lunes, 30 de noviembre de 2020

''Pasado de moda'' ®Abigail Vel.


 Lloré tanto por él la noche anterior

Y sé que no debí hacerlo

Él siempre se sintió superior

Y ahora que está riendo con alguien más

Paso tantas horas pensando en él

Y en todo lo que no construiremos jamás

Aunque él no me tomo en serio

Le entregué lo que no sabía que era capaz

Fue poco o nada para él

Me he quedado con las manos vacías

Para alguien más hubiera significado mucho o todo, esas…

 

Cartas de amor, llenas de promesas

Que con dedicación haría realidad

Poemas inspirados en aquellos días

Cuando yo era su novedad

Y ahora que para él, he pasado de moda

Cada minuto de su ausencia en mi vida

Se ha vuelto un diluvio para mi almohada

 

Sé que podré olvidarlo

Simplemente cerraré el libro que no se terminó de escribir

Beberé algo de whisky y al fuego voy a arrojarlo

Que duela todo lo necesario el día de hoy

Treinta y soltera, ¿qué más da?

No soy supersticiosa, se bien lo que soy

¿Qué importa si esta noche le dedico una canción más?

Me quedaré bajo la sombra de su desamor una última vez

Y mañana empezaré de nuevo sin esas…

 

Cartas de amor, llenas de promesas

Que con dedicación haría realidad

Poemas inspirados en aquellos días

Cuando yo era su novedad

Y ahora que, para él, he pasado de moda

Cada minuto de su ausencia en mi vida

Golpea mi corazón, desearía seguir, pero me siento derrotada.

 

®Abigail Vel. (Durango, Dgo. México)

sábado, 28 de noviembre de 2020

''F es de Fantástico'' Por J.R. Spinoza


La magia de Neil Gaiman

El pasado martes 10 de noviembre de 2020, el escritor inglés celebró su sexagésimo cumpleaños; por lo que me parece una buena oportunidad para hablar un poco del autor y de su obra. Empezar por lo más sobresaliente de ella podría resultar un poco complicado. Por un lado, está American Gods, que ganó el premio Bram Stoker de novela en 2001 y el premio Hugo al año siguiente. Además de inspirar la famosa serie Supernatural e incluso (recientemente) la serie homónima (American Gods) de Amazon. Después está Coraline, novela juvenil adaptada a la pantalla grande por el estudio de animación Laika. La novela ganó también el premio Hugo en 2003 y el Bram Stoker (categoría de novela juvenil) en el mismo año. Por último, podría decirse también que lo mejor de Gaiman es The Sandman. Considerado por la revista IGN como una de las mejores 25 novelas gráficas de todos los tiempos.

Hablemos primero de American Gods, novela de 560 páginas, publicada en español por Roca Editorial. Un viaje en carretera por Estados Unidos, un hombre que sale de prisión al mismo tiempo que pierde a su esposa, y dioses. Dioses antiguos (Odín, Tot, Anansi) y dioses nuevos, como el “dios del internet”, “dios de los medios”, “de la globalización”; adoramos otras cosas que en antaño. “De la abundancia del corazón, habla la boca”, dice la Biblia. Algunos dioses son eternos, otros mueren y son remplazados. La cresta de la ola.

Coraline comienza con una mudanza. Una casa de tres pisos, donde viven entre vecinos excéntricos. Dos artistas de antaño en la planta baja. Solteronas, aunque posiblemente pareja (el libro no lo deja muy claro). Y un antiguo cirquero soviético, que entrena ratones en el tercer piso. A Coraline le encanta explorar, cierto día descubre una pequeña puerta, que la lleva a un mundo idéntico a la casa donde vive, con unos padres más divertidos y que le prestan más atención que los suyos. Sólo existe una condición para quedarse: dejar que le cosan botones en los ojos. En esta novela juvenil, vemos como Giaman juega con el temor de la suplantación (¿y si mis padres no fueran realmente quiénes dicen ser?). También hace énfasis en que los monstruos pueden ser vencidos, aun por una niña.

The Sandman arranca en Preludios y Nocturnos cuando Morfeo, el dios del sueño se libera del encierro en el que lo pusieron una orden de brujos que intentaba encadenar a la muerte (hermana del dios del sueño). Morfeo debe recuperar sus herramientas mágicas: la bolsa de arena, su yelmo (fabricado con la cabeza de un antiguo dios) y el rubí mágico. Lo que lo llevará a visitar a John Constantine, así como bajar al infierno y ganarle una apuesta a un demonio. Este es mi favorito (el cómic número 4 de Preludios y Norcturnos): después de vencer al demonio, Lucifer y el triunvirato que reina en el infierno, le impide marcharse. Las huestes demoníacas que se cuentan en miles están rodeándole. En ese momento Lucifer le dice: “Mira a tu alrededor, Morfeo. El millón de señores del infierno te rodean, ¿por qué deberíamos dejarte marchar? Con o sin yelmo, no tienes poder aquí… ¿qué poder tiene sueño en el infierno?” y lo que el dios le contesta es una verdadera maravilla. Pero no les quitaré el privilegio de leerlo. The Sandman es el sueño en el sentido amplio de la palabra. Y Gaiman lo llena de magia en cada número.

viernes, 27 de noviembre de 2020

''Diles que no me maten'' ® Juan Rulfo


— ¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad. 
—No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
—Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya estuvo bueno. Dile que lo hago por caridad de Dios.
—No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
—Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
—No. No tengo ganas de ir. Según eso, yo soy tu hijo. Y, si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
—Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
 
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo: 


—No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
—Dile al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo él debe de tener un alma. Dile que lo haga por la bendita salvación de su alma.
 
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
—Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de mis hijos?
—La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

*
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado en un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabia bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado.
 
Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
 
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus ganados.
 
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca, para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
 
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
—Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato. Y él le contestó:
—Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

*

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que, la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"—Por ahí andan unos fuereños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo sólo verdolagas. A veces tenía que salir a la medianoche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilo. "Al menos esto —pensó— conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz."

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos. 

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le paso por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
 
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque, a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
 
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago, que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agrio que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran. Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
 
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, abajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído.
 
Dijo: —Yo nunca le he hecho daño a nadie.
 
Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
 
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en media de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

*

—Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

—¿Cuál hombre? —preguntó.

—El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

—Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima— volvió a decir la voz de allá adentro.

—¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima?— repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

—Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

—¡Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros!

—Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

—¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

—Ya sé que murió— dijo. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

—Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarramos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron, tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a éste, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca.  

Desde acá, desde afuera, se oyó bien claro cuanto dijo. Después ordenó:
 
—¡Llévenselo y amárrenlo un rato, paro que padezca, y luego fusílenlo!
—¡Mírame, coronel!— pidió él. —Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
—¡Llévenselo!— volvió a decir la voz de adentro.
—Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!
 
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
 
En seguida la voz de allá adentro dijo:
—Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

*


Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
 
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuera a caer por el camino. Le metió la cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
 
—Tu nuera y los nietos te extrañarán —iba diciéndole—. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les a figurará que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

jueves, 26 de noviembre de 2020

''Uga la tortuga'' (GuiaInfantil.com)


-¡Caramba, todo me sale mal!, se lamenta constantemente Uga, la tortuga.

Y es que no es para menos: siempre llega tarde, es la última en acabar sus tareas, casi nunca consigue premios a la rapidez y, para colmo es una dormilona.

- ¡Esto tiene que cambiar!, se propuso un buen día, harta de que sus compañeros del bosque le recriminaran por su poco esfuerzo al realizar sus tareas.

Y es que había optado por no intentar siquiera realizar actividades tan sencillas como amontonar hojitas secas caídas de los árboles en otoño, o quitar piedrecitas de camino hacia la charca donde chapoteaban los calurosos días de verano.

- ¿Para qué preocuparme en hacer un trabajo que luego acaban haciendo mis compañeros? Mejor es dedicarme a jugar y a descansar.

- No es una gran idea, dijo una hormiguita. Lo que verdaderamente cuenta no es hacer el trabajo en un tiempo récord; lo importante es acabarlo realizándolo lo mejor que sabes, pues siempre te quedará la recompensa de haberlo conseguido.

No todos los trabajos necesitan de obreros rápidos. Hay labores que requieren tiempo y esfuerzo. Si no lo intentas nunca sabrás lo que eres capaz de hacer, y siempre te quedarás con la duda de si lo hubieras logrados alguna vez.

Por ello, es mejor intentarlo y no conseguirlo que no probar y vivir con la duda. La constancia y la perseverancia son buenas aliadas para conseguir lo que nos proponemos; por ello yo te aconsejo que lo intentes. Hasta te puede sorprender de lo que eres capaz.

- ¡Caramba, hormiguita, me has tocado las fibras! Esto es lo que yo necesitaba: alguien que me ayudara a comprender el valor del esfuerzo; te prometo que lo intentaré.

Pasaron unos días y Uga la tortuga, se esforzaba en sus quehaceres.

Se sentía feliz consigo misma pues cada día conseguía lo poquito que se proponía porque era consciente de que había hecho todo lo posible por lograrlo.

- He encontrado mi felicidad: lo que importa no es marcarse grandes e imposibles metas, sino acabar todas las pequeñas tareas que contribuyen a lograr grandes fines.

FIN