martes, 10 de noviembre de 2020

''Dientes'' ® Daniel Mayorga


 Eran ya las siete de la mañana con cuarenta y cinco minutos, y yo debía estar listo antes de las siete. De alguna manera, muy recurrente debo decir, me las había ingeniado para ignorar las cinco alarmas que pongo para precisamente evitar este tipo de situaciones. Antes mi madre me despertaba, pero cuando notó que me volví completamente dependiente de ella para levantarme, dejó de hacerlo, supongo que se trata de alguna especie de lección paternal, en mi defensa he de decir que jamás he sido bueno para levantarme temprano.

Luego de ilógicamente regalarme otros minutos más sentado en el borde de la cama tratando de reconfigurar mi cerebro para salir de esa especie de resaca que es el recién despertar, caí en cuenta completamente de que iba a llegar muy tarde a la escuela, me levante prácticamente de un salto y corrí al baño, mis pantuflas estaban atravesadas en el camino y en mi apuro no me percate de ellas a tiempo, aunque trate de evadirlas parte de mi pie logro hacer contacto, siendo esto suficiente para  hacerme trastabillar. A duras penas logré extender los brazos para así amortiguar la caída, mis manos chocaron contra el muro dejando escapar un sonido bastante seco y fuerte, fuera de eso realmente no había más daño que una leve molestia en mis palmas, las masajeé un poco para mitigar el dolor, luego entré al baño para ducharme y lavarme los dientes.

El sonido de los pasos de mi madre que, seguramente alertada por el sonido del golpe, vino a ver qué pasaba me distrajo cuando estaba poniendo la crema dental sobre el cepillo, lo que provocó que fallase y la porción cayera directamente al suelo.

- ¡Mierda! -mascullé, para después mirar hacia el pasillo por donde mi madre había pasado, como si así pudiese reclamarle a su versión de hace unos minutos por haberme hecho fallar.

—<<Primero no me despiertas y ahora esto, gracias por nada.>>—Refunfuñé en mis adentros. Yo sabía que todo este percance no era culpa de nadie más que mía, pero por alguna razón estúpida no podía evitar culpar a mi madre, puras incoherencias de adolescente.

Cuando terminé de cepillarme los dientes, di el enjuague final y escupí el agua, pero algo en la mezcla de la espuma con el líquido llamo mi atención.

—¿Sangre?

Había unos hilillos delgados, pero notables de sangre deslizándose hacía el desagüe del lavamanos, el blanco de la loza los hacía resaltar en su recorrido que describía una espiral en su parte final para perderse en las sombras de la cañería.

El ver la sangre fue algo que por alguna razón me colocó en un pequeño trance, mi vista se clavó en el carmesí diluido hasta que se marchó por completo, solo después de eso fue que logré entrar de nuevo en razón, mi mente, que se había quedado en blanco por algunos minutos se llenó del apremio previo haciéndome salir corriendo, bajar las escaleras y pedirle a mi madre que me llevase a la escuela. La mujer no se negó, pero obviamente aprovechó para soltarme un sermón acerca de mi enorme falta de responsabilidad y de cómo debería cambiar porque ya estaba dejando de ser un niño.

Para mi buena suerte llevaba mis audífonos, así que pude darme el lujo de semi ignorarla mientras daba su discurso, en cambio, lo que no logré dejar de lado fue una pequeñísima sensación de extrañeza cada vez que recordaba el reciente suceso de la sangre, instintivamente me llevé la mano a la boca buscado rastros de la misma, pero para mí buena suerte no había más. Intenté hallar una explicación y lo más coherente que mi mente arrojó fue que se debió a una posible gingivitis, no es algo que me enorgullezca ciertamente, pero por el momento fue una explicación que bastó.

Llegué a la hora de la segunda clase, y más allá de la mirada de desaprobación de mi profesor y las risas burlonas de mis compañeros no pasó nada más. Estaba sentado mirando al maestro mientras intentaba dar su clase y también veía a mis compañeros intentando ignorar, de manera muy exitosa la clase, la verdad yo tampoco estaba atento a lo que el docente hacía o decía, pero no era por los mismos motivos de mis compañeros. Me removía incómodamente en mi pupitre, este me parecía pequeño y más duro de lo normal, a pesar de que el aire acondicionado estaba encendido, sentía demasiado calor, aunque curiosamente no sudaba, así que mi temperatura interna no hacía más que aumentar descontroladamente haciéndome sentir peor. Todo culminó con una horrible punzada de dolor proveniente de mis encías, cerré los ojos con fuerza y nuevamente me llevé una mano a los labios, siendo esta vez para sofocar un eminente lamento, tuve éxito en ese cometido, más sin ninguna razón aparente comencé a sudar a mares, era como si toda la transpiración de que debió haber salido en su debido momento, optara por atiborrarse en cada uno de mis poros y formar un caudal de líquido salino.

El maestro notó mi condición y en un comienzo se mostró renuente a dejarme salir, a causa de mi llegada tarde, y finalmente, de manera suspicaz, cedió al darse cuenta de que no mentía y me mandó a enfermería.

La enfermera me revisó, más no encontró nada fuera de lo normal, solo la gran cantidad de sudor, me dijo que tal vez había sido algún momentáneo ataque de ansiedad, así que solo me dio unos calmantes, aunque en realidad podrían considerarse viles placebos. La mujer me dio el aviso de que ya podía retirarme, y yo, algo titubeante en un comienzo, le pedí que revisara mi boca, al oír mi petición la expresión en su rostro fue de extrañeza, pero sabiendo que era algo que le marcaba su labor, lo hizo. Tomó un abatelenguas y lo introdujo en mi boca, con una pequeña lamparita hizo una más o menos minuciosa revisión y me comunicó que solo veía una pequeña irritación en las encías, más no era nada realmente grave, que me relajara y volviera a clase.

Asumo que la enfermera pensó que con su somero diagnostico yo lograría calmarme, la verdad no era así, si bien no me estaba orinando del miedo, era un hecho que aquella sensación que se originó en la mañana había crecido un poco más, volviéndose un peso en mi mente cada vez más difícil de sobrellevar. Entré al salón con casi imperceptible temblor, el profesor sin siquiera mirarme me ordenó que me sentara, así paso el tiempo hasta que llegó la hora del almuerzo.

A causa de todo lo sucedido lo que menos tenía era hambre, más no quería andar con el estómago vacío así que decidí comer solo una manzana. Al salir al patio concluí que deseaba sentarme solo, no estaba de humor para socializar, llegué a la banca más alejada de todo el patio y ahí me quedé. Intenté que los sesenta minutos que componían el tiempo del almuerzo se pasaran rápido y sin tocar el miedo creciente que me estaba acosando, aunque la verdad se estaba volviendo una batalla difícil de ganar. Los minutos parecían estirarse cruelmente para torturarme, centré mi atención en los juegos de mis compañeros, sin embargo, por alguna jodida razón se movían en cámara lenta, volviéndose un show exasperante. Todo parecía conspirar para que mi mente se tornase a ese oscuro pensar, a esa ansiedad que reptaba por mi columna vertebral y estrangulaba a mi cerebro, comencé a hiperventilarme y a ver borroso, la única manera de calmarme fue darme una bofetada, logrando así, de poco en poco recobrar la compostura.

Decidí comenzar a comer la manzana en un último intento de ocupar mi mente, por unos instantes todo parecía ir bien, pero al darle la mordida escuché un crujido, dicho sonido me hizo sobresaltarme y sin querer tragué saliva junto con un fragmento de algo duro, algo que definitivamente no era manzana, me quedé pasmado, con los ojos abiertos de par en par y el miedo corría dentro de mí como un río vertiginoso. De inmediato mi cabeza comenzó a barajar tantas posibilidades como podía, sin embargo, en ninguna de ellas las cosas tenían un buen desenlace. Ahora, con el pánico rebosando en todo mi ser y con un temblor solo comparable a las etapas más avanzadas del Parkinson, despegué la fruta de mis labios, posando mis ojos en ella a medida que se iba alejando y encajando perfectamente en mi campo de visión.

Como era de esperarse, la cáscara roja estaba ya rota en la sección donde yo estaba mordiendo, divisé que la blanca pulpa estaba manchada de un fuerte color rojo, era mi sangre, sin embargo, lo que verdaderamente me aterró fue ver un trozo de algo que al principio no reconocí rápidamente. De inmediato mi lengua, que pareció caer en cuenta de lo que pasaba antes que yo, comenzó a repasar mi dentadura hasta que dio con el sitio donde anteriormente había estado eso que se hallaba clavado ahora en la fruta; era la punta de uno de mis caninos superiores, o mejor conocidos como colmillos.

En esta ocasión no había mano, pensamiento, ni fuerza en este mundo que pudiera sofocar el grito que lancé, junto con él, hizo de acto de presencia un pequeño pero continuo caudal de sangre, que aparentemente aguardó con paciencia para hacer una entrada dramática.

Arrojé la manzana al suelo para después echarme a correr de regreso al interior del edificio. Justo antes de entrar, la puerta se abrió y una amiga mía salió, para no chocar con ella tuve que frenarme en seco, la acción la asustó, pero lo que más le atemorizó fue ver aquella cascada roja emergiendo de entre mis dedos, ya que me había cubierto la boca con la mano, ella miro hacia atrás de mí y soltó un grito al ver el rastro de sangre que me seguía. Su miedo no hizo más que alimentar al mío y la empuje para hacerla a un lado, corrí hasta llegar al baño y le puse seguro a la puerta.

Me posicioné frente al espejo con una idea en mente, pero tenía demasiado miedo como para llevarla a cabo. Al final la incertidumbre, junto con una retorcida curiosidad se impusieron y con mucha lentitud abrí la boca; mi encía era de color negro, un olor desagradable comenzó a dejarse sentir, emanaba de ella. Por el contrario, no podía decir a ciencia cierta como estaban mis dientes, se veían normales, pero algo de dentro de mí me decía que dicha normalidad no era más que una mentira, entonces decidí comprobarlo. Cautelosamente apreté la mandíbula y horrorizado atestigüé como mis dientes se movían hacia los lados, era similar a ver una mesa cuyas patas estaban flojas y ante la acción del más mínimo peso puesto sobre ellas, estas se movían completamente rendidas ante la presión.

En ese momento mi mente colapsó, todas aquellas barreras que impedían que me quebrara fueron demolidas en su totalidad y el miedo, siendo algo así como una plaga incontrolable e incontenible pudo entrar e hizo de las suyas sin ninguna restricción. Nuevamente grité a la par que comenzaba a llorar, las lágrimas, al llegar al nivel de mi barbilla se mezclaban con la sangre haciéndola menos espesa y por tanto caía más rápido, luego de unos minutos escuché golpes en la puerta, oía que desde el otro lado la enfermera me ordenaba quitar el seguro para poder entrar, en realidad suponía que eso era lo que pasaba, porque en ese estado no era capaz de escuchar más que sonidos distorsionados y sin ningún sentido. La imagen en el espejo era como un portal a otro sitio donde no había más que horror, mi reflejo con las encías negras, con dientes endebles era una prueba de ello, no, más bien yo era la prueba.

—¡DEBO ESTAR EN UNA MALDITA PESADILLA! — Sí, eso debía ser, eso quería yo que fuera, de verdad necesitaba que se tratara de eso, de un simple mal sueño, en cualquier momento despertaría y vería que no eran más que las siete cuarenta y cinco de la mañana. De alguna manera, tal vez por el shock y la negación, esa idea me otorgó un segundo aire de confianza, logrando así que me calmara, fue quizá demasiada ya que, completamente seguro de que estaba en un sueño, creí que al darme cuenta de ello podría controlar esta realidad, fue entonces que llevé mi mano a la boca y sin pensarlo demasiado me arranqué un diente. Fue algo doloroso, el sonido de la encía desgarrándose al arrancar la pieza dental me erizó los vellos del cuerpo, pese a eso seguía sintiéndome tranquilo. Sostuve el diente frente a mí para observarlo bien, estaba amarillo, picado de varias partes y la raíz estaba completamente podrida y negra, ya con algo menos de calma, tomé otro, se veía igual, solo que un poco más deteriorado, después otro y luego otro más, cada diente del que me despojaba se veía peor que el anterior.

La puerta seguía siendo azotada por la enfermera y oí lo que parecían ser más voces, muchos murmullos, eran seguramente mis compañeros, que se habían aglomerado frente a la puerta impulsados por el morbo.

Comencé a reír estridentemente con una mezcla rara de fe y nerviosismo, seguía aferrado a la idea de que en algún momento iba a despertar, pronto cambiaría esta realidad por esa que me gustaba tanto, no me iban a importar los sermones, es más creo que llegaría a amarlos con tal de salir de aquí.

Así continué riendo por varios minutos. A medida que pasaba el tiempo las carcajadas iban disminuyendo al igual que mi certeza de que pronto la pesadilla terminaría, pues mis dientes se seguían cayendo, mi encía sangrando, yo seguía deslizándome hacia la locura y lo peor de todo era que, a pesar de que ya había pasado mucho, seguía sin poder despertar.

 

® Daniel Mayorga (H. Matamoros, Tamps. México)

 

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