sábado, 5 de septiembre de 2020

Agua de Sangre ® Mauricio Oliver


¿Alguna vez has tenido sed? Quiero decir, no ese tipo de sed en la que apenas sientes una ligera sequedad en la lengua y la remedias con un buen trago de agua; sino esa clase de sed de días, sed que no puedes aplacar pues no hay con qué. Esa sed de labios agrietados, de llagas ardientes que calan en la profundidad de la boca. Sed que degenera en deshidratación. Sed que, al cerrar el puño, provoca que la piel reseca se desprenda del cuerpo, y uno se siente como una serpiente que repta como última voluntad de vivir. Esa sed con el conocimiento de carencia de agua.

¿Alguna vez has matado por un poco de agua? ¿Has visto reflejado en los ojos de otra persona tu propio miedo, tu desesperación? Pero yo no tengo el valor de matar a alguien. Asomado a la ventana, por el nicho que mantuve abierto al tapiar las ventanas, puedo ver la barbarie incivilizada, el asesinato febril de mis conciudadanos que ya no buscan agua en una tibia botella escondida en el pantalón. Comenzaron así, escondiendo botellas, luego, pequeños tubitos que se metían por donde las cosas del humano normal y naturalmente fluyen hacia afuera. Pero después, después escaseó por completo.

El narcotráfico agregó un nuevo giro comercial a sus ya de por sí versatilidad empresarial: el de tráfico de agua. Y así, descontrolados, las reservas acuíferas se fueron agotando y la reserva del Distrito Federal que, según informes, aun gozaba del 20% de su capacidad, se secó sin que nadie atinara a dar una respuesta.

Aquí es donde entro yo. Humilde trabajador del Sistema de Aguas de la capital que se vio inmiscuido en una de las imágenes más grotescas que uno se pueda imaginar. Nos dieron la misión de revisar las enormes tuberías de la reserva que llevaban el vital líquido a la ciudad. Pocas personas han visto esas instalaciones. Dudo que alguien más las vea. Siempre llenas de agua, es imposible llegar a ellas; su mantenimiento requería el cierre total del sistema. Al caminar por ellas la humedad era terrible, pero lo peor fue un tufo de muerte en las cercanías. En cierto tramo había aún charcos de agua. El olor a infierno, a cloaca destapada se volvió más intenso. Nos quedamos quietos, el eco de algunas lámparas al caer asistió al escenario tétrico que teníamos enfrente.

Una pila de cadáveres descompuestos se cernía ante nosotros en un macabro espectáculo. Pudrimiento de meses presentaban algunos, con los órganos infectos y las cabezas agusanadas. Todos nosotros nos bañamos, lavamos nuestros dientes con el agua de muerte marchita, de una inimaginable contaminación. Todos vomitamos. Los cuerpos no permitían fluir lo poco de agua que quedaba y la imagen era grotesca. Volvimos sobre nuestros pasos. Nos convidaron a volver y quitar los cadáveres. Yo los convidé a que aceptaran mi renuncia.

Y aquí estoy. En mi departamento, viendo por el nicho de la ventana cómo mis conciudadanos suplieron el agua por la sangre que hacían brotar a mordidas a quien se les cruzara por el camino. Soy incapaz de matar a alguien. Me he mantenido vivo mamándoles las tetas a las ratas que pasan por aquí. La fortuna me dio la gracia de que murieras al entrar aquí, pidiéndome ayuda, con el pecho abierto y las entrañas revueltas por las manos que ansiosamente querían tu sangre. Así que ya estás muerto. ¿Sabes cuánta agua tiene la sangre de un humano? Comprobémoslo.

 

® Mauricio Oliver (Ciudad de México)

 

 

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