viernes, 6 de noviembre de 2020

''Cuerdas de cáñamo'' ® Tom Corvus


 Caslo es un poblado en la región olvidada del Páramo que se encuentra al oeste del país donde la vegetación crece en poco tiempo, pero tarda más en hacerlo que en morir. El comercio es limitado a pesar de que todo el ingreso alimenticio proviene del exterior, específicamente de las aldeas vecinas ubicadas a largas distancias fatídicas como para ir a pie. La razón es sencilla: en Caslo la tierra no permite prosperar cosechas. Cuanto se plante, tenderá siempre a morir. Por ello se le conoce como “la tierra maldita” o “el lugar abandonado por Dios”. Pero la infertilidad del suelo o los meses de sequía no fueron lo más preocupante para sus pobladores como lo que aconteció durante semanas, cuando aquel extraño forastero de piel blanca y pálida como la nieve arribó por la tarde junto con el viejo señor Otero, quien regresaba de abastecer los cultivos que tenía más allá de la línea regional, en tierras rentadas.

Los pueblerinos que lo vieron ese día cuentan que bajó de la antigua y destartalada camioneta azul, acompañando al viejo Otero al interior de la cantina tan erguido y delgado como un pino. Despedía un porte caballeresco y una actitud inexpresiva. Vestía formal e inclusive esgrimía un bastón. Pronto dio de qué hablar. Aunque el viejo Otero no lo presentó a nadie, eso no eximió al extraño de saludar a quienes se cruzara. Poseía una voz difícil de percibir.

Ese día el extraño y el señor Otero estuvieron un par de horas tomando mezcal barato sin unírsele a ningún otro comensal, pese a las invitaciones de los demás. Platicaban discretos y distantes. El señor Otero, humilde y cordial todo el tiempo, solía ser callado, mas no reservado para con sus conocidos. Por ello sorprendió a los presentes.

En Caslo no hay hostales ni haciendas que sirvan de albergue para los forasteros. Así que pronto hubo especulaciones al respecto, y más luego de verlos partir. El extraño pagó la cuenta y al salir, montaron en la camioneta y pusieron rumbo a la granja del viejo Otero, donde vivía junto con su esposa.

El asunto pudo haber concluido allí, pero en Caslo nunca dejaban de agitarse las cenizas. Era un pueblo chico y de habladurías grandes.

Como se ha dicho anteriormente, el viejo Otero poseía siembras en tierras ajenas y cada día, sin excepción, se levantaba antes del alba. Pero durante cuatro noches y cinco días un halo de misterio se creó en torno al viejo matrimonio, ya que, para empezar, quienes transitaron por las inmediaciones de los terrenos en esos días dijeron haber visto la camioneta del señor Otero varada en el mismo lugar como si no se hubiera tocado desde su última llegada. A ello se sumó la inusitada ausencia de luces por las noches en la propiedad y los cercanos e interminables bramidos de coyotes a tempranas y altas horas de la noche y la madrugada. A la cuarta noche, cesaron igual a la orquesta silenciada de inmediato por el director, pero el pavor no vino sino hasta la mañana siguiente, luego de que uno de los aldeanos descubriera en una cuneta los cadáveres brutalmente deteriorados de una manada de coyotes.

—¡Fue horrible! —expresó el aterrado infeliz en el restaurante-café de Avala frente a un grupo de personas—. Jamás había visto tanto animal tirado en un lugar así. Presiento que ni un rifle hubiera despedazo de esa forma a esos coyotes.

Hubo quejidos y algunas expresiones de horror, pero en poco tiempo el relato llegó a todos y mucho antes de que la tarde avanzara más, algunos campesinos emprendieron armados una búsqueda para dar caza al dichoso animal.

La noche cayó y su esfuerzo les fue recompensado con un rastro ciertamente inusual que los orientó hasta los terrenos del señor Otero, incrementando así las sospechas cernidas al extraño y motivando a los exploradores a indagar con su viejo vecino, sin embargo, su sorpresa resultó menos agradable. De forma parecida a como el aldeano había encontrado la fosa de coyotes muertos, ése fue su estado. No obstante, las sorpresas no terminaron allí. Si el extraño no hubiera estado en casa cuando encontraron los cuerpos del matrimonio, tal vez no hubiese quedado duda alguna. Su muerte sucedió similar a la del matrimonio Otero.

El asunto pasó a manos del comisario y aunque trató de apremiar la investigación, los sucesos de índole parecida no cesaron. Animales y personas en todas partes se encontraban con los mismos rasgos violentos, casi siempre después de las noches. Los habitantes de Caslo creyeron de principio que aquel asunto se trataba de un castigo para los desdichados pecadores (ebrios, lujuriosos y ladrones) de la vida nocturna. Poco se demoró la idea cuando encontraron los despojos de un pequeño que había sido dejado en casa, mientras sus padres visitaban a unos parientes cercanos. Tal acontecimiento no sólo vino a refutar sus calumnias míticas, sino también a reafirmarles que no podían estar seguros ya dentro de su propiedad. Fue alarmante, se hicieron con armas y el pavor colectivo se propagó cual peste, ocasionando acciones erróneas vistas como accidentes, pero que de igual forma se sancionaron (disparos inequívocos, mutilaciones y otras tragedias sucedidas a inocentes).

     Fueron los tiempos de mayor trabajo que hubieran vistos las autoridades de Caslo, y mientras lidiaban con dicho descontrol, las investigaciones no avanzaban. El comisario reclutó a los ciudadanos para realizar cruzadas y poder exterminar a la criatura —no había duda alguna de que se trataba de un animal, pues sus sospechas se basaban en los detalles de los ataques despiadados—, y a pesar de que las pesquisas se alargaron durante semanas, no hubo resultados favorables. De hecho, fue lo contrario. El que un grupo numérico se embarcase en la búsqueda a campo abierto no significó seguridad. Con cada rastreo vinieron los decesos.

La criatura era ágil, feroz y audaz y cada acechador la imaginaba a su modo. ¡La sorpresa que sufrieron cuando, veinte semanas después, por fin lograron capturarla!

Para aquel entonces se había trazado un plan inspirado en los elementos recabados. Huellas (formas de dos prolongaciones anchas y largas), cadáveres humanos y de animales, los puntos geográficos donde estos se encontraron y, asimismo, el rastro de heces un tanto comunes a las de cualquier animal bobino, pero al mismo tiempo con esencia de los mil demonios. Todo eso para conducirles de nuevo hasta las inmediaciones de la granja Otero. Durante el lapso posterior a encontrar los cadáveres del matrimonio y del extraño visitante, y los descubrimientos de animales en la región del páramo y en los alrededores del territorio perteneciente a Caslo, los exploradores jamás reiteraron su búsqueda dentro de la propiedad Otero. Supusieron que era una locación más.

Volver al sitio donde comenzaron les dejaba una compleja sensación de impotencia. Además, de principio no existían razones para volver. A diferencia de la segunda ocasión, encontraron heces putrefactas y pedazos de pieles, órganos y marcas de sangre por las paredes, los suelos y los techos muy parecidas a las huellas en tierra.

Esa misma noche en que descubrieron los indicios, el comisario formó a los hombres alrededor de la casa, ordenándoles permanecer vigilantes y cubriendo cada salida visible mientras el segundo grupo entraba a por la criatura equipados con lámparas, armas y redes hechas con cuerda de cáñamo para arrastrarle una vez le cazaran.

Fueron siete hombres lo que ingresaron sigilosos y callados, apretando cada parte de su cuerpo y con los corazones doblando el compás de sus latidos. Dentro era un suplicio: el hedor resultaba insoportable. Difícilmente podían ver a través de los pasillos y los escombros.

Los siete hombres se dividieron, la mitad buscando en la planta alta y la otra en la inferior, y no tardó en llegar la primera baja y una serie de alaridos horripilantes que sintonizaban la orquesta del horror.

Todos corrieron al piso de arriba para encontrar sobre un cadáver despellejado y agonizante a una criatura no mucho mayor a un ocelote. Sin embargo, no tenía nada de animal. Como reflejaban las huellas del fango, sus dos protuberancias como dedos se unían en la parte posterior formando una V. Las piernas eran delgadas y flexionadas y su cuerpo blancuzco tan delgado que la piel se adhería igual que el plástico mojado a un objeto. Su boca pequeña y del tamaño semejante a una manzana era redonda, de labios estrechos y morados. Sus abultados dientes castañeteaban produciendo un sonido análogo al choque de cucharas. Las extremidades superiores retraídas como ciruelas secas y su cabeza ovoide tenía tres ojos negros dispuestos verticalmente, uno encima del otro. Era como un feto albino y deforme.

De inmediato, los hombres abrieron fuego y balas de distintos calibres se incrustaron aquí y allá. Desde el exterior los vigilantes apreciaron los destellos amarillos de las armas y en ninguna circunstancia dejaron de apuntar.

Dentro nuevamente, cuando los hombres efectuaron los disparos, la criatura trató de escapar ágil, brincado a la pared y pasando directo al techo, aferrado a la estructura con ayuda de sus protuberancias, pero no tuvo suerte. Tan pronto como escaló, cayó inerte al suelo, convulsionándose hasta expulsar de todo orificio una viscosidad blanca envuelta en un espeso líquido rojizo. Luego se retrajo de manera parecida a como las arañas replegaban sus patas después de morir. De la misma forma la criatura cesó.

Por supuesto que nadie permanecería tranquilo a sabiendas de que la casa hubiese sido el último refugio de la cosa. Los señores Otero no tenían familiares cercanos y nadie reclamaría la propiedad. Por ende, decidieron quemarla y todos los vigías se quedaron hasta verla arder. Claro que antes de ello sacaron a la criatura a rastras y la llevaron a la plaza del pueblo, donde la colgaron e incineraron como habían hecho con la propiedad. La vieron quemarse hasta que ardió en conjunto con las cuerdas que le sujetaban y cuando sólo quedaron cenizas, el comisario mandó recogerlas y enterrarlas lejos. Tan lejos de Caslo como fuera posible.

—Esto es —dijo antes de que terminasen— una muestra de que los extraños son un peligro para nuestro pueblo. No albergo duda de que el hombre que vino con el difunto señor Otero fuera el responsable, pero ahora sólo Dios lo debe juzgar. Que esto sea una lección para todos. —Tras una dramática pausa que permitió a los presentes mirarse unos a los otros y ser examinados con cautela por los ojos marrones del comisario, agregó—: Vayan a casa. La pesadilla ha terminado.

Los pueblerinos se retirando conforme se hicieron espacios, y a los pocos minutos la plaza central quedó desolada.

Por aquel entonces, hacía veinte semanas, en el pueblo de Caslo vivían 1146 habitantes; a esa noche, le sucedieron 1093. Y durante generaciones esa época se recordaría como la Matanza del Terror Pálido. La criatura venida de más allá de la tierra maldita y olvidada por Dios.

 

® Tom Corvus (Zapopan Jalisco, México)

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