lunes, 21 de septiembre de 2020

En el campo de batalla


Hay humo por todas partes, el olor a muerte y carne quemada proliferan en el lugar e inundan los pulmones de los desesperados soldados que tratan de esquivar la metralla que no deja de venir de todos lados.

Entre este caos mi niño se mueve, su corazón late a mil por hora, sujeta su arma sobre su pecho y su único deseo es volver a casa, ver a sus padres una vez más.

Como su Ángel de la guarda hago lo que puedo por evitar que salga herido pero me es imposible, a su alrededor la muerte ronda, ansiosa por cobrar su alma, no importa cuántos niños se ha llevado ya, ella sigue hambrienta y mi niño es su plato principal.

Estoy desesperado, ¿Cómo es esto posible?, hace menos de un mes estábamos en la apacible granja familiar, rodeados por verdes campos, cazando conejos y donde lo único de lo que debía cuidarle era de no recibir una patada de Betty, la mula de la familia.

Fue una sorpresa para ambos cuando la guerra llamo a la puerta, el imperio necesitaba soldados y mi niño debía responder, en tan solo treinta días dejo el arado por el fusil y adiestrado bajo un burdo entrenamiento, se le envió como carne de cañón al campo de combate.

―¡Cuidado con la torreta! ―grita su capitán antes de ser acribillado por una lluvia de balas.

Como siempre hago, inadvertidamente le alejo del peligro haciendo que tropiece para que no sea alcanzado por la ráfaga.

―¡Maldición! ―exclama mi niño antes de temblorosamente apuntar con su arma al soldado Alemán que manejaba la torreta.

Con solo presionar un gatillo le vuela los sesos y le mata al instante, esto es lo que más me duele, ver a los ángeles guardianes del enemigo llorar a sus niños muertos.

Ellos también los acompañaron desde su primer respiro de vida hasta el último exhalo de esta, no los entiendo, ¿Por qué si Dios los creo con tanto amor a su imagen y semejanza ellos se odian tanto entre sí?.

Con pesar observo como él ángel del caído le da paso a la muerte para llevarse su alma.

Lentamente esta se inclina sobre él cuerpo del muchacho, introduce su esquelética mano en su pecho y saca una pequeña esfera blanca que luego se devora de un bocado.

Cuando termina su labor lentamente se da la vuelta hacia nosotros y señala a mi niño, me advierte que pronto vendrá por él.

Aunque el miedo me invade haré lo que pueda por mantenerla alejada, halo de él y le empujo cuando es necesario, le advierto cuando correr y hacia donde apuntar y le susurro que si sigue así volverá a ver a Mamá y Papá.

Como todo un guerrero se abre paso entre el enemigo, mis acciones parecen haber tenido éxito la muerte se ha quedado atrás y en silencio nos observa a la distancia, lo logre salve a mi niño.

Ya solo faltan quince metros para abandonar el campo y le suplicó que corra, le prometo que pasado ese punto estará salvo, que volveremos a casa.

Estamos a solo dos metros cuando lo escuchó un sonido similar a un golpe metálico precedido por una poderosa explosión, en mi desesperación por alejarlo de la muerte no vi bien el camino y lo guie hacía una mina escondida entre la hierba.

Mi niño vuela por los aires antes de azotar sobre el suelo, la explosión le ha volado las piernas y ha destruido por completo su torso.

Apenas si puedo creerlo, mi pequeño Herschel está por morir y todo fue mi culpa.

―Mamá, Papá ― sus ojos comienza a humedecerse.

No sé qué hacer.

―Padre por favor no dejes que muera ―suplicó a los cielos pero no recibo respuesta.

Comprendo su silencio, desde un principio a nosotros los ángeles se nos dejo en claro que la muerte es algo natural de los humanos y que muy a nuestro pesar es nuestro deber aceptarlo.

Jactándose de su victoria con su lento andar  la muerte  se aproxima  hasta donde nosotros.

―Lo cuidaste muy bien ―dice de forma burlona.

―Por favor no te lo lleves ― le suplico.

―Conoces la reglas.

―Al menos déjame  despedirme―me arrodillo a sus pies.

―Eso está prohibido ―contesta antes de hacerme a un lado de un empujón.

La muerte está por introducir su mano en el pecho de mi niño para arrebatarle el alma cuando de pronto y apresuradamente  la detengo.

―¿Qué haces? ―pregunta molesta.

―Yo lo hare, yo tomare su alma―respondo.

―Solo yo puedo hacer eso―me señala lo obvio.

―Lo sé, por eso tomare tu lugar ―respondo.

―¿Por qué? ―pregunta de forma inquisidora.

―Porque igual que tu sin Adán, sin mi niño yo no soy nada ―le explicó.

La muerte entiende bien mi predicamento, como ángel guardián del primer hombre, comprende lo que es perder a un ser tan querido.

―Por milenios he andado en soledad por este mundo recolectando las almas de sus hijos, estoy cansado de ello, acepto ―tras decir esto la muerte introduce su mano en su hueco pecho y por si mi misma se saca el alma y me la entrega.

El  alma de la muerte es totalmente distinta a la de los humanos, la suya es fría al tacto y tiene la forma de una pequeña galaxia en movimiento.

―Devórala ―alcanza a decirme antes de caer al suelo convertida en un cumulo de porosos huesos que en cuestión de segundos se evaporan en el aire. 

Tengo miedo por lo que hare pero todo sea por darle la paz a mi niño por mí mismo.

Cuando devoro el alma de la muerte comienzo a experimentar todas sus vivencias, sus años en compañía de Adán, el cómo se convirtió en el ángel de la muerte cuando trato de revertir su fallecimiento, los milenios que vio imperios caer y erguirse y las millones de almas de buenos y malos que tuvo que recoger. 

A aquella visión le sigue una dolorosa metamorfosis, en la cual mi cabello se cae, mi piel se seca hasta en convertirse en huesos, mi ojos desaparecen y mis blancas alas se tornan negras como la más impía de las noches.

La transformación está hecha, ya no soy un ángel de la guarda, ahora soy el nuevo ángel de la muerte y es hora de recoger mi primer alma.

Estoy por arrebatarle el alma y darle la paz a mi moribundo niño, cuando de pronto ellos aparecen.

Por alguna especie de milagro los médicos han logrado sortear el campo de combate y han llegado hasta él, lo levantan en una camilla y como pueden se lo llevan lejos de mí.

―¡Está prácticamente muerto, déjenlo! ―les gritó aunque sé muy bien que no pueden escucharme.

Ignoro los quejidos de los cientos de soldados muertos a mí alrededor, se que ellos también me necesitan pero primero está mi niño, debo darle la paz a él primero.

Los médicos llevan a mi Herschel hasta el hospital improvisado donde tratan a todos los heridos, al verlo varios de los galenos dejan de lado a los pacientes menos lesionados y corren a auxiliar a mi niño.

Tras horas de constante trabajo, han detenido su hemorragia, reintroducido sus intestinos y grapado su estomago, ante todo pronóstico han  logrando lo imposible, le han estabilizado.

―¡Esto es imposible, él debe morir, yo debo tomar su alma! ―protesto desesperado y dispuesto a terminar lo que comencé.

―¡Ya basta! ―como un trueno la voz de mi padre resuena desde los cielos―.Él ya se ha salvado ―dice.

― ¡No padre el está muerto, los médicos se equivocan! ―respondo.

―¡No!, el que se equivoco fuiste tú, diste todo por nada, debiste esperar un poco más ―me reprende.

―Por favor padre tienes que entenderlo, el me necesita, yo debo cuidarlo ―suplicó.

―Ya no hijo, tu deber es recoger las almas de los muertos, ahora cumple con tu trabajo, los soldados te necesitan ―mi padre mantiene su postura.

―Al menos deja que me despida de él ―le pido aunque sea esa cortesía.

―Hazlo ―me lo permite.

Como la oscura sombra que ahora soy me acerco a mi niño,  me inclino a su lado y le susurró al oído lo siguiente.

―Mi querido Herschel se que no puedes escucharme, pero siempre estuve ahí, durante cada navidad, en tu primer beso y en el último abrazo que te dieron tus padres antes de venir a este infierno, aunque ya no podre cuidarte siempre te amare y te prometo que cuando llegue el momento nos volveremos a ver ―Tras despedirme remuevo el cabello de su frente y me marcho, ahora hay más niños que me necesitan.

 

® Ronnie Camacho Barrón (H. Matamoros, Tamps. México)

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