jueves, 29 de octubre de 2020

''Carne'' ® Miguel Rodríguez Arreola


Respiré.

Traté de calmarme.

Cerré la boca, desvié la mirada y me concentré en mi plato.

Creí que una vez me graduara, tuviera un trabajo y me consiguiera más de esos pasatiempos banales que tenía la gente regular, como asistir al gimnasio o hacer una segunda carrera, mi mente se ocuparía y no tendría que lidiar de nuevo con el hambre.

No, no podía ser un mero deseo. Debía ser una necesidad. Comer es una necesidad, una fisiológica. Si no comes, no nutres a tu cuerpo para que este siga moviéndose. Aunque, era confuso, porque, podías sustituir ciertas cosas por otras y obtener el mismo resultado de nutrientes, o variando las porciones, o variando las vitaminas y otras grasas que se buscaban. Pero, comer es solo completar esta necesidad para seguir viviendo, es decir, comer lo que estuviera a tu alcance, lo que pudieras. Elegir la comida es un capricho. Buscarla sin sentir el estómago vacío es un capricho. Renegar de que no nos gusta algo es un capricho. Desearla es un capricho. La gula es un capricho, y la gula es un pecado, por lo que, si he de ser acusado de algo, debía ser por la gula. Elegir, desear, renegar de la comida, es una necesidad creada, y una necesidad creada, es un pecado.

Yo estaba al borde de la desesperación. Me sentía indefenso, como cuando era un niño. No hacía falta recordarlo, porque estoy seguro de que estaba viviendo lo mismo en estos días. Se me dificultaba conciliar el sueño, y tras dos horas como mínimo de no poder cerrar los ojos, por fin conseguía dormir. A los sesenta minutos despertaba, y tenía que levantar la cabeza y ver hacia la oscuridad de mi cuarto para comprobar que aun era de noche. Al igual que en aquellos tiempos, las largas paredes de la casa de a lado dejaban a mi pobre ventana con la única función de dejar entrar aire fresco, y eso era los días en que la fundidora y el basurero ubicados al otro lado del riel no funcionaban. Aún culpo a ellas por la enfermedad de mi hermano, una víctima más de aquellas enfermedades que te impiden vivir con lo más bello que tiene el ser humano: La posibilidad de elegir. Siempre dejaba la luz del pasillo encendida, pero eso no ayudaba a acostumbrar mis ojos los suficiente, porque, mi mente seguía trastornando todo alrededor. Las camisetas sucias apiladas, eran un montón de pequeñas serpientes que luchaban entre sí, unas encima de otras, por desenredar sus cuerpos unos de otros, o quizás se estaban apareando frenéticamente en una orgía sobre mi sillón. Los viejos DVD en el mueble, eran serpientes que caían infinitamente en cascada, para después arrastrarse por el suelo hasta algún rincón que era inaccesible para mis ojos. Las cortinas, serpientes colgando del cortinero, siseando y meciendo sus cabezas para alcanzar mi sudoroso cuerpo protegido por mis cobijas. La guitarra colgando en la pared, una serpiente gorda que esperaba a que me quedara dormido, para avanzar lentamente y engullir mi cuerpo, iniciando por mis desaseados pies hasta terminar con la maraña de cabello que tenía y me permitían usar en la oficina. 

Pero, ¿Por qué debería asustarme? Eso era hipócrita, porque, ellas eran animales, y yo era lo único que había en esa habitación. Era lógico, natural, que me comerían. En todo caso, yo era el único pecador, el único monstruo.

Y es que, ahí estaba de nuevo, en el comedor del trabajo, en la cafetería a donde iba con mi hermano, el restaurante bar favorito de mi grupo de amigos, en el gimnasio, en la oficina, en los fines de semana, en las noches, en los restaurantes, en cada esquina. En cada silla, había carne.

A veces sentía que no podría contener la salivación, o los suspiros. Era la carne. Era ese pedazo de piel, cartílago, musculo, grasa, hueso. Era esa carne aplastada, oprimida, forzada, apretada, esclavizada, estrujada, apachurrada contra la base de la silla. Carne que se extendía por milímetros, o más jugosa aún, por un par o tres centímetros. Era enervante pensar llevar el tenedor hasta ella, clavarlo en esa blanca y delicada piel, y luego llevar el cuchillo y cortar un pedazo de carne, que debía ser suave y viscosa, que tendría que masticar lentamente para poder digerirla sin atragantarme, y que bajara por mi tráquea, dejando un rastro que iba desde mi boca hasta mi estómago. Deliciosa carne fresca, con un olor celestial, con la textura que debía tener la carne de los ángeles que dios (el que fuera) devora.

¿Porque los humanos somos tan despreciables? ¿Por qué tenemos que pervertir nuestros propios seres, obligándolos a caer en la tentación de las necesidades creadas?

¿Por qué no podemos ser como los animales, sin pensar, sin desear?    

¿Por qué no podemos saborear la carne sin caer en el pecado?

 

® Miguel Rodríguez Arreola (Saltillo, Coahuila, México)

0 comentarios:

Publicar un comentario