miércoles, 24 de noviembre de 2021

''El frío del adiós'' ® Silvia Arteaga


 Seré tu sombra! —dijo con voz quebrada, y prosiguió...—no lo seré para nublar tu camino, más bien para resguardarte del sol ardiente de la envidia y la soledad, pues son dos compañías que cegan la vista y queman lo profundo de la piel.

—No me interesa, sabes que, en este encierro nada agradable, todo es igual, día con día la misma gente, la misma conversación, las mismas faenas. ¡vete, sal de mi vista, respeta mi espacio y déjame solo! —respondió el joven bruscamente con altivez.

Con su calma a cuestas como único escudo contra la indiferencia mal encaminada del joven frustrado en su dormitorio, le indicó con amor, pero en voz baja:

—¿Sabes? No me haría lo suficientemente fuerte para poder seguir escuchando, sintiendo y tolerando tu indiferencia. Pero es verdad que me volverá contra ti seguir siendo tu sombra y cuidando de tu andar, el acompañar tu caminar en esta difícil tarea de crecer entre cuatro paredes amarrado a una pantalla y sin poder vivir libremente, toda tu existencia se ha convertido en un juego de video, pero esta vez no eres el que puede tomar la batuta y salir airoso del combate.  Este enemigo no se ve, es totalmente inmune a tus disparos de mal humor o tu mal genio, eso debes comprenderlo.

El chico se acomodó bruscamente en la cama, elevó el sonido de la consola de juegos y siguió jugando sin voltear o decir palabra, intentaba desesperadamente retraerse de aquella conversación que ahora era un monólogo que había escuchado tantas veces y que ya no hacía efecto en su ser.

—Me estas entendiendo, creo que fuerzas un silencio gélido que duele, creas una muralla que se levanta entre el miedo, el hastío y el desinterés por lo que necesito conversar contigo, entonces, escucha bien porque mi propósito de vida no será jamás fastidiar el momento, es más... —dijo colocándose frente a la pantalla para llamar la atención del muchacho y expresó con todo su ser—porque eres mi debilidad, porque soy parte tuya y porque tu vida es reflejo fiel de la mía, debo seguir siendo tu sombra. Aunque a tu lado ya no respire, no sienta o no coma.

Un escalofrío recorrió la espalda del chico, quien al momento se incorporó de la cama, habían cambiado los papeles, los roles y las palabras. Se escuchó entonces un extraño silencio entre ambos, sus ojos se encontraron, pero no había expresión, fue un instante de esos que cuelan la sangre y la hacen correr con mayor fuerza.

Ella, firme en su entereza, se toma el pecho para soportar el dolor de la tos seca y sabe que su temperatura está en aumento. No entiende, pero supone que se contagió del virus, no sabe cuándo ni cómo, pero su cuerpo sucumbe ante la infestación del bicho dentro de sí. En su condición complicada de salud, sabe que, si es lo que supone, el tiempo se acabará muy pronto.

El muchacho no se da por enterado pues apenas ha volteado para verla, cree que como siempre debe ser una patraña para llamar su atención y causar una reacción emocional que en este momento no está dispuesto a expresar. No quiere ser cariñoso, aunque muy en su interior lo poco del niño que aún guarda en su memoria está tirado en el suelo haciendo un berrinche porque necesita los brazos de la madre a su alrededor.  Pero el joven está en esa edad en que no necesita palabras dulces porque se sabe fuerte y valeroso, lo demuestra retando en las pantallas y también cuando gana juegos contra otros que no ve, no conoce y no puede imaginar, sus compañeros de batalla por medio de la pantalla son tan abstractos como su atención del momento.

Ella se retira despacio de la habitación cerrando tras de sí la puerta con delicadeza, en ese momento por su memoria bailan miles de escenas con recuerdos de la infancia, de las penas, de los sacrificios y de lo mucho que sembró esperanza, atención, cariño y amor en aquel pedacito de su ser que llegó a sus brazos hace ya quince años.

 

Él, un joven férreo en su indiferencia. Se olvida de su precedencia, se sabe fuerte, grande y cree tener el mundo en sus manos para siempre. La pandemia ha venido a reforzar su aislamiento, su ingrata soledad pesa sobre sus hombros, pero no logra encontrar una razón para cambiar de actitud, total, apenas y puede pasar un día más encerrado en casa sin volverse completamente irascible.

El camino, el mismo. Ambos buscan la paz interior, la concordia y una sana convivencia que ha quedado en el olvido, pero que en algún momento de su existencia pudieron compartir con abrazos, besos y palabras amorosas que alimentaban la autoestima de los dos.

El destino, muy distinto. Ella comprende que de ser verdad lo que sospecha, el tiempo que le queda no le será suficiente para evitarle al joven un presente amargo que elimina del panorama un futuro provisorio. Ella no será más una molestia, pero definitivamente se convertirá en su sombra, con mayor poder de acompañarle en su camino e interceder por que su destino no sea tan cruel.

La carne y la sangre se encuentran del todo compartidas. El joven es la viva imagen de la madre, se parece tanto que tiene expresiones y gestos que a lo lejos lo hacen parecerse más a su madre. La sangre obliga a no claudicar, porque el apellido paterno no conoce, pero el materno lo respalda, aunque no lo valora por el momento. Cree que es independiente y buscando la soledad podrá salir de su frustración de no lograr destacar en lo que le gusta, actuar.

El amor, dividido en un solo palpitar. En esta circunstancia no hubo mayor comunicación, ni verbal ni física, en aquel rompimiento de generaciones solamente un latido se escuchaba como queriendo salir del pecho que le atrapaba. Un lastimero latido que se agilizaba por la dificultad de respirar y llevar oxígeno a todo el cuerpo.

Dos intensiones encontradas, ella queriendo recuperar un reconocimiento a su calidad de madre, él deseando olvidar que aquella mujer con salud endeble le obligaba a estar en casa sin razón aparente, pues el dichoso virus no había llegado aún a ninguna vecindad y era por demás tener que quedarse en casa cuando muchos de sus amigos salían como si nada.

De pronto eran solo dos intereses diferentes:     Ella,  viviendo, luchando,  pero sangrando

olvido e indiferencia por su piel. Sabiendo que el tiempo se limitaba y que sin palabras la despedida debía ser ingrata, cosa que no creía merecer.  Él, hundido en su silencio muriendo lentamente sin su corazón escuchar, sin su sentir entender, sin su lugar ocupar, sin su amor entregar, sin su gratitud expresar perecía quizá mucho más rápido que la mujer, estando sumido en la indiferencia sin percatarse que perdía su alma en busca de su empresa.

El cielo de nuevo se ilumina. Ella recostada sobre su lado izquierdo de cara a la pared no se ha levantado hoy a hacer de comer. Él, desganado, desvelado y con el estómago vacío refunfuña desde la cocina exigiendo su alimento sin pensar un instante en ir a ver a su madre que desde su aposento no responde.

El sol quema como ayer, el viento seco se apodera de la cocina moviendo la triste cortina que cubre un poco la mugrienta ventana que no se da abasto para dejar entrar la frescura de la mañana.

Ella se fue orando por ser sombra. Entendida que cuando todo termina nada podría hacer para evitarlo. Simplemente la tristeza enjuagó su desencanto, la soledad atendió su sofoco y su indiferencia marcará su presencia al momento de descubrir que ahora si esta totalmente solo en esta vida que le pasará la factura de sus acciones.

Él camina sin saber que cada paso encarna una espina y cada palabra no dicha fue como la espada en el costado que desangró el amor de madre quedando derramado en aquellas paredes que mudas presenciaron el mal trato, el abuso y la inconsciente actitud de un muchacho contra la vida, contra su circunstancia y con su deseo desesperado de ser, logró herir a aquella mujer hasta sangrar.

Distancia, silencio e indiferencia. Aun sabiendo que el tiempo pasaba, que la madre nunca de su cama se levantaba tan tarde en el día, no quiso asomarse para investigar si algo pasaba o si podía ayudar. Se limitó a gritar, exigir y malhumorado regresó a su dormitorio, cerró tras de si la puerta con fuerza incalculada para que su madre de miedo temblara, pero no hubo respuesta alguna.

No existe retorno, sombra y sol juntos sin lograr encontrar un equilibrio. Ella se fue siendo sombra, él se quedó siendo sol que brilla a fuerza de violencia y frustración.

El sol que da vida proyecta la sombra de la madre que ha partido sin poder gozar de una despedida digna.  El viento que da frescura se ha llevado las palabras de la oración con pasión expresada antes de partir, pero él es demasiado joven para entender y cuando se percate de su partida no se sabe cuál será su reacción.  

Cada uno por su lado, ella por él ha orado y él embebido en su interior, se ha quedado tan solo envejeciendo cada instante en lo suyo. Solo el tiempo mediará. Solo la vida enseñará al muchacho y quizá ella si logrará que sombra y sol se puedan en un momento dado encontrar.

La pandemia ha llegado a casa, ella se va envuelta en una fría bolsa con ángeles vestidos de blanco que su rosto no demuestran. El joven queda desolado, solo y no encuentra sosiego a su pena y a su congoja. Con apenas quince años, la vida ya dio mil vueltas al sol, su corazón se secó antes de degustar el amor verdadero, su rostro dejó de sonreír hace tanto que las mejillas huesudas están rígidas, sus ojos perdidos por la droga no logran encontrar el camino a la realidad.

El virus mortal destruyó una relación inconsciente que nunca debió ser, se llevó un ser que vivió para servir y dejó un ente que no sirve para vivir. Sin embargo, la sociedad continúa con su afán de ser lo que se pueda, de tener lo que se logre y de vivir en confinamiento, donde entre paredes y ventanas cerradas se viven historias diversas entre personas poco humanas y aquellos humanos que son mucha persona, unas con lástima describen lo sucedido, otras ni siquiera han leído la noticia pues en los diarios los títulos son muy parecidos. 

La pandemia ha cambiado el mundo, ha logrado sacar lo peor del ser humano y quizá la deshumanización sea el peor de los males, un virus que desintegra a los hijos antes de matar a sus padres de pena.  

Así se observa el funeral de la mujer que se ha marchado sin servir la cena, a los costados se encuentran dos enterradores, todos cubiertos de pies a cabeza. Un ejecutivo del cementerio para testificar su entierro y a lo lejos, tambaleándose de un lado a otro, se asoma un joven con los ojos rojos, no del llanto sino del desencanto, con el corazón seco, no de tristeza sino de indiferencia, con las piernas débiles no de congoja sino de abandono, con las manos sueltas no de recuerdos sino de presente.

Como sea, esta historia se repite, quizá en casas de buena familia, quizá en chozas de la comuna, pero son un reflejo de lo que la humanidad ha dejado partir, la voluntad de cuidar del otro, de amar y de educar.  Sin esas actitudes urgentes, la pandemia será solo el inicio de la autodestrucción humana. Una destrucción que se hace cada vez más cercana y que a millones de seres deja huérfanos de valores y futuro.

El virus del Covid 19, la pandemia del siglo XXI. Una cruel realidad que sería muy bueno que se quedara como historia fantástica de terror, pero que para muchos es un vivir antes de morir.  La muerte ya no es la causante de la destrucción, es solo una observadora, para muchos llegará sin aviso, para otros arrebatará sin permiso, en fin, es la crónica anunciada por generaciones que descuidaron la educación, los valores y la entrega sincera entre padres, hijos, hermanos y amigos,  es el frío adiós, con eco de soledad, con aliento desmesurado de congoja, con gritos desesperados por el tiempo perdido y con desafiantes presentes que no llevan a ningún futuro cercano.

—Es un muchacho, ¡avisen a la patrulla!—se le oye gritar al hombre repartidor del periódico matutino que ha tenido que parar en seco su moto para no pasar encima de aquel cuerpo en medio de la vía.

—¡No hay nada que hacer!

―¡ya está muerto!

―¡No lo toque, puede haberse infestado del virus y morir ahogado!—murmuran los mirones que han llegado a hacer un círculo alrededor del cuerpo inerte.

—¿Alguien le conoce?―dice una señora muy preocupada que busca entre los presentes algún familiar, algún amigo o quizá algún conocido del muchacho.

―¿Sabe alguien si vive por acá cerca?―pregunta un hombre de mediana edad que ha parado su camino hacia la oficina y quitándose el saco se ha acercado para saber si es algún joven que frecuentaba aquella calle a la hora en que todos iban a su trabajo.

―¿Le han visto por los alrededores?—suplica el bombero a todos los presentes, que ahora son muchos más que al inicio de su llegada, antes de cerrar la bolsa de polietileno.

Nadie responde, nadie sabe, todos admirados de observar cómo un joven ha caído muerto por el virus en aquella calle concurrida que lleva al centro de la ciudad. Nadie lo reclama en la morgue y al cabo de unas horas le colocan en una fosa común, con muchos otros cuerpos sin identificar.

La pandemia no da tregua, ni tiempo para recapacitar. Los que se van no regresan y los que han vivido sin existir se van sin decir adiós al morir. Este mundo está cambiando, pero el ser humano no termina de aprender que es mejor vivir y querer que sobrevivir y olvidar. El olvido es el jinete que cabalga sobre la muerte en medio de la virulenta plaga, el anonimato impera y la violencia sale cada día a hacer de las suyas entre las paredes y las ventanas que encierran a todos los que en un día pudieron hacer algo por cambiar la ruta de la destrucción.

Al caer la bolsa pesada sobre los demás cadáveres se ha escuchado un sonido sordo, dicen los enterradores que es el alma que quedará en pena por el cementerio hasta que haya purgado todo el mal que hizo en vida.  Así la historia se convierte en un comentario de boca en boca, en un sentimiento que da miedo a los más emotivos y risa a aquellos que sin sentido han eliminado de su ser lo humano que les hacía diferencia con los animales del barrio.

            ―Quizá no todo esté perdido. Doña Estelita, la maestra de la escuela dice que muy pronto podrán los niños recibir sus tareas en casa, que todo esto será pasajero y que la escuela volverá a dar las clases perdidas.―se le escucha decir a una de las adolescentes que tiene en brazos a su pequeño hijo de tan solo cuatro meses.

―Pero ¡qué dice usted jovencita! se ha dado cuenta acaso que todo esto de la pandemia, la violencia, la corrupción, la pobreza y la desigualdad humana es para mucho más tiempo, ¿acaso cree que cuando su bebé aprenda a hablar será porque le enseñaron en la escuela? No, esto es el fin del mundo niña, se ve venir cosas peores. Mejor regrese a su casa, que seguro su familia la espera con preocupación porque sacar así a su bebe a plena calle es exponerse ambos al virus. Regrese y por vía suya, eduque bien a ese hijo si no quiere que un día sea usted o él, quienes estén metidos en esas bolsas oscuras y sean enterrados con tantos que no se dieron la oportunidad de cambiar su existir.―dijo la anciana que vendía panes en aquella esquina.

Si algo ha aprendido el ser humano, es a decir un frío adiós a lo que ya no valora, con la crueldad a flor de piel y la indiferencia como recompensa.

Entonces, miles de gemidos se escucharon, el sol se escondió y la brisa se convirtió en un viento huracanado.  Imperaba el frio del adiós. 

 

® Silvia Arteaga

 

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