martes, 7 de diciembre de 2021

''Explosión de Inocencia'' ®Daniel Barrera Blake


 Sepa de una vez doctor, que a pesar de todo, esta es una historia de amor desencadenada por un ¡Epa! Pronunciado de labios de mí esposo hace apenas dos años. Y ahora, en esta semana, he comenzado a sospechar que pronto me abandonará. Verá usted, Dr. Torres, he visto a mi marido dos veces por el pasillo exterior de nuestra casa, simulando meditar algo mientras fuma un cigarrillo, pero en realidad presiento que ronda a la vecina, pues en ambas ocasiones se detuvo en el punto más cercano a la ventana de su cuarto de baño, del otro lado de la barda; supongo que mientras ella está adentro… ya sabe… evacuando. Y eso no es lo peor, lo más grave es haber descubierto que ha vuelto a rentar su viejo apartamento de soltero y lo utiliza solo para deponer. Mi Clemente doctor, se me va, estoy segura».

Momento, pareció decir el médico gastroenterólogo con su mano levantada. Enriqueta guardó silencio.

—Tengo entendido que su problema es un tenesmo extremo, esa fue la información que me brindó mi asistente, recabada al momento de realizarle la cita. ¿Es esto correcto?

—Correctísimo doctor, pero necesita entender la causa, y esa es, bueno…

El médico la observó con detenimiento desde el gastado sillón giratorio donde descansaba toda su septuagenaria humanidad, y pensó que aquella era una buena oportunidad para salir del aburrimiento que venía sintiendo en los últimos meses, después de cuarenta años de praxis. “Por favor, cuénteme desde el principio. Y no se guarde nada,”, pidió el galeno, y al momento se acomodó con ambas manos entrelazadas sobre el voluminoso abdomen.

Luego de tomar aire y dirigir la mirada hacia arriba en un claro intento de reacomodo de ideas, Enriqueta comenzó su narración en una de esas tardes grises e iguales unas a otras de finales de sus veintes. Por aquel entonces, Enriqueta acumulaba ya una gruesa experiencia como joven ermitaña. No por gusto propio, sino por una especie de obligatoriedad social; es decir que Enriqueta jamás había sido un imán de hombres; en cambio, desde siempre había sido la reina de los apodos alusivos a la fealdad.  Vaya, que la pobre era fea de a tiro. Adjúntese la inexistencia de habilidades en las complicadas artes del embellecimiento femenino (físicas o digitales) y una escasa planilla de amistades en su haber. Como si eso fuera poco, el departamento contiguo al suyo llevaba vacío muchos meses, brindándole un amplio reinado de soledad. Fue por esto que al expulsar la primera flatulencia, no tuvo reparos en sonoridades o probables resonancias, e incluso ese solitario acto, bajo tales circunstancias, podría calificarse de inocente.

Su reinado de soledad fue sorprendido de manera bochornosa al escuchar, con toda claridad, un bien formado y espontaneo ¡epa!, proveniente directo de sus espaldas más allá de la pared, pronunciada por un hombre, y a todas luces, como reacción a su explosión de inocencia.

Aquí cabe mencionar la caprichosa arquitectura del edificio en cuestión, el cual solo alberga dos pequeños departamentos por piso, uno de espaldas al otro, como en espejo. Por lo tanto… bueno, digamos que Enriqueta se mantuvo en total silencio, con la revista de chismes faranduleros apretujada entre sus manos, costumbre sobreviviente en ella a pesar del avasallador dominio de las redes sociales… “¿Cuánto tiempo tendré que mantenerme inmóvil…?” repasó sus opciones. Parecía improbable algún allanamiento criminal, la reja de entrada en la calle era muy segura. Menos probable sería que el dueño hubiera mandado trabajadores a realizar algún arreglo, de sobra conocía su tacañería. Eso la dejaba con las únicas dos opciones probables: que algún espíritu sin hogar hubiera decidido habitar el desocupado departamento contiguo…  “obviamente no… ¿o sí?” o había un nuevo inquilino. Lo más seguro.

Un nuevo vecino, el cual en ese mismo momento debía estar sentado en su propio trono, haciendo espejo con ella, sus espaldas apenas separadas por… “¿Cuánto, setenta centímetros?”… Los minutos pasaron y la ausencia de ruidos de allá la tranquilizaron, se relajó tanto que la revista se le deslizó de las manos, produciendo lo que le pareció un estallido nuclear. De inmediato volvió a la inmovilidad de estatua, a las ascuas, a esperar alguna reacción; ya no un ¡epa! clarísimo, pero cualquier sonido avisador de una presencia en el baño contiguo. La reacción llegó en forma de “tin, tin” producido por el roce de la cerámica del depósito de agua, con el azulejo de la pared. Enriqueta sintió, ahora sí, un bochorno que le calentó las mejillas. Sus pensamientos volaron y dedujo que tarde o temprano tendría que toparse con el vecino nuevo. Eso sería desastroso, porque… “¿aparte de fea con el mote de pedorra?, no chingues…” así que, a continuar con el juego de las estatuas, apretar el esfínter y esperar el desalojo del baño vecino.

Tiento a tiento, la especulación segundera. Así se completaron varios minutos sin haber gran actividad; es decir, allá con el inquilino nuevo, porque acá, la actividad cerebral era un hervidero. Enriqueta concentró cada sentido de su cuerpo en captar alguna señal de vida en el baño contiguo. Los sonidos llegaron una vez que sus oídos se acostumbraron a los silencios espejo; descubrió un tic tac muy preciso, como de reloj suizo, también un abatir de hojas cada tres o cuatro minutos… “mmm es culto, ¿Qué libro será?”, también descubrió unos pujidos tímidos. Con el correr del tiempo, la poco agraciada mujer fue haciéndose una idea del nivel de estreñimiento del nuevo vecino, y aunque decidió mantener el plan de reanudar su propia evacuación solo al escuchar que el vecino abandonaba el trono, su colón le propinó una traición tan potente, que el cansado esfínter nada pudo hacer.

La segunda detonación fue lo suficiente escandalosa para provocar varios “tin tin” allá. Con toda seguridad el nuevo vecino se reacomodaba inquieto por la desagradable bienvenida, o peor, todos esos “tin tin” nerviosos podrían ser a causa de los movimientos involuntarios de una risa burlona intentando ser contenida. Enriqueta ya no tuvo fuerzas para meter en cintura a su esfínter y se decantó por dejar fluir la situación. Hubo varias explosiones más (ya sin inocencia), antes de alcanzar la descarga principal. Se llevó una agradable sorpresa al escuchar por encima de su propia evacuación compacta, como del otro lado de la pared le llegaba el sonido de una evacuación más acuosa y abundante.

Y en efecto, de aquel lado de la pared de azulejos, se encontraba el nuevo inquilino desalojando su intestino grueso con satisfacción, en medio una metralla liquida que provocaba un sonido de chapoteo. Clemente Juárez, contador público de profesión, metódico y amante del orden, la exactitud y la disciplina, no desperdició la oportunidad que le brindaba aquella vecina generosa por ponerle el ritmo y la pauta a su tripa. Y es que lo único en su vida sin funcionar tal como su reloj suizo, era su sistema gástrico, por eso aprovechó sin remordimientos esa serie de explosiones que fungían como notas musicales sobre el pentagrama.

Enriqueta se pasó el resto de la tarde pensativa sobre la mejor manera de afrontar al nuevo vecino, en ese encuentro inevitable en un futuro próximo. Se debatía entre evadirlo o fingir extrañeza si es que el tema salía a colación. La mañana llegó y con ella llegaron las prisas, el desayuno a medias y todos los etcéteras de una mañana apurada, típica de una chica oficinista. Enriqueta no pensó en el episodio de la tarde anterior, sino hasta que accionaba la llave en la reja de entrada y la sorprendió un chiflido alegre que se aceraba desde la escalera. Se dio la vuelta y vio al vecino nuevo, debía serlo, al resto de los inquilinos los conocía. Caminaba hacia ella orondo, a gusto consigo mismo. Al pasar a su lado, le dedicó una sonrisa y una mirada de… “¿Complicidad?”,  la solitaria mujer sintió una punzada tan ajena a ella, que no supo reconocer el origen de tal sensación; lo  observó por un par de segundos más mientras se alejaba por la banqueta, ancho de gusto y con su chiflido triunfal… “¡Por dios!” De pronto lo entendió, después de tantos años en los que solo pudo conocer los por menores del cortejo amoroso por medio de telenovelas, ahora esa sonrisa pícara le sacaba del aletargamiento la intuición femenina de sopetón.  La eterna experta en coqueteos mal correspondidos, la amada solo en un par de brevísimas ocasiones (no por falta de ganas) y solo con apuestas alcoholizadas de por medio, Enriqueta la fea pues, dibujó una amplia sonrisa en su rostro desgraciado al comprender que había sido objeto de un galanteo.

—¿Se imagina, doctor Torres?, yo, la más resignada de las resignadas, le acababa de brindar una gran liberación a ese hombre…

—Sí, ya veo…

El galeno apuró el relato con un gesto impaciente de la mano, su interés había dejado de ser meramente médico.

La esposa desesperada, repitió entonces la inhalación profunda y el reacomodo de ideas con vista al techo, para narrar con apurada precisión el cortejo escatológico de por aquellos días, en los que las acciones románticas avanzaban a pasos acelerados gracias al metódico tratamiento de ella, repleto de adecuaciones sobre la marcha. Al principio surgió una complicidad impersonal, una camaradería comenzada a esa hora de cielo amoratado y terminada una vez se había alcanzado el clímax evacuatorio. Después cada cual volvía a sus actividades regulares sin interesarse por los ruidos provenientes del departamento espejo. Pero con la seguridad absoluta de que al próximo atardecer compartirían de nuevo su alivio gastrointestinal. Esa seguridad les brindaba calma al principio, pero con el correr de los días, la espera comenzó a volverse apremiante.

Las mañanas se plasmaban de sonrisas coquetas sobre la entrada del edificio. Sonrisas de un amor secreto, pero sin decirse palabra alguna. No hacía falta. Por esos días, Enriqueta tuvo la obligación de asistir a una capacitación laboral fuera de la ciudad. Una semana completa en la que su mente se vio atormentada por la preocupación de su amado. El día de su regreso fue crucial. Se bajaba del taxi con sus maletas, cuando lo vio venir por la acera, con el vientre abultado y la cara de incomodidad… “¡oh, pobre hombre!” Pagó el taxi y de inmediato subió a su apartamento, al entrar azotó la puerta e hizo cuanto ruido pudo con la maleta y la puerta del baño. Era una manera de saludar y avisar a su amor, que su espera había terminado. Enseguida alcanzó a escuchar la puerta del baño espejo y un tímido “tin-tin”, era la señal, estaba listo. La sesión se prolongó mucho más de lo normal, ella misma había hecho ayuno de evacuación todo el día anterior, para estar a la altura de las circunstancias y brillar en ese reencuentro tan esperado.

Enriqueta disfrutaba de la ducha después de su larga sesión de… “¿amor?”… el agua le acariciaba la piel y la hacía sentir satisfecha. Ducha increíble que fue interrumpida por un llamado insistente a su puerta. Era él.

Dos tollas era toda su vestimenta al abrir la puerta, una la había convertido en turbante, la otra cubría su cuerpo delgado. Clemente irradiaba de satisfacción, no dijo nada, solo extendió el paquete acorazonado repleto de chocolates. Ella lo tomó de la solapa y lo introdujo hasta su alma.

Después de ese día, la pasión se posicionó como un miembro más en la relación, los fines de semana les resultaron insuficientes para satisfacer toda esa pasión, incluso en los momentos de noviazgo normales, ya fuera en la sobremesa luego de un cena especial o disfrutando de una película en la comodidad del sofá, él inventaba alguna excusa tonta para retirarse a su departamento. Ella se levantaba también con una gran sonrisa de triunfo adelantado y se sentaba en su trono a esperar el “tin tin” indicativo de estar todo listo. Cualquier momento era bueno para tener sus maratónicas sesiones. El amor se apoderó de los domicilios espejo y en un arrebato, decidieron unir sus vidas. Enriqueta fue la mujer más feliz de la tierra, todo parecía ir a pedir de boca con el rápido progreso de su relación, que los llevó a comprar una casa donde podrían albergar una familia completa en un futuro. Los primeros meses fueron miel sobre hojuelas, hasta que la enfermedad cayó sobre Enriqueta. Un estreñimiento de intestinos que al contrario de mejorar con medicamento o volverse intermitente, empeoró a cada semana que pasaba, dando paso al desinterés y enfriamiento de su relación…

—Ayúdeme doctor se lo suplico

El gastroenterólogo comenzó a reír en su asiento, con temblor de barriga incluida.

—Señora su caso está muy fácil…

—Lo sabía doctor, sabía que usted me recetaría una buena medicina —dijo, enderezándose en su silla.

El medico negó con la cabeza.

—No Enriqueta, lo que usted necesita es instalar otro inodoro en su baño… pero esta vez no habrá pared de por medio,

—Doctor, es usted un genio, sabía que me ayudaría.

Enriqueta suspiró aliviada y con manos juntas imaginó la nueva escena; hasta podrían agarrarse de la mano… “será hermoso”.

—Doctor ¿cuánto le debo? —Se levantó sonriente la ex ermitaña

—Oh no señora, esta consulta es de cortesía

—¿Pero cómo doctor?, si usted ha salvado mi matrimonio

El galeno la tomó con cordialidad por el codo y la encaminó a la salida, donde Enriqueta se deshizo en elogios a su genialidad para resolver su problema. La pobre ya no se enteró que al cerrar la puerta el gastroenterólogo se echó a reír a carcajada suelta.

Solo tardó dos días en hacer instalar un inodoro extra en el baño marital, con una separación de apenas medio metro.

La tarde por fin cayó, Enriqueta tenía todo listo, flores armonizaban el nuevo cuarto de baño en puntos estratégicos. No pudo esperar a que Clemente mostrara sus claros indicios de estar listo para intentar reanudar las sesiones, ahora legendarias, y lo invitó de manera directa.

Después de algunos minutos parecía que la receta del médico no estaba dando resultados, Clemente no lo lograba. Enriqueta optó por esforzarse más, Clemente lo intentaba, pero el rosto desfigurado y colorado de ella, por el esfuerzo, fue lo opuesto a un afrodisiaco. Clemente se levantó de su trono y salió del baño. Enriqueta quiso ir tras de él, pero el esfuerzo ya había dado resultado en su intestino. Más allá del sonido de su propia evacuación abundante, retrasada por días, pudo escuchar la puerta de entrada que se abría y un segundo después se cerraba con suavidad.

No había necesidad de que alguien se lo confirmara, ella supo que Clemente la acababa de abandonar.

Enriqueta vaciaba su desdichado intestino, mientras sus lágrimas humedecían su desgraciado rostro, sentada sobre su trono nuevo.

 

®Daniel Barrera Blake

 

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