Cuando yo me fui a vivir a Mérida—no sé si te dije—. Bueno,
el punto es que me fui a vivir allá… Aquellos amaneceres, el que era mi novio
trabajaba en una taquería escondida, cerca de una Plaza. Yo no hacía nada…bueno
estudiaba y trabajaba, pero salía al mediodía (a esa hora cuando el sol
comienza a tatemar la piel). Entonces yo, para evitar el hastío de la soledad,
arribaba un camión—cabe aclarar que yo vivía en el sur de la ciudad, que es la
parte jodida; para visitar, dar una vuelta a un museo o comprarme un helado, o
simplemente para hacer algo—…Este niño salía del trabajo a las dos de la tarde,
por ende, yo llegaba a la Plaza como en ese lapso para aguardar su
advenimiento. Mientras, observaba como se pasaban las vagas horas; volando
macilentas y entubadas por el tedio de mi espera y la contemplación solitaria.
Contemplaba a la gente que deambulaba, a mí me gustaba ver a la gente, me
imaginaba sus vidas, sus historias, su mortalidad y su alborozo mientras yo me
recostaba en las banquitas de esa Plaza—que creo que se llama Plaza Santa
Lucia—. Y ya de plano, cuando me cansaba de estar sentada, me ponía a caminar
todo el Centro. Tanta fue mi andadura y mi entumecimiento en ese lugar que
hasta los olvidados que vendían artesanías o chacharería y media ya no me
enjaretaban nada, porque sabían que no traía dinero. A inmediaciones de esa
Plaza había dos o tres restaurantes fresas, entonces siempre iba acá gente
nice—ya sabes, luego luego se nota lo jodido y lo nice—, con sus pinches
perros. Pero a mí me gustaba estar allí. De repente y oía a esa gente ridícula
hablando en inglés y otros idiomas. Otras, veía gente llegando del trabajo en
los autobuses, y niños y perros correteando por todo el recinto. Lo que más me
divertía era atisbar a la gente comiendo helado, pues con el calorón que hace
allá; estos se derretían a gotazos…mirar la cara de esas personas tratando de
retener su nieve, intentando lamerlo antes de que se convirtiera en agua para
chocolate, o en licuado de fresa, era un jolgorio para mí—sé que se escucha
malévolo, pero me divertía—.
Sí, es que allá en Mérida hace más calor que en
Matamoros, porque no hace mucho aire…Yo creo que se debe a que las gaviotas
allá vuelan quedito, sus aleteos son tan taimados que no son capaces de llevar
el viento, por toda la costa, por eso la humedad y el vapor se quedan estáticos.
Aunque los meses de enero y febrero son muy apacibles, a comparación del norte
que por aquellas fechas cayeron heladas. Nosotros en la mañana amanecíamos con
un frescor del soplo apaciguado del invierno ya pereciente.
Los yucatecos son bien amables, la verdad. A parte de
que, con su acento rimbombante, su estatura chiquitita y su energía de
saltimbanqui, te hace agarrarles confianza. Pero eso sí, hablan bien quedito,
bien bajito, como si estuvieran rezando. A cada cuestionamiento, o palabra que me
emitían, yo vociferaba: “¡¿Qué?! No te entiendo, no oigo lo que dices” … Y
luego allá son bien educados, en los restaurantes la gente, cuando van
entrando, te dicen: “Provecho, provecho”. Sabes, muy buena gente, bien sosiega
sosiega, aunque creo que nosotros les llegábamos a desesperar: es que los
norteños no hablamos, sino que gritamos. Los yucatecos como que se desesperaban
del bullicio de nuestras palabras golpeadas.
Allá comen mucho el puerco. Que si la famosísima
cochinilla pibil, lechón. Hay una cosa muy rica que se llama Recado Negro,
también hay rojo y otro café; como pipián. Son como moles pues, pero ellos no
le llaman así. Muy muy rico. Ha también hay una hoja que se llama chaya, que es
como tipo espinaca, y se prepara con muchos platillos…que si chaya con huevo,
que si rellena, que si hasta agua de chaya…También engullen muchos Los
papadzules, que ni siquiera rememoro que es y ni a que saben. Pero eso sí,
ninguna cochinita pibil le hace competencia a la de mi amá, ni una, te lo juro,
enserio. Otra cosa que noté es que la fruta es más barata que en Monterrey,
pues allá se da la siembra de papaya, plátano y un sinfín más.
Ahora resido en Matamoros, pero viví allá dos meses
con mi entonces novio. Estaba muy bonito Mérida. No teníamos mucho, pero era
muy feliz…Al principio para mí fue muy difícil, mi familia se puso toda intensa
conmigo por la decisión de irme a vivir con mi novio allá. Es que se suponía
que me mudaría con mi padre para abrir una Oficina, pero a último momento
desistió. Mi madre me hablaba, solo para azuzarme…me decía qué si estaba
embarazada, qué si por eso me había ido…O sea, situaciones que no embonaban en
mi vida. “¡No estoy embarazada!”, le
replicaba. Te reitero, era muy difícil…La vida independiente no es una panacea,
¿sabes? Tienes que administrarte, te matas pensando en los días; me
resquebrajaba el cráneo pensando en lo que comeríamos este niño y yo. La renta,
el agua, la luz. Y como si no fuera suficiente con mis responsabilidades y mi
querella emocional del vivir por mi cuenta, aun me atormentaba el recuerdo de
mi familia, porque no podía decirles todo. No que no pudiera decirles todo,
sino que seguían con la misma cantaleta: “¿Por qué te fuiste?” y demás
distancias. Ay no fue una peripecia para mí. Tan empecinados estaban que opté
por ya no hablar con ellos, bueno con mi Papá siempre existió conversación,
ríspida, pero la había. Pero a mi madre si le vedé la palabra… con el tiempo
volvimos a hablar.
La vida con Clemente, en un principio, fue toda
melosidad. El enamoramiento puede ser ilusorio: por más que te pongan algo
negativo de frente, tú no lo ves. Es como una cortina rosa, en donde escuchas
los poemas, las canciones y vives en carne propia la fogosidad del amor. Pero
después de un lapso considerable, aquella cortina de mentiritas y amoricones se
desvanece y se la lleva el soplo de la vida real. El amor se acaba. El
enamoramiento y su consecuente finitud: se evapora como el alcohol en la
sangre, concluye como la paz de la noche. Lo que nos hizo romper, fue mi
exigencia, yo le exigía mucho. Es que yo sentía que no hacía nada, y eso me
molestaba…Pero ahora caigo en la cuenta de que yo estaba enojada conmigo misma,
porque sentía que la que no efectuaba nada era yo. No sé si te ha pasado el
hecho de que estas molesto contigo mismo, pero le achacas la muina a otra
persona. Asi me sucedió a mí. Fuera de ello, a parte teníamos muchos
conflictos…en nimiedades como lo es escoger qué comeríamos, qué íbamos a tomar,
a dónde íbamos a ir. Y le tenía recelo, resentimiento, porque me engañó…El
pelafustán tenía Tinder, se mensajeaba con un montón de viejas y yo así de:
“¿Qué pedo? Yo no converso con nadie y tú andas de libertino”. Sin embargo, el
mayor resentimiento que poseía hacia él, era que al principio no me apoyaba
económicamente. Pero nunca se lo hice saber y las palabras ahogadas se
intensifican en el eco del rencor. Muchas veces…hay veces en las que por más
amemos a alguien no nos damos lo que necesitamos, malamente…porque cada quien
ya tiene lo que uno necesita. Pero eso solamente es una prueba más de que uno
no está completo y feliz consigo mismo. Por eso le dije: “Sabes que, ya no.
Porque ya nomás nos estamos haciendo daño”.
Pero, a pesar de todo, amo Mérida. Viví en Mérida,
lloré en Mérida. Baile, reí, amé en Mérida. Y todo lo malo palidece ante los
bonitos recuerdos que guarda uno en el corazón. Porque amor…amor en Mérida.
Love in Mérida.
®Neftalí Nava (H. Matamoros, Tamps. México)