatal cuando ya era demasiado tarde y estaba deseoso de prevenir que su hijo también lo notara.

“Lo escucho,” dijo el segundo mientras analizaba sombríamente el tablero y extendía su mano para mover una pieza. “Jaque.”

“Me cuesta pensar que vaya a venir esta noche,” dijo su padre, con su mano puesta sobre el tablero.

“Mate,” respondió el hijo.

“Esa es la peor parte de vivir tan lejos,” refunfuñó el señor White con una repentina e imprevista violencia; “de todos los bestiales, llenos de lodo, lugares olvidados por Dios para vivir, este es el peor. La vereda es un pantano y la carretera un río. No sé qué está pensando la gente. Supongo que como sólo hay dos casas habitadas en el camino, piensan que da lo mismo.

“No te preocupes, cariño,” dijo su esposa intentando calmarlo; “puede que ganes la próxima vez.”

El señor White alzó la vista bruscamente, justo a tiempo para interceptar una mirada complice entre madre e hijo. Las palabras murieron en su boca y escondió una expresión de culpa en su barba grisácea. 

“Ahí está,” dijo Herbert White, al escuchar la puerta golpearse unos pasos pesados llegaron al umbral.

El viejo se levantó con velocidad hospitalaria y tras abrir la puerta, lo escucharon condolerse por el recién llegado. El hombre también se condolía de sí mismo; la señora White hizo una leve expresión de desaprobación y tosió gentilmente a la vez que su marido entraba en la habitación, seguido por un hombre alto y fornido, de ojos brillantes y pequeños, y de cara rubicunda.

“Sargento mayor Morris,” dijo, presentándolo.

El sargento mayor saludó a la familia y, tomando el asiento que le habían ofrecido junto al fuego, observó con satisfacción mientras su anfitrión sacaba una botella de whisky y vasos, y ponía una pequeña tetera de cobre en el fuego.

Con el tercer vaso los ojos del invitado brillaron aún más y comenzó a hablar; el pequeño círculo familiar escuchaba con extremo interés a su visitante proveniente de algún lugar distante, mientras rectificaba su postura en la silla y hablaba de extrañas experiencias, valientes hazañas, guerras, plagas y personas extravagantes.

“Veintiún años de eso,” dijo el señor White, asintiendo hacia su esposa e hijo. “Cuando se fue, era apenas un muchacho. Ahora, mírenlo.”

“No parece que le haya hecho mucho mal”, dijo la señora White amablemente.

“A mi me encantaría ir a la India,” dijo el viejo. “Solo para conocer un poco, ¿sabe?”

“Está mejor aquí,” dijo el sargento mayor, negando con la cabeza. Dejó el vaso vacío en el mueble y volvió a negar con la cabeza.

 “Me gustaría visitar esos viejos templos y ver faquires y malabaristas,” dijo el viejo. “¿Qué fue aquello que me contaba el otro día, señor Morris, acerca de una pata de mono?”

“Nada,” dijo el soldado bruscamente. “Por lo menos nada que valga la pena escuchar.”

“¿Pata de mono?” dijo la señora White, curiosa.

“Bueno, es aquello que ustedes le podrían llamar magia,” dijo el sargento mayor con poco interés.

Sus tres escuchas se inclinaron hacia enfrente con atención. El visitante, distraído, puso su vaso vació en sus labios y después lo bajó de nuevo. Su anfitrión lo volvió a llenar.

“A simple vista,” dijo el sargento mayor a la vez que buscaba algo en su bolsillo, “es solo una simple pata momificada, completamente ordinaria.”

Sacó un objeto de su bolsillo y lo mostró. La señora White se alejó con semblante sombrío, pero su hijo la tomó y la examinó detenidamente.

“Y, ¿qué tiene de especial?” preguntó el señor White, tomó la pata da las manos de su hijo y, tras haberla examinado, la puso sobre la mesa.

“Un viejo faquir puso un hechizo sobre ella,” dijo el sargento mayor, “Era un hombre muy santo. Quería demostrar que el destino controlaba las vidas de lo hombres, y que aquellos que interferían con él, solo se llevaban desgracias. El hechizo que le puso consiste en que tres diferentes hombre podían pedirle tres deseos cada uno a la pata”

Su semblante era tan serio que sus escuchas fueron conscientes de que sus risas desentonaban con la atmósfera.

“Bueno y, ¿por qué no pide usted sus tres deseos?” dijo Herbert White con audacia.

El soldado lo miró como la gente de mediana edad acostumbra ver a los jóvenes presuntuosos. “Ya lo he hecho,” dijo en voz baja, y su cara normalmente ruborizada palideció.

“¿Y realmente se les concedieron sus tres deseos?” preguntó la señora White.

“Se cumplieron,” dijo el sargento mayor, y su vaso chocó contra sus dientes.

“¿Y alguien más ha pedido sus tres deseos?” preguntó la vieja.

“El primer hombre que la poseyó los pidió,” fue su respuesta. “No sé cuáles fueron sus primeros dos, pero el tercero fue la muerte. Así fue como obtuve la pata.”

La gravedad de su voz provocó el silencio del grupo.

“Si ya pediste tus tres deseos, entonces, Morris,” dijo el viejo por fin, “¿para qué la conservas?”

El soldado inclinó la cabeza. “Por capricho, supongo,” dijo lentamente.

“Si pudieras pedir tres deseos más,” dijo el viejo, mirándolo inquisitivamente, “¿los pedirías?”

“No lo sé,” dijo el otro. “No lo sé.”

Tomó la pata y la meció entre sus dedos índice y pulgar; repentinamente la aventó al fuego. White pegó un grito, se paró la sacó con rapidez.

“Mejor déjela arder,” dijo el soldado solemnemente.

“Si no la quieres, Morris,” dijo el viejo, “dámela.”

“No lo haré,” dijo su amigo con obstinación. “Yo la tiré al fuego. Si te la quedas, no me culpes por lo que pase. Tírala al fuego otra vez, como un hombre razonable.”

El otro negó con la cabeza y examinó su nueva posesión con detenimiento. “¿Cómo funciona?” preguntó.

“Tómela con su mano derecha y pida su deseo en voz alta,” dijo el sargento mayor, “sin embargo, yo le advertí de las consecuencias”.

“Suena como una historia salida de Las mil y una noches,” dijo la señora White, a la vez que se levantaba para comenzar a preparar la cena. “¿No crees que podrías desear un par de manos extra para mí?”

Su esposo sacó el talismán de su bolsillo y los tres se soltaron a reír, mientras el sargento mayor, que los miraba con una expresión de preocupación, tomó al viejo del brazo.

“Si en verdad quiere desear algo,” dijo bruscamente, “desee algo razonable.”

El señor White puso el objeto de nuevo en su bolsillo y, tras poner las sillas, hizo señas a su amigo para que los acompañara en la mesa. Durante la cena, el tema del talismán quedó en el olvido y, después, se sentaron una vez más para escuchar una segunda parte de las aventuras del soldado en la India.

“Si la historia sobre la pata de mono no es más verdadera que aquellas que nos ha estado contando,” dijo Herbert, mientras cerraba la puerta tras despedir al sargento mayor, justo a tiempo para que alcanzara el último tren, “no deberíamos hacerle mucho caso.”

“¿Le diste algo por ella?” preguntó la señora White, observando a su esposo cuidadosamente.

“Una miseria,” dijo él, ruborizándose un poco, “No quería aceptarla, pero lo forcé a hacerlo. Me insistió en que me deshiciera de ella”

“Sin duda,” dijo Herbert, fingiendo terror. “Si seremos ricos, famosos y felices. Para empezar, desea convertirte en emperador, padre; así podrás dejar de ser un mandilón.”

Herbert salió corriendo alrededor de la mesa perseguido por una enfadada señora White con un antimacasar en mano.

El señor White sacó la pata de su bolsillo y la miró dubitativo . “Francamente no sé qué desear,” dijo con lentitud, “parece que tengo todo lo que deseo.”

“Si pagaras la hipoteca de la casa, estarías bastante contento, ¿no es así?” dijo Herbert poniendo su mano en el hombro de su padre. “Bueno, desea doscientas libras, entonces. Con eso será más que suficiente.”

Su padre, sonriendo con un poco de vergüenza por su propia credulidad, tomó el talismán con fuerza, mientras la expresión solemne de su hijo, se desfiguraba un poco por el guiño que le hacía a su madre, y se sentaba en el piano para tocar unos acordes notables.

“Deseo doscientas libras,” dijo el viejo claramente.

Unas notas estrepitosas le siguieron a sus palabras, interrumpidas por el grito estremecedor del viejo. Su esposa e hijo corrieron tras él.

“¡Se movió!” dijo con un grito, mirando con desprecio el objeto que yacía sobre el piso. “Mientras pedía el deseo, se retorció en mi mano como una serpiente.”

“Debió ser tu imaginación, cariño,” dijo su esposa ansiosamente.

El viejo agitó la cabeza. “Ya no importa, no me hizo ningún daño, pero como sea me dio un buen susto”.

Se sentaron junto al fuego una vez más para terminar de fumar sus pipas. Afuera, el viento soplaba con más fuerza que nunca, y el viejo brincaba con nerviosismo al escuchar una de las puertas del segundo piso azotarse contra el marco. Un silencio sombrío e inusual surgió entre los tres y se mantuvo hasta que la pareja se levantó para irse dormir.

“Seguro que encontrarás el dinero dentro de una gran bolsa a la mitad de su cama,” dijo Herbert, a la vez que les deseaba buenas noches, “y algo horrible te estará observando desde encima del clóset, viendo como te guardas tus ganancias mal habidas.”

El señor White quedó sentado sólo en medio de la oscuridad, mirando el fuego extinguirse y entreviendo caras en él, La última cara que vió era tan simiesca y horrible que no pudo, sino mirarla con asombro. El momento fue tan vívido que , con una risa incómoda, busco a tientas un vaso de agua en la mesa para echárselo al fuego. Pero su mano rozó la pata de mono, y con un ligero escalofrío se limpió la mano en su abrigo y subió a su recamara.

 

II

Bajo el brillante sol del invierno, la mañana siguiente, durante el desayuno, Herbert se reía de sus miedos. Había un aire de salud prosaica en el cuarto que había estado ausente la noche anterior, y la sucia y arrugada pata de mono yacía arrumbada en el aparador, con un descuido que reflejaba muy poca fe en sus poderes.

“Supongo que todos los viejos soldados son iguales,” dijo la señora White. “¡Y pensar que prestamos el oído a sus disparates! ¿Cómo se puede creer en los deseos en estos tiempos? Y aún si existieran, ¿cómo podrían lastimarte doscientas libras, cariño?”

“Podrían caerle en la cabeza y lastimarlo”, dijo Herbert con frivolidad.

“Morris dijo que las cosas pasaban de forma natural,” dijo el padre, “que incluso podrías pensar que fue mera coincidencia.”

“Bueno, no vayas a encontrar ese dinero antes de que yo regrese,” dijo Herbert mientras se levantaba de su asiento. “Temo que te convierta en un hombre despreciable y avaro y tengamos que desheredarte.”

Su madre rió y lo acompañó hasta la puerta; lo vio alejarse por el camino y regresó a la mesa. Ella se encontraba bastante divertida a expensas de la credulidad de su esposo. Pero eso no le impidió correr a la puerta al escuchar tocar al cartero, ni hacer unos comentarios sobre los desagradables hábitos bebedores de los sargentos mayores al ver que la carta era una cuenta del sastre.

“Herbert tendrá más comentarios ingeniosos sobre todo esto cuando regrese a casa,” dijo a la vez que se sentaban a cenar.

“Ya lo creo,” respondió el señor White. “no habría ni que pensar en ello; yo solo… ¿Que sucede?”

Su esposa no respondió. Estaba mirando los sospechosos movimientos del hombre que estaba fuera de la casa, que, observando indeciso la casa, parecía estar juntando las fuerzas para llamar a la puerta. De inmediato pensó en las doscientas libras y notó que el hombre vestía un sombrero de seda que brillaba de nuevo. Tres veces se detuvo en el portón, pero se siguió de largo tras unos instantes. La cuarta vez se paró con firmeza y, decidido, emprendió su camino hacia a puerta. La señora White no perdió tiempo, puso sus manos detrás de ella y con rapidez se desamarró el delantal y puso aquel útil artículo de vestimenta debajo del cojín de su mesa. 

Trajo al extraño que parecía inquieto al cuarto. El le echaba miradas de reojo y escuchaba abstraído mientras la señora White se disculpaba por lo desordenado de la casa y el abrigo de su esposo, vestimenta que usualmente solo usaba en el jardín. Después a mujer quedo en espera, por cuanto su género le permitió, a que el hombre expresara su razón de estar ahí aunque al principio se quedó en un silencio prolongado.

“Se me pidió que viniera a verlos,” dijo por fin; se detuvo por un segundo para quitar una pelusa de sus pantalones y continuó. “Vengo de parte de Maw & Meggins.”

La vieja tuvo un sobresalto. “¿Cuál es el problema?” preguntó quedándose sin aliento. “¿Le ha pasado algo a Herbert? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?”

Su esposo la interrumpió. “Cálmate, cariño,” dijo apresurado. “Siéntate y no te adelantes a hacer conclusiones. Ha traído malas noticias, de eso estoy seguro, señor” y miró al extraño con melancolía.

“Lo siento…” comenzó el visitante.

“¿Está herido?” preguntó la madre demandante.

“Mal herido,” dijo con voz baja, “pero ya no sufre.”

“¡Gracias a Dios!” dijo la vieja, juntando sus manos. “¡Gracias a Dios por ello! ¡Gracias…”

De golpe entendió el siniestro significado de la afirmación que había hecho el hombre y vio la horrenda confirmación de sus miedos en la mirada desviada del extraño. Recuperó el aliento y volteó hacia su torpe marido, poniendo su mano temblorosa sobre la de él. Hubo un largo silencio.

“Quedó atrapado en una de las máquinas,” dijo el visitante en voz queda.

“Atrapado en una máquina,” repitió la señora White, aturdida, “Sí.”

Se sentó con la mirada vacía hacia la ventana y tomó la mano de su esposa de la misma manera en que la había tomado hace cuarenta años durante los días en que comenzaba a cortejarla.

“Él era lo único que nos quedaba,” dijo volteando a ver a su visitante. “Es difícil”.

El hombre tosió y, tras levantarse, caminó hacia la ventana. “La compañía desea expresarles su más sentido pésame por su pérdida,” dijo sin mirarlos. “Les ruego que entiendan que solo soy un empleado siguiendo sus instrucciones.”

No hubo respuesta; la cara de la mujer estaba pálida, sus ojos fijos y su respiración inaudible; en la cara de su esposo había una expresión que bien pudo ser la que su amigo el sargento puso durante su primera misión.

“Me pidieron que les informara que Maw & Meggins se deslinda de toda responsabilidad,” continuó el hombre. “No admiten ninguna obligación, pero en consideración de los servicios de su hijo, desean ofrecerles una suma de dinero en compensación.”

El señor White soltó la mano de su esposa y, levantándose, se le quedó viendo con una mirada de horror a su visitante, “¿De cuánto se trata?”

“Doscientas libras,” fue la respuesta.

Sin prestar atención al grito desgarrador de su mujer, el viejo sonrió lánguidamente, extendió sus manos como un hombre ciego y se desplomó como un bulto en el piso. 

 

III

En el nuevo cementerio, a unas dos millas de distancia, los viejos enterraron a su hijo y regresaron a su hogar impregnado de silencio y sombras. Todo sucedió tan rápido que, al principio apenas y pudieron digerirlo, y mantuvieron la expectativa de que algo más sucediera, algo más que aligerara su carga, demasiado pesada para sus viejos corazones.

Pero los días pasaron y a la expectativa le siguió la resignación, la resignación desesperanzada de los viejos, a veces llamada por un nombre equívoco: apatía. Había días que no intercambiaban una palabra, pues ya no tenían nada de qué hablar y sus días eran largos hasta el cansancio.

Fue una semana después que el viejo se despertó de forma repentina en la noche, buscó a tientas a su mujer y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras y el ruido de un sollozo entraba por la ventana. Se levantó de la cama y escuchó.

“Regresa,” dijo con ternura. “te va a dar frío.”

“Mi hijo debe tener mucho más frío” dijo la vieja y volvió a sollozar.

El ruido de su llanto se diluyó en sus oídos. La cama estaba tibia y sus parpados pesaban por el sueño. Comenzó a dormitar y siguió su descanso hasta que un grito repentino de su esposa lo despertó de nuevo”.

“¡La pata!” gritó enloquecida. “¡La pata de mono!”

Se levantó alarmado. “¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Cuál es el problema?”

La mujer se apresuró dando tumbos hacia el otro lado del cuarto. “La quiero,” dijo en voz baja. “¿No la has destruido?”

“En la sala, sobre la repisa,” dijo asombrado. “¿Por qué?”

“Solo ahora he pensado en ello,” dijo histéricamente. “¿Por qué no lo pensé antes? ¿Por qué tú no lo pensaste antes?”

“¿Pensar en qué?”

“En los otros dos deseos”, respondió con premura. “Solo hemos pedido uno.”

“¿Y con uno no te ha bastado?” respondió con fiereza.

“No,” gritó triunfante; “pediremos uno más. Baja y tráela rápido, y desea que nuestro pequeño vuelva a la vida.”

El hombre se sentó en la cama y aventó las sábanas de sus pies temblorosos. “¡Por Dios, estás loca!” gritó horrorizado.

“Ve por ella” dijo jadeando; “ve por ella y deséalo; ¡Oh, mi pequeño, mi pequeño!

El marido prendió un cerillo y lo usó para encender una vela. “Vuelve a la cama” dijo inseguro. “Ya no sabes lo que dices.”

“Nuestro primer deseo se concedió,” dijo la mujer, febril; “¿por qué no se cumpliría el segundo?”

“Fue una coincidencia,” tartamudeó el hombre.

“¡Ve por ella y deséalo!” gritó la mujer, temblando por la excitación.  

El viejo volteó a verla y su voz la sacudió “Ha estado muerto por  diez días, además, no te lo habría dicho por otro motivo, pero solo pude reconocer su cuerpo por su ropa. Si ya era una visión demasiado horrible como para que la presenciaras, imagínate ahora.”

“Tráelo de vuelta,” gritó la vieja y lo empujó hacia la puerta. “¡Crees que le temo al hijo que yo misma crie?”

Bajó las escaleras en la oscuridad y anduvo a tientas hasta la sala y de ahí hasta la chimenea. El talismán estaba en su lugar y un horrible temor de que el deseo fuera a traer a su hijo mutilado frente a él y que no pudiera escapar se formó en él; intentó recuperar el aliento al notar que había perdido la dirección de la puerta. Con su frente empapada de un sudor frío, anduvo a tientas alrededor de la mesa y se aferró a la pared hasta que llegó al umbral de sus aposentos con el objeto maldito en mano.

La cara de su esposa cambió cuando entró a la habitación. Su rostro estaba pálido, expectante y, para alimentar aún más sus miedos, tenía una apariencia antinatural. Él le tenía miedo.

“¡Deséalo!” gritó ella, con una voz grave.

“Es absurdo y perverso,” titubeó.

“¡Deséalo!” repitió su esposa.

Él levantó su mano. “Deseo que mi hijo vuelva a estar vivo.”

El talismán cayó al piso, y él lo miró con temor. Temblando, se dejó caer sobre una silla, a la vez que la mujer corría, con los ojos encendidos, hacia la ventana y abría el postigo de la ventana.

Se quedó sentado hasta que el frío lo dejó helado, mirando ocasionalmente la figura de su esposa vigilante en la ventana. La vela, que se había consumido hasta el borde del candelero de porcelana, producía sombras intermitentes en el techo y las paredes, hasta que, con un brillo de mayor intensidad, se extinguió. El viejo con una inefable sensación de alivio por el fracaso del talismán, regresó a su cama y, un minuto o dos después, la mujer le siguió y se acostó apática a su lado.

Ninguno habló; ambos se quedaron en silencio escuchando el tic tac del reloj. Una escalera crujió y un ratoncillo chillón correteó ruidosamente por la pared. La oscuridad era opresiva, y después de estar acostado por un rato reuniendo valor, el esposo tomó la caja de cerillos y, tras encender uno, bajó las escaleras buscando una vela.

Al pie de las escaleras el cerillo se apagó e hizo una breve pausa antes de encender otro; en ese momento se escuchó un golpe, tan quedo y furtivo que apenas era audible, en la puerta principal.

Los cerillos cayeron de su mano. Se quedó parado sin moverse, su respiración se detuvo hasta que el golpe se repitió. Entonces se dio la vuelta y corrió hacia la habitación, cerrando la puerta detrás de él. Un tercer golpe sonó en la casa. 

“¿Qué fue eso?” gritó la mujer, levantándose de un salto.

“Una rata,” dijo el viejo con voz temblorosa, “una rata. La vi pasar a mi lado.”

Su esposa se sentó en la cama y se mantuvo atenta. Un golpe fuerte resonó por toda la casa.

“¡Es Herbert!” gritó. “¡Es Herbert!”

Corrió hacia la puerta, pero su esposo la intercepto y la tomó del brazo con fuerza.

“¿Qué vas a hacer?” susurró con voz ronca.

¡Es mi niño; es Herbert!” gritó mientras forcejeaba. “Olvidé que estaba a dos millas de distancia. ¿Por qué no me dejas ir? Déjame ir. Tengo que abrir la puerta.”

“¡Por Dios Santo, no lo dejes entrar!” le rogó el hombre, temblando.

“Le tienes miedo a tu propio hijo,” le reclamó, forcejeando. “Déjame ir. ¡Ya voy, Herbert; ya voy!”

Hubo otro golpe, y otro más. La mujer, por desgracia, logró soltarse de su esposo y corrió fuera del cuarto. Su esposo la siguió y la llamó intentando que le hiciera caso mientras corría escalera abajo. Escuchó el ruido de la cadena y el pestillo inferior de la puerta levantarse lenta y rígidamente de su cuenca. Entonces escuchó la voz de la vieja afectada y jadeante.

“El pestillo,” gritó. ”Baja. No puedo alcanzarlo.”

Pero su esposo estaba de rodillas buscando desesperadamente en el piso la pata. Si tan solo pudiera encontrarla antes de que la cosa que estaba fuera de la casa pudiera entrar. Un continuo golpeteo reverberó por toda la casa y alcanzó a percibir el sonido de una silla raspando el piso que su esposa estaba poniendo en el pasillo contra la puerta. Escuchó el chirrido del pestillo al abrirse; en ese mismo instante encontró la pata de mono y frenéticamente suspiró su tercer deseo.

El golpeteo cesó repentinamente, a pesar de que sus ecos aún se escuchaban en la casa. Escucho como su mujer retiraba la silla y abría la puerta. Un viento gélido subió por la escalera y un largo y fuerte lamento de decepción y miseria exhalado por su esposa le dio la fuerza para correr a su lado y, después, más allá del portón. La farola titilante brillaba en el lado opuesto de la calle desierta.