miércoles, 24 de noviembre de 2021

''Debajo'' ®Mirza Mendoza


Al comienzo fue emocionante vaciar casas. Admiraba los, a veces raros, objetos que eran los recuerdos de otros que quedaban como fantasmas palpables de sus vivencias. He encontrado verdaderas reliquias escondidas en los lugares menos pensados y otras a simple vista. Los álbumes de fotografías los remato a mis amigos artistas. La ropa la vendo al peso y los muebles los subasto. No es un trabajo usual, pero piénsalo bien: hay mucha gente que vive y muere sola, muchas personas que no tienen hijos ni herederos. Gracias a la nueva ley del rescate anticipado de predios el gobierno recupera inmuebles que pueden pasar años abandonados. A veces me siento mal por ser testigo muda de la historia de una familia que se fragmentó hasta quedar de ellos solo una casa desvencijada.

Te contaré mi forma de trabajo: realizo una primera visita y retiro las cosas que considero de valor. Regreso al día siguiente con ayudantes y un camión por si hay objetos grandes para movilizar. Retiro integro la basura el tercer día y listo.

Creía haber visto de todo porque he desocupado incluso viviendas de drogadictos; hasta que me tocó desmantelar la casa de una viejita bonachona del barrio, según dijeron sus vecinos. Días antes de recibir el encargo meditaba sobre el agobio y aburrimiento que me daba mi labor. Es que la algarabía de los primeros trabajos fue decayendo cuando la actividad se hizo rutinaria. Masticaba mi fastidio al ver cada mueble anticuado subir al camión. Quedaba exhausta, sucia y vacía como la casa.

Eso cambió el día que llegué a ese típico hogar de anciana solitaria. Claro que encontré más de lo que ya había hallado antes: muebles apolillados, lámparas de tela forradas con micas transparentes y tejidos de macramé roído por doquier.

La dueña murió de un paro cardiaco en medio del mercado tres semanas antes de mi incursión. El papeleo del predio fue exprés. Cuando llegué, el refrigerador estaba lleno de comida. No había objetos de valor. En su habitación encontré un rosario de plata que de inmediato alojé en mi bolsillo. Me senté en su cama y coloqué mis pies sobre su tapete. Hubo un ruidito extraño. Levanté el pedazo de alfombra y encontré una puerta secreta en el piso. Pensé para mis adentros que sería rica. Lo único que guardaría una persona en un lugar recóndito al lado de la cama tenía que ser un tesoro. Jalé del pequeño gatillo y las bisagras rechinaron.

 

Al comienzo no sentí el pestilente olor que ahí se añejaba. A los segundos el golpe pestífero me mareó y las arcadas sobrevinieron. Me armé de valor por la adrenalina que me animó y empecé a descender por la escalera. Era un cuartito de unos tres metros cuadrados. Accioné el interruptor que encontré gracias a la linterna de mi celular. Cuando el lugar se iluminó vi en una esquina a un ser espeluznante completamente desnudo que apenas respiraba. Estaba agónico. Tenía un bozal metálico sobre la boca malformada y las manos sujetas con un precinto de seguridad. La piel suelta me hizo sospechar que fue obeso. Había un bebedero de goteo vacío en lo alto. Sus heces en montículo a un lado de él eran los culpables del nauseabundo olor. Sentado en el suelo apoyado en la pared me miró fijamente. Su mirada era triste, muy triste. No grité. Salí de inmediato de ahí. Mi corazón bombeó fuerte, empecé a sudar y temblar. ¡La dulce viejecita de las fotos enmarcadas de rosa pálido escondía un gran y terrible secreto!

Llamé de inmediato a la policía que, para variar, llegó tarde y certificó la muerte del deforme. Lo cargaron en el patrullero a escondidas como para que los vecinos y la prensa no se entere. No regresé a esa casa, pero la casa y su único habitante regresó a mí en forma de pesadillas: él me miraba con sus ojos desorbitados clamando ayuda sin decir nada. Su piel suelta llegaba hasta mí como un oleaje. No podía mover mis pies y las heces empezaron a inundar el lugar. La siguiente noche era yo la que estaba debajo, gritaba por auxilio e intentaba sacarme el bozal, sin embargo la viejita no venía a darme agua ni comida. Desperté llorando. Decidí acabar con aquel trabajo para huir de esos recuerdos. Envié a un par de mis ayudantes para que hagan lo que quieran con lo que había ahí.

Hice bendecir el rosario de plata que luego vendí a precio regalado. Al tiempo llegó a mis oídos la noticia de que tuvieron que exhumar el cuerpo de la señora para hacer pruebas que resultaron con que el ADN de ambos era compatible: eran madre e hijo. Dudo que me pase algo parecido con otra casa, tendría una suerte desgraciada si me vuelve a suceder. Sigo dejando los predios impecables, pero ya no me quejo de la rutina por si las dudas.

 

®Mirza Mendoza

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