''El chocolate de Rodrigo'' ® Castro Santos Iván Enrique
Rodrigo, un mexicano viejo y fiel a su tradición, tomaba chocolate sentado en su silla; notó que la bebida carecía de sabor, ese sabor dulce típico del chocolate - ¡Ah chinga’o! – exclamó Rodrigo, era su bebida favorita, sobre todo en épocas de invierno, donde el clima enfurecía a soplidos templados y cubiertos de un frío que invitaba al descanso, lo curioso era que tampoco sentía frío. Rodrigo pensaba en su madre, su madrecita, cuanto extrañaba aquella mujer, cuanto ansiaba un abrazo y la calidez viva de su presencia. Cuando de pronto se percató de una figura extraña, pálida y delgada parada justo en la puerta.
- ¡Huesuda! ¿Qué hace uste’ aquí, pues a qué debemos tal honor, pa’ que soy bueno? - preguntó Rodrigo, percatándose de sus exuberantes huesos blancos, tan blancos como escarcha de hielo.
- ¡Quiubole mi Rory! ya es hora de irnos; ni se me esfuerce por agarrarle sabor a aquella taza, el comer y beber ya no será necesario.
- ¡’Ora, porque dice eso oiga, pa’ empezar ¿qué hace uste’ aquí, en mi casa? – preguntaba Rodrigo, un poco consternado.
- No haga preguntas hombre, que las preguntas de los vivos no serán respondidas por los muertos. Venga, que su mamacita querida lo está esperando para que lo apapache; deveras uste’, años sin verlo y pregunta que si el chocolate que si yo que hago aquí que esto y que el otro… venga ya Don Rodrigo. – Respondió la huesuda.
- ¡Madrecita mía, preciosa! – exclamó Roberto – Por ay hubiera empezado oiga, deje agarró mi sombrero, ya habrá tiempo para chocolates y sinsabores.
- Ánimo compadre, ya habrá una eternidad para explicarle.
Rodrigo se levantó de su silla, olvidando su chocolate, sus dolores y su vida. Abrazó a su madre, miró a la huesuda y, como viento de noche otoñal que pega justo en la cara, comprendió todo. Ese chocolate fue el más especial de todos.
El gusto se habrá de perder alguna vez.
FIN
® Castro Santos Iván Enrique
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