miércoles, 15 de diciembre de 2021

''Mis anteojos'' ®Eduardo Ardissino


Lo único que lamento de todo esto es el haber perdido mis anteojos. Sé que así debía ser (o eso puede deducirse), pero ahora voy a tener que ir a que me receten unos nuevos. Tendré que pasar por todo el proceso que creí haber tenido la suerte de poder evitar.

Después de todo, ¿cuántas personas pueden presumir de haber tenido la fortuna de encontrar un par de anteojos que parecen hechos para uno mismo específicamente? No solamente eso, yo había dado con ellos cuando tenía tan solo 7 años de edad, en uno de los días más importantes y memorables de mi vida: el día en que mi padre dejó de ser una pesadilla viviente para mí, para mi hermano, y (sobre todo) para mi mamá.

A partir de ese día ya no acumularía más odio contra él en mi pequeño cuerpo, al verlo maltratar física y psicológicamente a mi madre todos los días.

No entendí, ni entenderé, porqué él la odiaba tanto ¿Habrá sido un borracho empedernido todo ese tiempo sin que nos enteraramos? ¿Sería, acaso, envidia porque ella ganaba mucho más dinero que él al tener un trabajo estable, mientras que él debía conformarse con lo poco que obtenía sacando fotos en unos pocos eventos, de vez en cuando? Solo puedo especular la respuesta.

El caso es que no podíamos hacer nada en su contra, y nadie nos brindaba jamás una mínima ayuda. Por lo tanto, mi hermano y yo éramos testigos permanentes de como la insultaba y le pegaba sin motivo, pues él parecía asegurarse de hacerlo todo delante nuestro. En ocasiones, inclusive, gritaba insultos contra nosotros, con la aparente única intención de hacerla sufrir.

Sé que el odio de mí hermano debía ser tan grande como era el mío, o incluso más (es 5 años mayor que yo, así que vivió esta constante pesadilla durante más tiempo), pero estos sentimientos no arreglaron nada. O eso fue lo que creí hasta esa tarde, una semana después de mi séptimo cumpleaños.

Yo estaba jugando en el patio delantero de mi casa con mis juguetes, mientras mi mamá me vigilaba y usaba su teléfono celular para comunicarse con una amiga suya, cuando el monstruo apareció, por lo que terminó rápidamente con la conversación. No sirvió, pues él ya la había visto.

Hasta ese día limitaba sus acciones al interior de mi casa, pero esa ocasión fue diferente: entre gritos e insultos por estar "rascándose todo el día", en lugar de estar trabajando en las labores domésticas, la paliza empezó en aquel mismo sitio. Ya no le importaba que nuestros vecinos no se limitaran a simplemente escuchar sus gritos, sabía bien que nadie intervendría de ninguna forma, pasara lo que pasara.

Yo solo podía llorar y mirar en todas direcciones en una inútil búsqueda de ayuda. Ni siquiera contaba con el apoyo de mi hermano, pues se encontraba en la casa de su amigo en ese momento.

Había empezado a considerar el entrar a mí casa e intentar hacer un llamado, a pesar de que la experiencia ya me había enseñado que no serviría de nada, cuando el victimario se convirtió en víctima debido a aquella inesperada intromisión.

Ese hombre, sin darse el tiempo de siquiera quitarse sus gafas de la cara, consiguió hacer a un lado a mi padre, para luego propinarle dos certeros golpes en la mitad del rostro.

Fue en aquel momento cuando la mirada del desconocido y la mía se encontraron una con la otra. Era un adulto un poco menor que mi papá, con el pelo teñido de rubio. Recuerdo que, a pesar de mi corta edad, para mí resultaba bastante notorio el desconcierto que se dejaba ver en su semblante mientras me miraba fijamente. En ese entonces no alcancé a entender la razón de mirarme así.

Antes de que cualquiera de los dos hubiera podido decir algo, el desconocido fue sacado de su ensimismamiento por un golpe repentino asestado por mí ruin padre, luego de que éste se recuperara del aturdimiento. No obstante, esa única trompada no le sirvió de nada, pues su inesperado contrincante prosiguió con su ataque sin ningún problema.

Todo era increíble para mí. Alguien nos estaba defendiendo por primera vez, y lo hacía con un valor, y una tenacidad, que se me hicieron admirables. No le dio una sola oportunidad a ese energúmeno. Mi madre, sentada en el suelo junto a su celular roto, y con el rostro magullado, se cubría los ojos por el miedo.

Sin embargo, el enfrentamiento duró menos de un minuto. Pronto mi padre quedó tendido en el suelo cual largo era. El golpe que se dio en la cabeza por la caída provocó que ésta comenzara a despedir una gran cantidad de sangre.

Mientras mi mamá lo contemplaba horrorizada, nuestro héroe salió huyendo.

Fui el único que notó los anteojos tirados, los que dejó caer inadvertidamente. Lo sé porque, mientras mi mamá gritaba pidiendo ayuda, los levanté decidido a quedármelos.

Temeroso de que, de algún modo, éstos pudieran servir como pista para llegar hasta su dueño, guardé mi hallazgo como un secreto para todo el mundo. Aunque una parte de mí albergaba el deseo de que él volviese algún día para recuperarlos y, de esa manera, pudiera yo conocer a la persona que nos salvó a mi familia y a mí, bien sabía que lo mejor era que eso no ocurriera.

Todos, incluyendo a mi propia familia, lo trataban como a un criminal. Ahora, siendo un adulto de 30 años de edad, entiendo mejor la actitud de mi mamá; a pesar de todo, no se daba cuenta de lo dañina que era esa relación, tanto para ella como para sus hijos. Yo, a diferencia suya y de mi hermano, siempre estuve agradecido con esa persona, a quien consideraba mi héroe. Sé lo cruel y frío que doy la impresión de ser (y quizá soy), pero así es el asunto. Nunca creí necesitar a mí papá, y jamás lo eché de menos.

Poco importa nuestra manera de pensar, de todos modos, pues nunca se dio con el paradero del fugitivo. Parecía que la tierra se lo hubiera tragado. No se encontró el más mínimo indicio de su existencia, nada.

Deseoso de parecerme a ese misterioso hombre, cuyo nombre no podía ni imaginar, me dediqué a ayudar a otras personas desde ese día. Si alguien necesitaba de mi ayuda sabía que podía contar conmigo, sin importar cuáles fueran las consecuencias para mí. En mí adolescencia llegué a pintarme el pelo de rubio (color que conservo en el presente), en mi creciente deseo de ser como mi héroe anónimo, de poder reunir las pocas características físicas que podía recordar de él.

Fue por eso que una pequeña parte de mí se alegró cuando mis problemas de visión aumentaron tanto que me resultó evidente que necesitaba anteojos.

Entonces recordé mi pequeño tesoro secreto. Ese par de lentes que nunca me atreví a colocarme, ni siquiera para jugar. A veces los sacaba de su escondite para admirarlos, pero no pasaba de eso. Tenían algo especial que siempre me tuvo hipnotizado, pero nunca pude entender exactamente qué era. Después de todo, lucían como unos anteojos comunes y corrientes. Su armazón negro no tenía nada de especial, al igual que el arco, las pastillas y los dos pequeños lentes de vidrio. Sin embargo, nunca los usé, hasta hace pocos días.

Dominado por la curiosidad saqué las gafas de su nuevo escondite y, sin rastros del recelo que siempre sentí con solo pensar en probármelas, las puse en mi cara, en el lugar correspondiente. Mi sorpresa no fue menos que mayúscula. Me quedaban a la perfección. No solo el armazón encajaba exactamente con la forma de mi cabeza, sino que, además, mi vista era más que excelente con eso puesto. El nivel de graduación era, sin lugar a dudas, el que yo necesitaba. Mí vista era mucho más clara que nunca antes en mi vida. No pude creer tanta suerte.

Sé me hizo tan sorprendente que salí inmediatamente de mi casa para dar un paseo. Quería probarlos así, en movimiento.

Sin que me diera cuenta llegué a un vecindario que me resultó muy familiar. No obstante, no pude detenerme a pensar en eso, ya que un repentino grito de mujer me sobresaltó.

Sabía que tenía que actuar rápido, pues la escena que presencié luego de avanzar en dirección al sitio donde provino el grito no me dejó otra opción: un hombre, no mucho mayor que yo, tenía a una mujer sometida ante su fuerza bruta, delante de la que parecía ser la casa de ambos. La golpeaba una y otra vez, a la vez que le gritaba agresivas palabras que no comprendí debido a la distancia que me separaba de ellos. Al darme cuenta de que la víctima no podía hacer nada en contra de su agresor, y recordando la situación que yo mismo viví, y que me había propuesto siempre ayudar a los demás, no demoré en intervenir; como aquel tipo lo hizo en mí niñez.

Antes de que cualquiera de los dos notara mí presencia, logré quitar al agresor de encima de la señora y, determinado a detenerlo cuanto antes, le di un rápido puñetazo en la cara, seguido por otro igual de veloz y fuerte, que lo dejó aturdido temporalmente.

Pero yo ya no le prestaba atención a ese sujeto, algo más había conseguido capturar toda mi atención o, mejor dicho, alguien más. Se trataba de un niño que contemplaba la escena rodeado por sus juguetes, y con los ojos llenos de lágrimas.

Sí, lo que más de uno ya debe estar imaginándose es la verdad. Sé que los lectores atentos deben haber deducido que quedé impactado al ver al niño, y también la razón de esto. Efectivamente, ese infante parado ahí era yo.

Hasta ese instante no me había percatado de las identidades de mi oponente y de la mujer que intentaba salvar.

No tuve otra alternativa más que abandonar precipitadamente mis cavilaciones cuando mi padre volvió a la carga. Lamentablemente para él, el golpe que consiguió darme no tuvo el efecto que, probablemente, esperaba. Casi al instante pude recuperarme y evitar que volviera a atacarme, atacando yo.

Teniendo delante mío el rostro de ese infeliz, los recuerdos acudieron a mi cabeza en un parpadeo. Recordé lo que fue en mí infancia volver siempre con miedo a casa, y esperar con aún más miedo la llegada de aquel monstruo, rezando para que no llegara enojado. Éstos me dieron la fuerza para continuar con mí proceder, sin darme un segundo de descanso. Por fin tenía la fuerza suficiente para defender a mí familia y a mí mismo, y lo haría.

Pero en el momento en que lo vi, tirado en el suelo, perdiendo sangre por la cabeza debido al golpe que se dio al caer, por culpa de la última trompada que le di, hui asustado, sin saber qué hacer para escapar.

Me detuve abruptamente al darme cuenta que no traía puestos los anteojos. Sé habían caído durante la pelea o durante mi fuga.

Cuando empecé a preguntarme si debía volver a buscarlos, me di cuenta de que mi entorno había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. La calle que estaba desierta un segundo atrás se encontraba concurrida, con gente que me ignoraba o me observaba extrañada por la notoria expresión de desconcierto pintada en mi cara.

Nadie me perseguía, y los gritos de mí madre pidiendo ayuda ya no se escuchaban. Las marcas y manchas, provocadas por el encuentro, que abundaban mi cuerpo hasta un instante atrás, habían desaparecido.

—Mañana voy a que me receten otros —pensé suspirando, mientras volvía a mi casa tranquilamente, con las manos en los bolsillos del pantalón.

Me siento mejor después de haber escrito mi historia. No voy a decir mí nombre, pero sí a compartir esto con la mayor cantidad de gente posible.

Sepan que no siento ningún arrepentimiento, y que lo volvería a hacer.

 

®Eduardo Ardissino

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