sábado, 26 de septiembre de 2020

''La grasa'' ® Griselda Labate


 

Cada mañana transitaba esa cuadra y media. Norita salía de su casa, se apretaba el pañuelo (de lana, si era invierno; de gasa, si era verano), cerraba la puerta  y emprendía su camino. Una vez en el colectivo, la máquina engulló sus monedas. Satisfecha por encontrar disponible su asiento preferido, tensó los labios y la columna. Unos niños aparecieron, con guardapolvos desaliñados y sucios. Iban al mismo lugar que ella; de hecho, eran sus alumnos. Los saludó de una manera respetuosa y distante. Le molestaba sobremanera que a su lado se haya sentado la madre; era tan gorda. ¿Cómo alguien tan pobre podía ser tan gordo? Cosas como esa hacían que Norita desconfíe de las madres y de la pobreza en general.

 Llegaron a destino y Norita esperó a que desciendan los demás pasajeros; hábilmente se tardó al hacerlo ella, de forma tal que no se sintiese obligada a  cruzar palabras con sus conocidos. Llegó a la cocina y preparó café en una taza que traía de su casa, envuelta en tres servilletas. No se apuró; la mayoría de sus alumnos desayunaba en el comedor y ello retrasaba su ingreso al aula. Norita los miró por la ventana. Reutilizaban tres veces los saquitos de mate cocido, servidos en tazas de plástico mal lavadas, y comían  desesperadamente tortas fritas del día anterior. Las habían cocinado en la escuela, cubriéndolo todo con un denso aroma a aceite quemado, incluyendo su pañuelo, el de gasa, porque ya estaba finalizando noviembre.

 Los pequeños alumnos comenzaron a ocupar el aula unos minutos después. Cada vez eran menos. Valeria la saludó sorpresivamente acercando su mejilla a la suya, y Norita no encontró manera amable de negarse a ese beso pegajoso y al roce apretado de su mejilla áspera. Sintió un profundo desagrado. Seguía pidiendo la tarea todas las mañanas, aun cuando hacía meses que prácticamente ninguno de sus alumnos la traía resuelta; Norita seguía exigiéndola banco por banco, seguía indignándose con esos cuadernos vacíos, con esas hojas manchadas de mate y con migas, con esos niños mal atendidos. Parecía regodearse en su propia indignación, ávida de escucharlos decir: - No seño, ayer me mandaron a dormir a las siete después de la leche.– No seño, mi mamá se olvidó. – No seño, no lo hice porque tenía hambre y me dormí. – Norita apretaba los puños dentro de los bolsillos. Hambre. HAMBRE. Ellos, ¿hambre? Si son gordos. Las madres son gordas y fuman. Norita se sentía ofendida. Ella había visto gente pasando hambre de verdad, no en este país, por supuesto, pero conocía la historia de su familia allá, en Polonia, cuando comían papas a la mañana, papas al mediodía y papas a la noche. Valeria le devolvió un ejercicio, una cuenta mal hecha en una hoja arrugada, con un agujero provocado por su forma rabiosa de usar la goma de borrar; lucía una considerable transparencia en el centro, donde había apoyado la torta frita. Norita cerró los ojos dramáticamente por unos segundos y tomó el papel por el ángulo derecho, apenas sosteniéndolo con los dedos índice y pulgar. Toda ella olía a colonia floral, y sus manos aun lucían suaves y agradables a la vista, con sus uñas perfectamente coloreadas. A Valeria le encantaban las manos de Norita. – Esto no se presenta así, amor. No no no no no. – adoptó un tono paternalista. Valeria la miró decepcionada y escondió con vergüenza sus manos renegridas en los bolsillos. No volvería a hacer el ejercicio. Faltaba poco para el mediodía y tenía mucho sueño.

 Sonó el timbre y Norita condujo a los quince niños a la puerta, donde los esperarían sus madres gordas. Caminaba empujando hacia abajo su falda recta, no por pudor como antaño sino para cubrir un agujerito en su media de nailon, pequeño pero creciente, a sabiendas de que pronto ya no lo podría disimular. Se dirigió con paso firme y despidió a sus alumnos uno por uno, dándoles un pequeño empujoncito que enfatizaba cada día un poco más. Al regresar se encontró intempestivamente con la secretaria de la escuela, a quien intentaba evadir a diario por su charla profusa y su mal aliento.

– Norita – dijo Silvia,  apurada, tomándola contundentemente del brazo. Norita la miró de arriba a abajo. ¿En qué momento las maestras empezaron a usar zapatillas? Silvia continuó, agitada.

– Mañana cuidas a los chicos de Rosa, ¿sí? Va a estar en la Carpa. – Norita masticó su rabia.

- ¿Otra vez? – No lo pudo evitar. Ella no solía salirse de control ni negarse a cumplir, así sea Silvia quien dé las órdenes, con sus raíces canosas de cinco centímetros. Pero realmente, ¿otra vez? Silvia le explicó, como si fuese necesario, que no habían cobrado el sueldo y que no lo cobrarían ese mes. Los discursos sociopolíticos de Silvia y de cualquiera de sus compañeras la hacían flotar en el tedio.

Aceptó e ingresó al aula. Recogió sus artículos personales mientras echaba una mirada general al salón. Valeria había dejado su torta frita mordida sobre la hoja manchada y rota, en la hora de matemática. Norita se paró contra el marco de la puerta y miró hacia atrás con disimulo. Se acercó al pupitre, tomó una de las servilletas arrugadas con la que había cubierto su taza y recogió la torta frita, envolviéndola con cuidado e introduciéndola en su bolsillo. Acababa de resolver su almuerzo. Emprendió el regreso a su casa pensando en el puñado de dólares que tenía guardados en el banco. Siempre recurría a ese pensamiento cuando estaba por perder el control. Los extraería sin falta el mes siguiente, tal vez antes de Navidad. Agradeció no haberlos gastado en ese crucero a Aruba que supo gozar de tanta popularidad entre sus compañeras, algunos años atrás. Con una sonrisa cínica las imaginó en la Carpa. Mientras tanto, en su bolsillo, el aceite de la torta frita había burlado al papel tissue y comenzaba a filtrarse por la blanca y almidonada tela de su delantal.

 

® Griselda Labate (República de Argentina)

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