jueves, 3 de septiembre de 2020

AVE FÉNIX


Sólo hay uno. No es macho ni hembra, sólo es. Asexuado, solitario, majestuoso. Surca los cielos en un mundo de extraños, de niños. Se mofa del tiempo y de las eras. Y cuando es longevo y alcanza el quinto siglo, se pierde en un peregrinaje hacia el sol, para luego volver envuelto en llamas y perene.

Tiene el cuerpo de color dorado y plumaje rojo escarlata. Nace calvo, pero a los siete días comienzan a brotarle las plumas, cual gotas de sangre. ¿Qué cuánto crecen? Nadie lo sabe. Aprende a cambiar de tamaño a los pocos meses de nacido. Puede ser tan pequeño como un halcón peregrino, o inmenso, como el más grande de los cóndores que sobrevuelan las cordilleras de Perú.

Nace y muere solo, al igual que los hombres, con la diferencia de que no vive acompañado. Está en el mundo pero es ajeno a él. Parece tener un propósito, porque cuentan, quiénes lo han visto —o juran haberlo hecho—, que al ser asesinado arde en llamas y de las cenizas, brota un huevo, duro como metal. Y que sólo se abre al sentirse seguro. El fénix regresa una y otra vez después de la muerte, como si fuera una especie de testigo, un enviado que tanto paleontólogos como antropólogos coinciden que apareció al mismo tiempo que el hombre. Lo que es seguro, es que estará en el final.

 

® J. R. Spinoza (H. Matamoros, Tamps. México)

 

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