miércoles, 6 de diciembre de 2023

''Ausencias'' @Ezequiel Cámara


Palabras fuertes.
Palabras vacías.
Ausencia de palabras,
desborde de sentidos.

Ausencias de personas,
personas que ausentan a otros.
El vacío que produce
cuando los hechos
golpean en el pecho.

La imagen invade
el significante.
La palabra se esfuma
transformándose
en un mero ruido.

Solo queda la foto,
la que nunca fue,
rodeada de palabras vacías
que se fusionan con excusas. 



® Ezequiel Cámara

''Una multitud de amores'' @Justina Cabral


Una multitud de amores,
le asignó dios a Pampita,
miradas que tienen sol,
angelitos que la abrigan.

Una multitud de amores,
esquinitas y veredas,
en complicidad dialogan,
preparan siesta con ella.

Una multitud de amores,
dedicados a Pampita...
Ezequiel, Ana y Mario
y quien escribe, Justina.

 

®Justina Cabral (Mar de Plata)

 

sábado, 25 de noviembre de 2023

''Un buchón no se retira, sólo hace pausas'' @Alejandro Almazán


Culiacán, Sinaloa— En uno de sus tres celulares, el Nokia Palm 650, colocó como protector de pantalla una foto suya en la que, en medio de un sembradío de amapola, aparece sujetando un cuerno de chivo con el cargador chapeado en oro, un AK-47 de siete mil dólares con el que parte el aire, porque que en este pedazo de México, cuando falla el habla, habla la bala. “Un pariente me dijo: “Malandrín sin arma es como una puta sin cliente”, y desata una risa estridente y entrecortada en plena bocanada.

Cruel —en un arrebato de talento así ha pedido que se le llame— no pasa de los 25 años y sus familiares le han diagnosticado el incurable síndrome de la mafia.

Cuando aún acudía al colegio, su cabeza se convirtió en un lío: juró que él no iba a tener una vida de desprecio, de trabajo duro y poca paga; él, quién sabe cómo, sería rico. Y su concepto de riqueza consiste en vivir en el exclusivo fraccionamiento Colinas de San Miguel, manejar una camioneta todoterreno con neumáticos anchos y rines de aluminio, comer mariscos y carne asada, dar propinas de cien dólares, beber Buchanan’s en las rocas, cambiar rutinariamente de celulares, vestirse a la moda italiana, mirar televisión por cable, tener aire acondicionado, caballos pura sangre bailadores, un rancho de 20 hectáreas, un jet, una bolsa Louis Vuitton de 400 dólares (que usa como cangurera para guardar tres cosas imprescindibles: cocaína, un revólver y dinero, mucho dinero) y acostarse con una mujer distinta cada día.

“Porque todo eso te da poder y la gente te mira con miedo, con respeto”, filosofa mientras se empuja con cerveza unos camarones crudos.

Cruel se considera adicto a la música de banda, a esas canciones que ensalzan el crimen y la sangre, y siempre celebra con whisky, cocaína y mujeres relucientes las ganancias que obtiene cada vez que mueve droga. Según él, su primer jale o trabajo fue hace unos dos años: sacó a crédito un kilo de pasta básica de coca; en las universidades de Culiacán los jóvenes aspiraron hasta el último residuo. Cruel no sólo recuperó los diez mil dólares invertidos: ganó buena plata, tanta como para darse el privilegio de encargar por catálogo a Nueva York su primera ropa Versace e invitar a una chica dos semanas a Mazatlán.

“Lo demás se lo debo a la suerte”, justifica su vertiginoso ascenso en el mundo del narco. Pero tiene razón: en este negocio un día más con vida es la mejor fortuna. Los traficantes, ya se sabe, necesitan matar para no morir. Matar: verbo transitivo en Sinaloa que exige el tiro de gracia. Viven poco y viven deprisa. Muchos terminan engrosando el ejecutómetro. Demográficamente hablando, Culiacán se controla así: 1.4 vivos por un ejecutado al día. Quizá esa sea la explicación de por qué en los censos esta ciudad siempre oscila en los 750 mil habitantes.

Cruel suele leer los periódicos que contabilizan los muertos y ahí ha corroborado que la vida se va pronto. Por eso dice que todo buchón que se precie de serlo, cuando tiene dinero debe acabárselo.

Y él lo hace. Hoy, por ejemplo, se ha propuesto gastar los 200 mil pesos que trae en la bolsa Louis Vuitton para festejar la Navidad.

Cruel, como muchos hombres, supone que el dinero es poder y hace guapo a cualquiera.

Woody Allen dice que el dinero sólo tiene sentido cuando uno puede comprar el sexo que quiera o tener las relaciones que se le antojen. Y Cruel —quien ignora quién es Allen, él sólo sabe de películas mexicanas de matones y actrices desnudas— paga mucho dinero para sentirse hermoso.

Paga para que lo bronceen. Paga para robustecer su cuerpo en un gimnasio. Paga a una estética para que todos los días le engomen su indomable cabellera, le rebajen el mustio bigote y le recorten las uñas hasta dejarlas redondas. Pero para ser honestos, Cruel sigue siendo feo.

“Eso vale madre con una buena camioneta”, dice con la boca llena, dejando escapar trocitos de camarón crudo curtidos en chile y limón. “Con la Hummer, por ejemplo, hasta el calzón de la morra sale volando”, y descarga nuevamente su risa estridente y entrecortada.

Anoche, en una prueba más de que el dinero lo hace verse apuesto, manejó ebrio su camioneta por todo Culiacán y gastó casi diez mil dólares con tres mujeres de concurso (las trae fotografiadas en ropa interior en otro de sus celulares) y con los jóvenes que le cuidan la espalda. Él tiene una camioneta Hummer. Pagó 80 mil dólares por ella. Antes manejaba una Lobo doble cabina de 370 mil pesos, pero dice que la moda hoy es una Hummer o una Lincoln Navigator de 64 mil dólares. Un día lo miré fascinado cuando salía a la pesca de hembras mientras serpenteaba las calles de Culiacán en los 4 mil 742 milímetros de largo de su camioneta que un día blindará.

En sus confesiones de macho profundo, se jacta de que mujer que ha subido a la Hummer, mujer con la que terminó en la cama.

La ropa de Cruel pasaría por estrafalaria, pero jamás por costosa. Los zapatos que ahora lleva puestos son de cuero de jabalí y Hugo Boss tiene la patente; le costaron unos 500 dólares. Los pantalones son Moschino, dice que pagó 800 dólares por ellos, pero uno de sus amigos me dijo que a veces exagera en las cuestiones de plata. La camisa brilla, es de seda, suave, y en la espalda trae zurcida la marca Versace; jura que gastó casi tres mil dólares en ella, que un amigo se la trajo de la Quinta Avenida en Nueva York, donde está una de las tiendas del diseñador italiano asesinado en Miami. Usa lociones creadas en Francia, se acaba de comprar un Rolex con rubíes, tiene varias gafas Dolce&Gabbana que le cubren la mitad del rostro y nunca olvida colgarse el rosario de oro al que un diamantista le incrustó varios quilates.

Si no trae más vestimenta no es por el desmesurado sol de Culiacán. Es porque cree que tanta ropa entorpece los movimientos y un malandrín nunca, nunca, debe sentirse apretado a la hora de los balazos.

“Con toda esta ropa de marca, atraes a cualquier mujer”, fanfarronea Cruel mientras oprime el atomizador de la loción Moschino que sacó de su Hummer.

Pese a la cantidad de dinero que lleva encima, hay algo que a Cruel lo identifica: es lo que en Sinaloa la gente llama buchón.

“Buchón no, esos son los de la sierra. Nosotros somos compas”, se enfada Cruel y pisa el cigarro hasta triturarlo.

Buchón, en la jerga sinaloense, es aquel habitante de la sierra que se hace millonario por sembrar, empaquetar y traficar mariguana y goma de opio. Se les empezó a llamar así porque en esos lugares el agua es una infamia. Entonces, después de beberla durante años, a muchos pobladores se les hinchó el cuello. La gente, comparando el cuello con el buche de los animales, los llamó simplemente buchones. Luego el tiempo hizo su parte: manoseó el concepto y ahora a todo aquel que se dedica al narco y se viste de modo extravagante se le dice buchón.

Un pariente de Cruel era buchón puro, de los rumbos de Badiraguato. En cuanto tenía dólares, gastaba en botas de piel de avestruz, mandaba traer jeans de Los Ángeles o Tucson y sombreros de Texas, compraba cintos piteados y pedía que a las camisas de seda garabateadas les zurcieran en la espalda el rostro de Jesús Malverde, el santo patrono de los narcotraficantes. Viajaba a Las Vegas y se la pasaba en las máquinas tragamonedas. Un día hasta fue a esquiar a Lake Tahoe, en Nevada. Pudo ir a Nueva York, pero siempre se le hizo lejos y prefirió Acapulco para mostrar lo rico que era. Gastó decenas de dólares por segundo porque supo que iba a morir pronto. Y así fue: lo ejecutaron un día porque en este negocio, además de rencores, hay envidias y esas matan más rápido.

Esa generación de buchones, los auténticos, los de la sierra, sigue viva.

Hace unas semanas, en la Plaza Forum en Culiacán, una linda mujer de minifalda, extensiones en el cabello negro y ojos grandes me confundió con un vendedor de la tienda de discos. Preguntó por los compactos que miraba. Le dije que eran distintos conciertos de Pearl Jam, pero en realidad sólo eran dos; los otros ocho discos estaban repetidos. En eso llegó su pareja, un güero de rancho, rojizo del sol, cuya camisa de seda traía estampada la imagen de San Judas Tadeo en la bolsa sobre el corazón, negros jeans ajustados y botas amarillas. La mujer aún miraba los discos cuando su pareja le preguntó: “¿Los quieres, mi’ja?”. Y no esperó la respuesta: cogió los diez discos con su manaza de campo y fueron hacia la caja para pagar.

La cajera cobró los discos de Pearl Jam, uno de la Banda El Recodo, otro de éxitos de Los Tigres del Norte y la primera temporada, en DVD, de Los Sopranos.

Cuando le conté a Cruel la historia alardeó, con su risa estridente y entrecortada, que eso no era nada, que él le ha regalado diamantes y esmeraldas a varias mujeres; que a una le paga la colegiatura de la universidad y que a otra la llevó un mes a Europa, donde la vistió, la calzó y “socializó” con ella hasta el hartazgo. Socializar, en su lenguaje, es coger.

Entonces supe que los buchones, que los compas, por tener a una mujer, no saben en qué gastar.

 

II.

Los cuatro puntos cardinales de Sinaloa, ya se sabe, son el narco, la impunidad, el soborno y las mujeres. Por eso existen los buchones.

 

III.

Erre Ele es un compa extraño. Se considera sencillo, lejos de las estridencias. Pero su anillo con diamantes, el enorgullecerse de que tiene hijos que ni siquiera conoce porque las mujeres han tenido la culpa —“para retenerme se han embarazado las muy cabronas”—, recordar que tuvo en casa tigres de bengala y otros animales exóticos, que ha hecho varios envíos de droga a Estados Unidos, y el que se vanaglorie de que fue una máquina de matar, inevitablemente le restriegan a uno que un bandido no se retira, sólo hace una pausa.

Por eso Erre Ele prefiere moverse en un compacto austero que en la camioneta de 440 mil pesos que se compró hace meses. Dice que ahora escucha a The Beatles y que dejó a un lado los discos de El Potro de Sinaloa. Sigue comprando su ropa por catálogo en Nueva York, pero ha agarrado la costumbre de vestirse con las imitaciones chinas de Versace, Tommy y Armani. Y antes, como sus amigos, solía ir a rentar películas mexicanas en DVD (como Tras las rejas por culero, La ley del ojete y Para narco cabrón federal más chingón, estelarizadas por Jorge Reynoso, Miguel Ángel Rodríguez, Chelelo, Hugo Stiglitz, Sergio Mayer y Lina Santos), pero ahora está deslumbrado con HBO y Discovery Channel, aunque no por ello deja de pensar a quién le debe dinero, a quién tiene que cobrarle o cómo le hará para mover la siguiente carga de droga.

Erre Ele critica hoy a los otros buchones de simples, glotones, estrafalarios, de tener mal gusto y ser despilfarradores.

“Si tienen cinco mil dólares, los mismos que se los gastan los plebes en una camisa, aunque se queden sin nada en la bolsa. No piensan. En este negocio estás arriba y abajo, por eso hay que invertir en propiedades para cuando se te acaba el dinero”, aconseja luego de que sumerge en una salsera un grasoso totopo.

Erre Ele ha aceptado platicar con la condición de omitir algunos detalles. Es alto, corpulento. Un pariente suyo lo describió como un fumador empedernido, pero eso fue en otra época. Ya no fuma nicotina, sólo mariguana.

Ahora faltan seis minutos para la medianoche y Erre Ele dice que un compa de verdad debe saber cuándo llegar y cuándo marcharse.

Pero esa máxima no se aplica en él: sólo dejó de ser matón a sueldo.

Y no recuerda a cuánta gente ha matado. No se acuerda y ni siquiera se esfuerza en tratar de precisarlo. Pero sí dice que algunos muertos fueron gratis. “A veces sueño que aún sigo quebrando”, dice preocupado, como si eso fuera peor que enfrentarse a alguien y reventarle la cabeza a ráfagas.

Cree que todo —“el asesinato de un cura marica o la muerte accidental de un niño”—, se puede pagar con arrepentimiento. Su retiro de matón no fue porque en Sinaloa se haya devaluado la vida —“ahora por un cigarro de mota o una dosis de cristal contratas a un sicario”, informa. No. Algo le pasó y de eso prefiere no hablar.

Quizá aprendió que en este negocio el que logra fama tiene los días contados.

“Uno de plebe quiere que le hagan un corrido, pero cuando te exhibes más de la cuenta, eres hombre muerto”, dice Erre Ele mientras le grita al mesero para que le traiga una cerveza. Porque eso sí: si hay algo que tiene esta clase de hombres es que son mandones. Conocí a uno que, aún teniendo enfrente los cigarros, ordenó a su mujer que se los acercara y ella estaba a unos diez metros de distancia. “Y hay otros que matan a traición sólo para cobrar fama de valientes, pero a esos los matan más rápido”, agrega cuando le llevan su Modelo escurriendo en el tarro.

Tiene razón: un joven buchón que sólo me permitió hablar con él pocos minutos me dijo que le encantaría que un día estampen sus fechorías en las primeras planas, que quería que todos le temiesen, y que ha matado porque las armas no son para guardarse.

Erre Ele es astuto como el diablo. Si no, no hubiera rebasado los 40 años de edad. Y ahora, como las ráfagas, recuerda bastantes extravagancias.

Por ejemplo:

Cuenta que a la mujer de un buchón le sacaba tanto de quicio el manchado natural del mármol italiano, que lo mandó a quitar para colocar una alfombra amarillenta traída del Medio Oriente. Que otro todavía viaja en su jet a Arizona sólo para ir al cine con la mujer en turno. Que uno, cuando se casó, mandó a tapizar con rosas rojas y blancas las escaleras del hotel. Que hay quienes compran celulares únicamente para telefonearles a sus novias una vez y luego los tiran. Que un amigo suyo acaba de comprar una mesa de billar con las buchacas de oro, porque así lo deseaba su esposa. Se acuerda de otro que ordenó destruir los armarios de cedro tallado por unos de PVC que le agradaron a su morra. Que un conocido mandó a traer un piano de cola a Francia para regalárselo a su mujer. Y dice que hace poco un compadre, para festejar el cumpleaños a su esposa, paseó a la mujer en un auto convertible con banda, globos y peluches.

“Así somos para deslumbrar a las pollas”, dice Erre Ele que ya ha bebido en este rato cuatro cervezas, se ha tomado su Tafil y sólo le falta fumar mariguana para que al rato, en el colofón de la hierba, pueda dormir. “Y a las mujeres hay que vestirlas bien y enjoyarlas para cogértelas. Ya cuando las dejas, si tienes hijos con ellas, sólo ves por los plebes. No vas a vestir a la polla y tenerla al pedo para que otro cabrón se la tire”.

—¿Y a ellas les gusta andar con ustedes?

—¡Por supuesto! —y se tumba hacia atrás de la silla—. Les gusta lo prohibido, son interesadas, quieren estar al puro pedo, bonitas. Y a nosotros nos gustan así, buenotas, nalgonas, piernudas, guapas y valemadristas para estar a tono con los otros compas.

—¿Y qué acostumbran regalarles a las mujeres?

—Diamantes, esmeraldas, dinero, camionetas y casas. A otras les gustan los animales, como los caballos bailadores. Hace años un amigo le regaló a una morra un ranchito y en la entrada la estaba esperando un caballo de ésos; en el hocico traía un diamante. Fue bien perrón, dicen que hasta lloró la morra.

A Erre Ele le entra una llamada a uno de sus celulares.

Habla en claves que sólo él entiende. Cuelga. Dice que se tiene que ir a un jale y esos no esperan. A él le va mejor, hablando en dólares, cuando trae droga de Colombia, la vuela en avioneta hacia Estados Unidos o la transporta en lancha. “Pero en eso tienes más posibilidades de morir, porque las envidias son muchas en este negocio: si ven que tienes éxito, te matan, los hijos de la shingada”.

Lo veo marcharse.

Y no creo que abandone los revólveres, el tráfico y la lucha contra la muerte.

Porque un bandido de verdad no se retira, sólo hace una pausa.

 

IV.

Doble T es un sol naciente, un hombre que va escalando en el narco.

Desde hace rato se ha estado alicusando. (La palabra alicusar sólo existe en Sinaloa y significa arreglarse para una fiesta. En el resto del mundo es acicalar, pero aquí es alicusar y punto).

Decía que Doble T se está alicusando para una fiesta, que la loción Dolce&Gabbana ha impregnado en su cuerpo, que su cabello está engomado y sólo le falta mirarse por enésima vez al espejo para sentirse listo. La fiesta será en un salón que, según el mito, fue construido en pocos días para celebrar un bautismo; por la rapidez, en pleno festejo se derrumbó el techo, y seguramente alguien pagó las consecuencias. Me prohíbe decir qué se conmemora, pero autoriza a informar que cantarán Julio Preciado y un fulano llamado Sergio Vega. El primero cobrará por una hora 25 mil dólares; el segundo, 15 mil dólares. Para recorrer mesa por mesa, una banda tocará hasta el amanecer por unos cien mil pesos.

“¡Un chingo de billete, bato, un chingo!”, sigue admirándose Doble T de las excentricidades de un mundillo que conoce desde niño.

A él lo deslumbran este tipo de fiestas porque hay todo lo que necesita: perico, música, whisky y mujeres. La cocaína, en un festejo como éstos, sólo se consume en el baño por pudor. El resto se deja al libre albedrío. Hoy, y siempre, tiene la expectativa de seducir a una hembra. Y, si sus fanfarronerías son ciertas, lo hará: “A mí me buscan por lo guapo y no tanto por el dinero”, alardea.

Él no tiene tanta plata. Apenas le ha alcanzado para comprar imitaciones chinas de ropa italiana, para traer una camioneta que apantalla y “para la vagancia y la peda”.

Algunos de sus amigos, en cambio, ya son un sol de mediodía.

Y Doble T aspira a alcanzarlos.

Imagina, por lo pronto, que llegará el día en que, igual que sus amigos, gastará tres mil dólares en una camisa. “Eso sí: va a estar perrona, sin tanta madre, sin tanto garabateado; mis amigos piensan que lo caro, aunque esté feo, es lo más chingón… están pendejos”, dice. Supone que cuando se case desembolsará, sólo para la música, 50 mil dólares, mandará a revestir el salón de flores caras, tendrá una gran copa llena de cocaína en el baño para sus invitados y se irá de luna de miel a recorrer el Caribe en un crucero. Cree, también, que llegará el momento en que lo cuiden unos esbirros y éstos le regalarán, como a todo buen capo, ranchos con lagos artificiales, diamantes puros, camionetas blindadas, caballos y leones, relojes lujosísimos, todo para congraciarse con él. Claro que él preferiría que le obsequien armas diseñadas en oro para que cada bala que escupa valga la pena.

Entonces Doble T se marcha a la fiesta a seducir a una hembra.

 

V

Los buchones son los responsables del boom de las estéticas, de que se fundaran escuelas para aprender modales, que la General Motors venda más Hummers aquí que en ninguna otra parte de México, que los colegios privados subieran sus costos, que los salones de fiestas encarecieran sus tarifas, que las funerarias mandaran hacer ataúdes con armas talladas en el cedro, que los brujos se pusieran a sus órdenes, que los músicos de banda tocaran mejor con una bolsa de cocaína como propina, que los niños salgan a las calles a jugar a los pistoleros con revólveres de verdad. Y llevaron algo de amor para dignificar la muerte.

 

VI

A Sin Nombre lo conocí en la Feria Ganadera de Culiacán, que no es otra cosa que la fiesta anual donde los buchones pueden exhibir su poderío. Y éste consiste en ver quién maneja la mejor camioneta, quién despilfarra más dólares contratando bandas para bailar, quién bebe Buchanan’s 18 años y lo combina con perico, quién llega rodeado de matones a sueldo, quién apuesta cifras inalcanzables en las peleas de gallos, quién monta mejor a caballo, quién carga con más celulares y quién imanta a más mujeres.

Sin Nombre contrató cinco bandas que tocaban al mismo tiempo mientras él hablaba al penal de Culiacán para que algunos de sus amigos recluidos escucharan la canción que les dedicó. Traía Buchanan’s y coca. Lo cuidaban varios hombres de cara dura que escudriñaban los alrededores. Ya había perdido 300 mil pesos en el palenque y se burlaba de sí mismo por confiar en perdedores. Y tres mujeres, cuya belleza parecía haber sido diseñada por computadora, se le encaramaban. Entonces le pregunté que cuánto traía en su cartera.

—Traigo la cantidad que me digas —dijo sin alterarse.

—¿Un millón de dólares?

—No cabe en la cartera, pero sí, lo tengo si pido que me lo traigan —y se empujó un whisky con agua mineral.

—¿Y ahorita, cuánto ha gastado?

—Sin ofender, lo que en tu vida nunca vas a tener.

Quién sabe si Sin Nombre exageró. Aquí en Culiacán las cosas terminan por ser necesariamente ciertas.

Dijo que él sólo se dedica a “mandar, mandar, mandar y mandar”.

Que come, trafica y mata a toda prisa. Que desde los ocho años de edad su padre le dio un revólver para defenderse y desde entonces es malo. Que la vida ha sido benévola con él, pero que sí, que le han matado a mucha parentela. Que suele consumir cocaína para ligar bien las ideas. Que las fiestas en Acapulco son espectaculares porque ahí se termina acostando con actrices, cantantes y edecanes. Que él busca respeto y que eso, en este país, sólo se gana siendo un malandrín pesado. Que no le da miedo morir sino vivir demasiado. Y que tiene muchas esposas porque le gusta rodearse de mujeres, cada una más guapa que la otra.

 

VII

Sacado del diccionario de la Real Academia Sinaloense.

Buchona: dícese de la hembra de la especie humana que, una vez mirada, nunca es posible olvidar sus extensiones de cabello, sus largas uñas de colores, sus dientes blancos, su bello rostro acentuado con maquillaje, su ropa y accesorios fulgurantes, sus zapatos de tacón alto, su impúdico escote y sus nalgas.

Dícese de la bípeda mamífera que le pertenece a un buchón, que le paga todos los caprichos, la envía a Guadalajara a que un cirujano plástico le arregle las imperfecciones, es parte de su equipaje de viajero, cumple sus fantasías eróticas o la utiliza para fanfarronear.

 

VIII

Si los ángeles existen, entonces, a primera vista, Fuego parece uno de ellos.

Trae los pies enfundados en unas zapatillas de Dolce&Galbana que la hacen crecer diez centímetros. Sus tobillos, piernas, muslos y glúteos vienen protegidos por unos jeans Versace que compró cuando se relacionó por tercera vez con un buchón. Trae un cinturón de plateados círculos entrelazados comprado en el centro de Culiacán, donde toda la ropa es obscenamente brillante. En las muñecas trae pulseras con diamantes y un reloj Cartier, obsequio de su penúltima pareja, que ahora está muerto. Sus extensiones rojas combinan con sus uñas, a las que la manicurista les dibujó unas flores con corazones; presume que pagó 20 mil pesos en la estética para que todo estuviera en su lugar. Su rostro es un poema. Pero lo que más sobresale es el top negro Bebe: si se ha operado los senos, si el médico le cobró 45 mil pesos por aumentar dos tallas, está consciente de que los debe exhibir. Y lo hace.

Fuego tiene 20 años, va a la mitad de su carrera y vive en uno de los barrios más pobres de Culiacán. Una amiga suya la define como una rosa en medio de magueyes.

Ahora es mediodía y llega al restaurante. Camina con altivez. Se sienta, cruza la pierna izquierda, enciende un cigarro, se quita las gafas Cartier de piloto espacial y ordena una cerveza para ponerle orden a la resaca.

—¿Qué se necesita para ser buchona?

—Estar buena, mi rey, estar bien buenota

—entonces se levanta y se luce caminando como si estuviera en una pasarela de Milán. Disfruta su vanidad, le paladea provocar la envidia.

Y no exagera: un requisito indispensable para que los buchones miren a mujeres como Fuego es, precisamente, su belleza natural.

Lo demás que le cuelguen o le pongan son sólo juegos pirotécnicos.

Pero otra cláusula es el riesgo.

“Tú sabes que si andas con un buchón también caes con él”, dice y acaricia la panza del envase de Corona. “A una amiga la ejecutaron junto con el morro que andaba, a eso te expones”.

—Entonces, ¿por qué arriesgarse?

—Porque necesitas dinero. Mis padres son muy pobres y yo tengo que pagar mi celular, mi universidad, mi ropa, tengo que cuidar mi cabello, mis uñas y eso cuesta un chingo.

Fuego suele gastar al mes entre 50 y 70 mil pesos. Pero hay noches, como cuando a Culiacán llega la Feria Ganadera, en que su buchón le ha dado 30 mil pesos para vestirse para la ocasión.

—¿Y ustedes en qué se fijan? ¿Qué las atrapa de ellos?

—El dinero —y sonríe como si se avergonzara, pero Fuego se considera una desfachatada—. Nos fijamos en que su ropa tenga marcas, que tengan buena camioneta, que sean lo bastante extravagantes, porque ahí siempre hay dinero.

—¿Y si sólo es un parapeto, si resulta que no tienen dinero, pero se ven bien?

—Entonces los mandas a la chingada. En eso te das cuenta de inmediato: le dices que te compre algo y si te pone un pretexto, entonces ya no le sigues el rollo; el que sigue —y voltea a mirarse al espejo que está a sus espaldas, simulando una pared.

—¿Y sólo deben andar con uno o hay libre albedrío?

—No, la regla dice que sólo debes andar con él. Son muy celosos. Una amiga se atrevió andar con otro al mismo tiempo y el bato la madreó bien feo. Para sobrevivir hay que respetar el mayor número de reglas.

Y los estatutos buchones dicen:

La buchona es de quien la trabaja.

Las buchonas no trafican, sólo se benefician de las ganancias.

Entre buchones no se arrebatan las mujeres; ellas deciden cuándo termina. “Nosotras sí sabemos cómo desarmar a estas bestias”, se jacta.

Si le regalan una casa a la mujer en turno, sólo es para que ambos tengan sus zooms sexuales. Si es violado el artículo: “Te matan. Una amiga llevó a su novio formal y los encontraron; la muerte apareció en el periódico, le pusieron que fue un crimen pasional y esas mamadas”.

Y si el compa invierte, la buchona debe estar dispuesta a todo.

“Una vez, un buchón gastó en mí como cien mil pesos y se los cobró en el motel. Pagué cara la inversión”.

—¿Y siempre se paga caro?

—Pues es que depende la inteligencia. Con ese morro, la verdad, sí tuve miedo, porque me puso la pistola en la boca. Pero te puedes apartar si juegas con la cabeza. Por ejemplo: si ves que ya quieren llevarte a la cama y el plebe está guapo, pues le entras, no hay pedo; pero si está feo el cabrón, porque muchos son feos, entonces les presentas a otra amiga y con eso calman su calentura. Otras veces, si están muy piñados contigo, entonces desapareces de Culiacán hasta que anden con otra morra y te olviden.

—¿Y cuántas veces has tenido que desaparecer de Culiacán?

—Pues quise hacerlo una vez, pero te digo que me puso la pistola en la boca. Pero mis amigas lo hacen seguido. Hace poco le llamaron a uno para que las llevara a un antro, les pagó todo y hasta les dio dinero para que se compraran lo que quisieran en la plaza. Entonces le dijeron que iban al baño y se fueron del antro, lo dejaron colgado. Esa misma noche el bato las estaba buscando para matarlas, pero a las pocas semanas lo ejecutaron en la sierra y pues mis amigas pudieron salir de donde estaban escondidas.

Fuego no sólo ha sentido el cañón de un revólver, también el de un cuerno de chivo y los dientes de un cuchillo. Pero sobre eso no quiere abundar.

“Lo bueno de mí y de mis amigas es que somos como los perros: nos acostumbramos muy rápido a los nuevos amos”.

Después de un par de cervezas Fuego tiene la boca grande y los oídos pequeños. En otras palabras: no escucha y no para de hablar.

Dice que todos los días se levanta a mediodía, que todas las noches sale con el buchón en turno, que les paga en dólares a sus maestros para acreditar las materias y así se olvida que debe acudir a la escuela, que prefiere los BMW pero aquí creen que esos autos son para los homosexuales, que sus padres no le recriminan su forma de vida porque ella les da entre 15 y 20 mil pesos al mes, que lo más estrafalario que le han regalado ha sido un viaje de un mes en Europa, que si no viste ropa brillante se siente insignificante, que las buchonas siempre deben brillar, que le gusta conocer a los capos pesados porque entonces ella gana respeto en el mundo del narco, que no se droga, que le gustan los mariscos y la cerveza, que no hace ejercicio, que ayer le trajeron de Nueva York un vestido Armani y está muy emocionada, que manejaba un camionetón pero como ya no anda con el compa, tuvo que entregarle las llaves, que aprendió a tirar un arma en un rancho, que le gusta ir a los bautizos de hijos de buchones porque dan centenarios en el bolo, que sus antros favoritos son La Tequilera y El República, porque ahí siempre hay quien cargue más dinero que el otro, que con el buchón que anda le ha dado unos 300 mil pesos todavía sin nada a cambio y que espera en Dios que siempre siga “bien buenota”.

Al final le digo que parecía un ángel cuando llegó. Se echa a reír, se mira por enésima vez en el espejo para alimentar su narcisismo. Pero le digo que después de escucharla, sin ofender, parece más el vecino del diablo. “Entonces en tu texto ponme Fuego o algo así”.

Se le quedó Fuego.

 

IX

Lo último que supe de Cruel es que embarazó a una buchoncita, que está por comprar la Lincoln Navigator, que se quitó el bigote para verse menos feo, que sigue cosiendo el aire con su AK-47 y que colocó como protector de pantalla en un nuevo celular una fotografía reciente: tiene en las manos muchas pacas de a kilo de cocaína, carcajeándose, con su risa estridente y entrecortada.

''Cinco días s3cuestr4da, cinco días de infierno'' @Alejandro Almazán


Ana, nombre ficticio empleado para proteger su identidad, fue secuestrada durante cinco días, 120 horas en las que conoció de cerca una estación en la que la vida parece perder todo sentido. Hoy, meses después de que ha visto, frustrada y perpleja, cómo la negligencia, la corrupción y el desdén de las autoridades han permitido que sus plagiarios sigan libres, acepta contar en Larevista la historia de esos momentos de espanto. Este es su relato, verídico, directo, de primera mano.

1.- Tengo enfrente de mí el retrato de Mario Alberto Bayardo Hernández, el hombre que me secuestró durante cinco días. En este instante del 2 de febrero de 2004 vuelvo a mirar el rostro de quien también me violó. Del hombre que forma parte de la infame lista de los diez más buscados en México. Del hombre cuya fotografía ha sido colocada en algunos espectaculares de este Distrito Federal, el hábitat natural de Bayardo, aunque la otra mitad de su vida la divida en Tlaxcala.

Es el mismo secuestrador que ha sido llevado tres veces a las prisiones capitalinas, pero extrañamente siempre queda libre y regresa a liderar la banda que lleva su apellido. Es el sujeto que tiene negocios de lavado de autos y es dueño de microbuses en el área metropolitana, según la PGR. Es el hijo de Alberto Bayardo Rosales, y el padre de Geraldyn Alberto, detenidos por ser los plagiarios de Laura Zapata y Ernestina Sodi.

Es El loco. Así lo apodé durante mi cautiverio. Juro que es el que hace 60 días, a principios de diciembre, me apuntó con un revólver y me dijo que lo abrazara como si fuera su novia.

Era de noche. Yo estaba a media cuadra de la casa de Marcelo Ebrard, el jefe de la policía capitalina que se jacta de que en su colonia, la Del Valle, no hay secuestros. ¡Ah! Es él. ¿Cómo diablos olvidas al cabrón insano que, al final, prometió buscarme para ver si, de casualidad, me enamoraba de él?

Y la foto que miro es reciente. Se la tomaron el 13 de noviembre de 2003, cuando la PGR anunció que había detenido al azote del sur de la ciudad. Sonará insólito, pero veinte días después ya estaba libre… secuestrándome.

Es él: su barba de candado que me restregó en el pecho; su clara piel que tanto deseaba que yo observara cuando me violó; sus ojos verdes que te asustan; y su ancho cuello que me obligó a acariciar.

Seguramente la playera amarilla que viste en el retrato tamaño infantil huele a suavizante de telas, su irremplazable aroma que aún tengo pegado a la nariz. Y aunque sus gordas manos no se aprecian, quizá traía ese carísimo reloj Audemars Piguet que alcancé a mirar, ya en la parte posterior del auto en el que me trasladaron a una casa de seguridad. Una casa que era el infierno.

Es él. El primer y último rostro que miré, porque entonces me colocaron parches sobre los ojos.

* * *

Aquella noche del 2 de febrero Ana telefoneó al policía judicial que le asignó la procuraduría capitalina y que ella llama Pejota. Aturdida, le contó lo de la foto de Bayardo. Le dijo que era el mismo que ella había descrito en el retrato hablado.

El Pejota le comentó con su desenfado de siempre: «¿A poco todavía no te das por vencida?».

Semanas después, cuando un conocido le llamaría para decirle que en ese momento su secuestrador estaba en una plaza de toros, Ana recurriría a las autoridades federales, a la Agencia Federal de Investigación, en particular, que por esos días alardeaba de estar desmembrando bandas de secuestradores. Pero al final, terminaría hundida en la frustración.

* * *

2.- Desde antes de salir de aquella venta nocturna del Palacio de Hierro en Santa Fe, le dije a mi prima (que entonces iba a la mitad de un embarazo) que me sentía angustiada. Ella lo atribuiría a que tardamos casi diez minutos en encontrar en el estacionamiento el Clío negro, propiedad de la compañía en la que yo trabajaba.

Pero aquella ansiedad no me abandonó. Osciló. Bajó cuando dejé a mi prima en su casa, allá en Polanco, y un vigilante me deseó suerte.

Creció cuando estacioné el Clío, justo en la esquina de la calle donde vive Marcelo Ebrad. Bajé con mis bolsas del Palacio de Hierro. Abrí la reja de mi casa. Y miré la hora por última vez: las 10:45. Entonces, atrás de mí se escuchó un ruido tremendo, como si hubiera entrado un ventarrón.

3.- Eran dos tipos. Vestían trajes impecables, con mocasines. Sólo uno se agachaba y se cubría con una gorra que no cuadraba con su ropa.

Entonces el del traje gris, el de la barba de candado, el que apodé El Loco, el que ahora sé es Bayardo, sacó un revólver y, educadamente me dijo con su vozarrón que me volteara, que a partir de ese momento debía cerrar los ojos.

Dejé de verlo hasta que me arrancó las bolsas, me pidió el celular que me acababa de enviar un amigo de Europa y me colocó sobre los ojos la gorra de su acompañante. Durante los cinco días que duraría mi cautiverio no volvería a ver el rostro de nadie.

Me tumbaron en la parte posterior del auto. Reconocí que era el Clío por mis olores. El Loco recargó su codo y brazo sobre mis ojos y se acomodó en el asiento con los pies apoyados en mí. Me dejó en una posición tan incómoda que no podía respirar. Y yo sintiendo que el corazón se me salía.

El Loco trató de calmarme: «No te preocupes, tú eres una dama y nosotros unos caballeros, no te va a pasar nada».

Le dije que se llevara todo, pero que me dejara ir, que toda mi riqueza estaba en mi bolso: tarjetas de crédito boletinadas por tantas deudas. «Nosotros no somos pinches raterillos y ya cállate».

Y entonces sentí que algo se cerraba en mi espalda. Muchos pensamientos se desbocaron en mi cabeza: ¿me están confundiendo?, ¿así son los secuestros exprés?, ¿harían conmigo una snuff movie o sólo es una violación?

Salí de mis cavilaciones cuando El Loco empezó a acribillarme con preguntas: que si la mujer que había dejado en Polanco era mi hermana, que si no me había fijado que me perseguían desde Santa Fe, que dónde trabajaba, que si el carro era mío, y que qué inconciencia la mía de andar tan tarde en la calle…

Para cuando me pasaron a otro auto, un Jetta rojo, supe lo que es que los músculos ya no te obedezcan, que ni siquiera tengas fuerza para lanzar un grito; que tu cuerpo, desde ese momento, ya no te pertenece. Que has perdido la capacidad de oler y escuchar. ¿Ver? Jamás, los parches elaborados con gasa te clausuran los párpados. Eso sí, el aire frío fue la única realidad palpable.

Calculo que el traslado a la casa de seguridad habrá durado un par de horas. Casi todo fue en línea recta. Cuando nos estacionamos, El Loco me envolvió y alguien me cargó, pero me resbalé de sus brazos y mi cintura dio directo al filo de la baqueta. Escuché el vozarrón de El Loco reprobándolo y gritándole que tuviera mucho cuidado conmigo, pues me había convertido desde ya en la mujer de sus sueños.

Me llevaron a un cuarto, me aventaron en un colchón, me cambiaron los parches de los ojos por unos más grotescos y entonces llegó un hombre que dijo ser médico. Me obligó a desvestirme y, mientras hacía un registro minucioso de cada cicatriz en mi cuerpo, me dijo que sólo buscaba si no traía «un arroz», un chip localizador. Luego me habrán pasado un escáner, que sonó en mi tobillo y se enojaron.

«¡Sí trae arroz, sí trae!» y alguien cortó cartucho. Pero el doctor lo detuvo: se dio cuenta que era un viejo clavo que une mis huesos desde la adolescencia.

Cuando terminó la revisión, El Loco me dijo dos cosas: Una: «Estas son la reglas: Si te pones loca, te madreamos. Si tratas de huir, te matamos. Si te quitas los parches, te matamos. Si te portas bien, verás que esto nunca ocurrió».

Y dos: «Ya hablamos con tu papá, mi amor. Que regreses a casa depende de él. Porque, bueno, no te he dicho, pero estás secuestrada».

Entonces me enrosqué en el colchón y tomé la cobija como si fuera un estúpido escudo. Ese fue mi pequeño mundo en cinco días.

* * *

El primero de la familia que se enteró del secuestro fue el padre de Ana, un profesor. Eran las tres y cuarto de la mañana cuando sonó el teléfono. El Loco fue breve: le exigió un millón de pesos de rescate y se disculpó de que le estuviera pidiendo dinero y no la mano de su hija.

También le dio instrucciones de dónde recoger el Clío negro y le advirtió que se lo devolvía a cambio de que la empresa donde trabaja Ana no levantara denuncia alguna.

El profesor se comunicó con algunos jefes de la policía que fueron sus vecinos. Y ellos mismos le recomendaron que no denunciara, que era mejor juntar la mayor plata posible -que no llegaría a más de 50 mil pesos-. Sería hasta el sábado cuando el secuestrador volvería a telefonear.

* * *

4.- Chavo, al que fue asignado mi cuidado, me contó por qué la casualidad me condenó al secuestro: iban por otros jóvenes, pero no pudieron alcanzarlos. Y estaban tan frustrados que de pronto apareció el Clío negro con una mujer a bordo. Chavo terminó compartiendo la soledad de mi encierro.

5.- La primera noche fue de insomnio.

Te sientes cómo te invade un vacío inconmensurable. Estás en el desamparo total.

6.- Chavo no pasaba de los 18 años. Y se identificó conmigo por una simple razón: él era adicto a la cocaína y yo había trabajado en una clínica de adicciones. Eso me funcionaría durante el cautiverio: gracias a la confianza que le inspiré, se abstuvo de aturdirme con tranquilizantes.

Y poco a poco fueron regresando mis sentidos. Agucé el oído lo más que pude para escuchar mi entorno: oía los rugidos de los autos o los rumores de tráilers, y me imaginaba que estaba a orilla de una carretera. Oía los programas de la televisión, y me ayudaba a calcular las horas.

Pero también escuché otras cosas.

Como una radio de banda que soltaba claves como «R10», «R30», o «un 24 en la 12». Luego me enteraría que son contraseñas de la policía.

O como aquellos gritos de adolescentes que duraron toda esa noche y que Chavo me explicó el por qué: «Son dos morritas que traían un Jaguar. Ahorita están gritando porque las están violando. Pero no te angusties, le gustas al jefe y nadie te va a hacer daño. Salvo él, si se pone loco».

Cada vez que fui al baño escuché llantos y los televisores o radios encendidos. Me imaginé los infiernos de cada uno. Chavo me dijo aquella noche que tenían «casa llena» de «visitas», como nombran a los secuestrados.

7.- A la mañana siguiente, se escucharon helicópteros. Chavo me pegó una pistola en la cabeza y me dijo que, si era la policía, tendría que matarme, pues era mejor que lo condenaran a diez años por homicidio que a 40 por secuestro.

Los helicópteros se fueron. Chavo me pidió una disculpa y luego me dejó tocar la cacha de su pistola: ahí tenía grabada la imagen de San Judas Tadeo.

8.- Hablamos Chavo y yo de muchas cosas el día dos de cautiverio:

Que él ya tenía tiempo en este negocio. Que ganaba bien. Que compraban las revistas Caras, Quién y los suplementos donde los ricos son fotografiados en toda su altivez, para aprenderse bien los rostros de a quién van a secuestrar, pues ellos sólo raptan a gente adinerada.

Que, claro, también son matones. Que las banditas que han surgido son unos improvisados y ponen en riesgo el negocio, y que de ahí que ellos delaten a esos espontáneos con la policía. Que buena parte de los jefes policiacos en el centro del país son sus protectores. Que cuando los detienen deben tener lista una millonada para ofrecérsela al juez. Que ellos sólo plagian a mujeres y a jóvenes, sobre todo en antros como El Alebrije o el Palmas 500…

«A los viejos con dinero, los dejan morir sus hijos. Y las esposas, rencorosas, terminan por darnos las gracias», me explicó.

Todavía lo escucho contándome una insalubre historia:

«Nos comunicamos con la esposa de un secuestrado y nos dijo que ojalá lo matáramos. La verdad nos dolió decirle al señor y hasta nos pusimos a sus órdenes por si quería que le echáramos bala a la pinche vieja desgraciada. Un compadre de él fue quien pagó el rescate. A la semana siguiente, leímos en el periódico lo de un asesinato de una mujer. Era la esposa. Ese güey la mató. ¿Imagínate al pinche loco que teníamos aquí? Por eso nos vamos con las morritas y los chavos, porque se ponen pedos, nos facilitan las cosas y por ellos sí pagan».

9.- Otra noche de insomnio y de espanto: otros de la banda, inestables y brutales, empezaron a golpear a un joven; escuché su llanto. En eso entró Chavo muy agitado y me dijo que me pusiera a rezar con él, porque sus compañeros estaban drogados y ya habían matado a un secuestrado.

Dejé de rezar después de varias horas cuando escuché a El Loco: «¿Buenos días, mi amor, qué quieres de desayunar?».

El desayuno fue una violación.

10.- El sábado llegó El Loco azotando la puerta y con un rostro enloquecido me dijo: «Tu papá no aguantó la negociación, le dio un infarto. ¿Ya ves? Dios quiere que te quedes conmigo».

* * *

Aquello era mentira. El padre de Ana estaba a esas horas esperando la prueba de vida para entregar el dinero allá por las Pirámides de Teotihuacan.

Ana terminó rota. Desconsolada, le pidió a El Loco que por favor la matara. El secuestrador se enfureció y le soltó: «¿Estás enferma, estúpida? Te puedo matar, pero te quiero mucho».

Hasta en la noche, Chavo le dijo a Ana que su padre estaba sano, que lo único que buscaba El Loco era verla humillada.

Y aunque el padre de Ana entregó el rescate, después de tantas indicaciones, su hija no llegó a casa.

* * *

11.- El domingo me quedé sola. Y al menos cuatro veces entró alguien distinto a mi cuarto, me pidieron que contara hasta diez y luego jalaban el gatillo. Terminaban riéndose.

Chavo no llegó hasta que empezó la final de Big Brother y lo maldije. Se disculpó diciéndome que había ido a visitar a su mamá.

Le conté que habían jugado a asesinarme.

«¿Si te ayudo a escapar me sacas del país?», me diría luego Chavo, muy nervioso. Al escucharlo, lo único que sentí en ese momento fue que ya estaba decidido: me iban a matar.

12.- Cuando Omar Chaparro fue declarado el ganador de Big Brother, apareció El Loco y soltó: «¡Te vas, mi amor!». Y ordenó a Chavo que me peinara y me limpiara con alcohol. Ahí, Chavo se me acercó al oído y me pidió esto: «Dime que Dios me bendiga, por favor. Dímelo». Se lo dije.

Lo último que escuché de Chavo fue que no me confiara, que todo podía ocurrir.

Habré caminado unos 15 pasos, sujetada a las mano de Chavo, cuando sentí el frío y la voz de El Loco: «Vas a abrazarme como si fuera tu novio, ¿eh? No vayas a hacer ninguna pendejada, mi amor».

Me subieron a una camioneta y en todo el trayecto, yo acostada, El Loco me manoseó y me dijo que yo le había traído paz a su vida y que estaba dispuesto a dejar «este trabajo» para casarse conmigo. «Te voy a buscar, mi amor».

13.-El Loco me ordenó bajar y contar hasta 120 antes de quitarme los parches en los ojos. Que entonces caminara hacia mi lado izquierdo hasta encontrar un módulo de policía, donde pediría un taxi con el billete que me enroscó en la mano. Y me dio un beso el cabrón.

No lo creí. Yo tenía en la cabeza la imagen de El Loco dándome el tiro de gracia. Estaba tiritando. Me sentía en un precipicio. Tenía la boca reseca.

No escuché cuando la camioneta arrancó. Y ni siquiera podía contar. Pero lo que me trajo a la realidad fue el grito lejano de una señora: «¡Ya apaga la tele, pinche güevón!».

Me arranqué los parches y apenas pude enfocar que estaba en una unidad habitacional. Corrí a buscar el módulo. Y, al llegar, el policía me miró con una expresión de sospecha muy comprensible: eran las tres de la mañana, y yo estaba sucia, maloliente y preguntándole dónde carajos estaba. «En Villa Coapa», me dijo y me ayudó a tomar un taxi en la Calzada de las Bombas.

Sólo hasta que entré al taxi me vi al espejo y no era yo: tenía cinta adhesiva por todo el rostro, los ojos estaban morados, no tenía color.

El taxista pensaba que me había golpeado mi pareja hasta que se dio cuenta que una camioneta nos seguía. Le tuve que decir que había sido secuestrada y que esos de la camioneta eran los que me habían liberado.

* * *

Después de unos kilómetros de paranoia, el taxista dejó a Ana en casa. La camioneta se estacionaría casi enfrente de ella. Seguramente la vieron cómo Ana saltó al cuello a toda su familia y cómo la abrazó intensa y mudamente.

* * *

14.-Empecé a parchar mi vida.

Acudí a denunciar ante un ministerio público sin alma. Me hice carísimos análisis del VIH. Me topé con que en mi empresa mi jefa les contó a todos mi tragedia y me trataron con lástima; terminaron por despedirme. Mis amigos se alejaron. A mi padre le cayeron 20 años encima. A mis hermanas las condené a la demencia. Me quedé más pobre de lo acostumbrado.

Por fortuna me encontré con el Centro de Apoyo Sociojurídico a Víctimas del Delito Violento, de la procuraduría capitalina. Ahí me ofrecieron terapia sin ningún costo.

15.- Diez días después de que observé el retrato de Bayardo en la televisión y que no obtuve respuesta de mi Pejota, los diarios destacaron una noticia: un empresario había sido secuestrado en la colonia Del Valle, pero logró saltar de la Windstar donde lo trasladaban. La policía intervino y detuvo a los raptores; dos de ellos resultaron heridos.

Una de las fotografías que publicaron me cimbró: entre lo decomisado a la banda estaba una pistola cuya cacha tenía a San Judas Tadeo y un celular igual al mío, un modelo que no hay en México.

Los tenían en la delegación Gustavo A. Madero y fui para allá. Un comandante escuchó mi historia sin oírme. Le pedí verlos para intentar reconocerlos. Pero me trató con desprecio y me echó.

Por la tarde logré contactar al empresario que había librado el secuestro y me dijo que acababa de ir a denunciar. Pero que ya habían sido puestos en libertad «por falta de parte acusadora».

16.- En internet logré conseguir algunos datos de Bayardo:

Una entrevista de López Dóriga con José Espina, presidente del Consejo Ciudadano, donde éste decía que Bayardo era protegido en Tlaxcala por funcionarios de allá.

Unas columnas de diarios tlaxcaltecas donde lo ligaban familiarmente con el subprocurador de justicia Edgar Bayardo.

Denuncias en contra de magistrados del Primer Tribunal Colegiado del Primer Circuito en Materia Penal, pues ellos liberaron a Bayardo en sus dos primeros arrestos de 1990 y 1999. Se dice que recibieron varios millones de pesos.

Le proporcioné esta información a mi Pejota y es hora que no se ha comunicado conmigo.

17.- Un domingo me llamó una amiga y me dijo: «El tal Bayardo está ahorita en la plaza de toros de Tlaxcala».

Telefonee al número de la AFI donde reciben denuncias ciudadanas y me contestó una vieja pendeja:

-¿Bayardo? Y ése quién es, señorita.

Después de explicarle y darle señas, me dijo: «¿En una plaza de toros. No, señorita, ¿se imagina el gentío? Sígalo y llámenos luego».

18.- Ahora, frustrada, estoy aquí contándoles la bitácora de mi cautiverio.