sábado, 5 de septiembre de 2020

Amelia


El reloj parece marcar un ritmo, una balada – tic tac, tic tac-. Un par de altavoces anuncia la próxima salida del tren; terminación dos, dos, cinco. Me levanto con un poco de molestia pensando que el vagón asignado en mi boleto va a ir repleto de gente, pero descarto la idea cuando veo que somos pocos los que avanzamos a la fila de entrada. En el umbral se encuentra Sandro, tal vez ni siquiera sabe que soy yo porque revisa el folio y a pesar de que me pide la identificación no repara en mí, ni siquiera me mira a los ojos. Sólo obliga a su rostro a parecer amable debajo del gorro del uniforme y dice: «Adelante, buen viaje».

No le puedes pedir a toda la gente que te recuerde, no luego de haber desaparecido por años y volver únicamente para no perder la costumbre de agonizar en casa. Uno se aburre de destruirse en medio de voces y miradas ajenas, y cuando pasa eso se va a casa para sentir el clima del dolor conocido; la garganta raspa menos cuando se llora sabiendo que quienes lo ignoran al menos son familia, y no extraños.

El pasillo que conduce al vagón es débilmente iluminado, ya es noche, pasan de las diez y afuera no hay mucha luz que ayude a la de adentro; pero es mejor así. La pequeña puerta está abierta y yo entro sin reparar en el joven que da las indicaciones a los que ya se encuentran ahí.

- Les recordamos que nuestro viaje tiene una duración aproximada de cinco horas. Por lo que les recomendamos disponer de todos los servicios con los que contamos para ustedes. Si alguien necesita algo yo permaneceré toda la noche en el cuarto de servicio situado al final de su vagón. Que tengan un excelente viaje – dice –.

Afortunadamente termina su mensaje justo cuando acabo de acomodarme el cinturón, se dirige a donde había dicho que estaría. Mi asiento es doble y tengo uno de frente, es un diseño habitual aún para un costo que me hizo privarme de la comida del día. A pesar de eso soy el único en esa pequeña cabina.

Mi curiosidad me hace mirar detenidamente a mi alrededor, somos muy pocos; en una sala para cuarenta personas solo vamos seis o siete, dos de nosotros son niños pequeños que ya duermen en el regazo de su madre; una linda joven, señora por respeto, pero joven. Tal vez de mi edad o un par de años más grande. Los demás son un par de amigos que ocupan la cabina que tengo enfrente, más grandes que yo, probablemente entre treinta y cuarenta años. Y justo en la esquina derecha, junto a la entrada, hay una mujer. Debe pasar de los cuarenta por la expresión de su rostro y ese modo altivo de dama destacable sobre todos los que acompañamos su mismo vagón.

Miro de más pero ya no hay nadie. Mi curiosidad a veces es un problema, pero ya que repito la cuenta un par de veces me siento tranquilo, la muchacha de los niños nota lo que hago y me lanza una mirada interrogante; la evado y me acomodo bien para descansar.

Después de contar a mis compañeros de vagón quiero contar ahora cuanta gente queda en la estación de espera a esa hora, pero la baja temperatura empaña los cristales y casi no puedo ver el exterior; de inmediato pienso que la noche no quiere que me distraiga antes de dormir. Un ruido se extiende a lo largo del tren y nos anuncia que estamos por partir, la estructura vibra un poco antes de sentir un ligero empujón en el respaldo del asiento. La luz borrosa de un faro se aproxima cada vez más a mi ventana, eso indica que ya estamos avanzando.

Quisiera ver el paisaje como lo hacía cuando viajaba contigo, mirar el movimiento de los árboles que parecen danzar a la par de la noche fría y dibujar nuestros nombres en el cristal empañado con nuestros dedos. Intentar hacerlo desde que no estás conmigo es una tortura que me quema cada fibra del cuerpo conforme las vías se van terminando. Intento cerrar los ojos para ocultar el llanto que sale cada vez que te recuerdo, y siento como resbalan pequeñas gotas por mis mejillas, hay algo cálido y extraño en ese acto; no sé si es mi piel o mis lágrimas, pero algo parece arder y dejar un rastro que se evapora lentamente.

Con el silencio sepulcral gobernando el interior de mi vagón tengo miedo de que alguien escuche como cruje mi corazón al esforzarse por no colapsar en medio de esa avalancha de recuerdos que son de ti, oh, mi amor; como si hubiera recuerdos que no tengan que ver contigo. Pero nadie lo nota, todos siguen en su esfera, incluso el par de amigos parece ya estar cada uno sumido en sus pensamientos sin prestarse atención. Y es entonces cuando mis tristes ojos reparan en algo peculiar sobre el entorno; me encuentro rodeado de cadáveres, agonizantes y melancólicos cadáveres que están en ruinas, como yo.

Amelia, si tan solo estuvieras aquí, tú hubieras hecho sonreír a estas pobres almas atormentadas por el espíritu del caos. Sus ojos se pasean por la oscuridad de nuestro vagón, puedo sentirlos llorando como entes en pena; vagando sin encontrar la cura del dolor que tanto pesa en vida y que tanto ancla en la muerte. Fingen estar dormidos, quieren engañar al verdugo aparentando no saber nada de su condición; pero los que estamos en pedazos siempre sabemos cuándo otro también se está derrumbando. Y así están ellos, Amelia. Igual que yo antes de alejarme de ti sin que pudieras explicarme los motivos de tu adiós, ese adiós fue como mil alfileres incrustándose en la frágil cubierta de mi corazón casi marchito.

Ojalá tus ojos pudieran brillar en medio de este jardín de flores muertas, porque no hay nada peor que la incertidumbre de pensar en cómo van a seguir aquellos que están en ruinas como tú. Cada que uno encuentra personas así quisiera hacer un nudo con los brazos cansados y abrazarlos hasta fundirse en ellos para que no se sientan solos, porque tú sabes, Amelia, lo mucho que duele sentirse completa y asquerosamente solo. Con todas esas personas vagando por tus calles, por las mías, por las de ellos y las de los otros; con toda esa gente en el mundo caminando junto a nosotros es una condena infernal que nos sigamos sintiendo solos.

 -¿Qué tendrán en sus mentes aquellos fantasmas que me acompañan y lloran conmigo?

Es un enigma lo que los demás esconden para su propia destrucción. Lo único seguro es que en sus corazones no anida más que el dolor y la desesperación de la negra soledad, y lo sé porque en el mío eso es lo único ardiendo desde el día en que me vi completamente sumergido en el abismo de la desolación. Y no, cariño, no pienses que solo tuya es la culpa de haberme convertido en un lastre para mi propia tranquilidad. Fue culpa del tiempo y la distancia, de ser un extraño en una ciudad repleta de lobos hambrientos que ven en la inexperiencia una cena digna de ser repartida hasta los huesos. Fue culpa del miedo y la desesperanza… del olvido.

Quisiera que sepas, Amelia. Así como mis compañeros, yo también escondo algo en mi mente que me destruye, pero a diferencia de ellos voy a contártelo mientras veo como las lúgubres lámparas se van extinguiendo conforme avanzamos a nuestro destino. Porque nunca te dije, mi amor, lo mucho que estaba luchando por volver a mi hogar y arrebatarte de esos brazos ajenos que tanto amaste cuando me fui, esos que amas incluso ahora, ahora que soy un desconocido para ti.

Yo escapé con el fracaso y la agonía en mi equipaje, y me fui a un lugar del que no conocía ni las calles ni los horarios. Fui un roedor de alcantarilla, desfilando desesperado por conseguir mi alimento y mi hogar, porque en esos lugares, aunque uno tenga donde llegar a dormir, es muy difícil que llegue a tener un hogar. Fingí con severa paciencia sobre mi estado “favorable”, cada que me comunicaban con mi madre disimulaba con una sonrisa que seguramente ella imaginaba como la de aquel joven recto que había criado en el seno de su indulgencia. Sin embargo; no hubo día que mis labios no pronunciaran una aterradora mentira. Porque es cierto que ningún día vieron mis ojos la paz ni mi cuerpo el descanso, el caos me absorbía despacio y sin delicadeza, era similar a un abismo en espiral que no conoce del tiempo ni el espacio, solo del hambre por girar sin saber qué se ha perdido en su interior.

Oh, Amelia, que doloroso era ser una estatua en medio de tantas esculturas. Tan agobiante que poco me quedaba al final del día cuando llegaba a casa; eso poco era recordarte antes de cerrar mis ojos.

Te juro, mi vida… durante prolongados lapsos de tiempo me vi esforzándome como un león ante los retos que se iban presentando sin clemencia al umbral de mi puerta; a veces ya no era capaz de soportar tanto peso en mis manos, pero por ti, mi amor. Por ti fui capaz de soportar el simbólico delirio que me provocaba no quitar de mis ojos el velo del caos. Cada noche después de entregarme al descanso profundo soñaba con largos paisajes marchitos y agrietados hasta en el cielo, y caminaba durante toda mi jornada destinada al reposo corporal; pero nunca encontré final en ninguno de aquellos paisajes siniestros, ni siquiera cuando mis pies se volvían de plomo y me costaba dar los siguientes pasos. Nunca hubo en la interminable jornada un motivo que me explicara la razón de soñar una rutina tan agotadora como macabra.

- ¿Cómo te digo que no soy consciente de mi rotundo fracaso?

Denigré mi persona hasta no considerarme digno ni siquiera del repudio humano, o de la piedad ajena. Solamente quería que alguien confiara en mis ojos cristalinos.

Nunca la hubo durante algunos meses, Amelia. Siempre me miraban y al parecer había demonios a mi alrededor, entes que me usaban igual que un vagabundo usa el calor de una cómoda morada ajena. Algo me dijo una amiga que conocí en aquella inmensa ciudad que tanto me consumía; algo sobre las larvas, al parecer no me dejaban en paz ni en sueño o vigilia. Pero nunca le hice caso, le creía, eso es seguro; pero nunca hice caso de sus consejos y eso me llevó a estar cada vez más lejos de la salvación. Ya no era de la gracia de nuestro venerable señor creador de todas las cosas y, al parecer, ya tampoco lo era del que mora muy por debajo de las cloacas; allí donde se cuenta que el sufrimiento se extiende lo mismo que la eternidad.

Debo confesarte, Amelia… Ya no era de mi agrado mirar ese reflejo que tanto te gustaba en nuestros espejos, ¡odiaba mi rostro! Lo odiaba porque en él no veía otra cosa que no fuera un cobarde, un fracaso, un pedazo de carne que apenas si sirve como una máquina que es capaz – a veces – de generar ingresos a gente que si ama verse en los espejos.

Y ahora, mientras viajo a una ciudad que desconozco, rodeado de estos ojos que lloran igual a los míos en el refugio de la oscuridad. Ahora es cuando me arrepiento por haber dejado nuestro hogar y haber creído que al volver seguirías esperándome como lo hiciste cuando éramos uno. Porque sé lo mucho que uno peca al no amar a quien lo ama, al no procurar endulzar las aguas cálidas del amor que otro ser humano le brinda. Mas no puedes culparme por huir sabiendo que mi situación empeoraba conforme avanzaba el tiempo en nuestra habitación. Mi enfermedad consumía la cordura que uno necesita para amar sin descanso a la mujer que lo cuida como tú lo hacías conmigo, y no podría curarme sin la ayuda de los médicos que tantas veces prolongaron mi agonía; por eso decidí partir a otro lugar lejos de ti. Ningún ser humano merece ver como se consumen los ojos en los que añora mirarse toda la vida; ninguna mujer merece atar su vida a la decadencia de un hombre desdichado y atrofiado como yo.

Supe, Amelia… Que marcharme fue la mejor sanación para ambos, sobre todo para ti, pues fuiste capaz  de ver en otro ser humano lo que yo nunca pude brindarte; lo que tanto merecías y nunca pude ofrecer. Esa fue la razón de no volver jamás al sitio que nos vio crecer durante tantos años. Yo estaba sanando a mi manera, entre la locura y la melancolía producida por no saber si era digno de tu espera. Sin embargo; no lo fui, y eso en parte era mi calma.

Saber que tus manos podían sostener a otras que no estaban dañadas, que gozabas de la dicha del amor correspondido en pleno florecer primaveral; que al llegar los gélidos inviernos tu cuerpo sabría encontrar el calor en la temperatura de otro que no fuera al que estabas acostumbrada; que las mañanas de sabanas tibias las podrías compartir con alguien que fuera suficiente para ti, para lo que necesitabas; todo eso me ayudaba a no morir de soledad. Tú eras feliz, Amelia. Y yo sonreía cada vez que pensaba en eso.

Cuando la alegría rodea los corazones humanos no hay preocupaciones que puedan perforar la armadura de quienes los posean. Yo sabía que amando no pensarías en el pobre amado tuyo extraviado en el sur; no había necesidad de seguir observando esa tormenta después de conseguir estar en el paraíso. Así fui capaz de no sufrir tanto al extrañar tu pan con mantequilla que acompañaba mi café dulce y el desayuno recién horneado. No moriría por no ver tu ropa ordenada en pilas de colores y la caja de cosméticos que parecía maletín escolar.  Había muchas cosas de ti que faltaban en mi pequeño apartamento para sentir que el lugar no estaba muerto como los demás restos de la ciudad; pero de ti solo estaba yo… yo y una que otra ropa con tu perfume olvidado que se negaba a abandonarme.

Oh, Amelia. Durante años te supe feliz por boca de extraños míos y conocidos tuyos, incluso me contó el viento que tu bello hijo llevaba mi nombre. ¿Por qué, Amelia?¿Por qué? Nunca entendí la razón de llamarlo como yo, ¿Acaso aún me extrañabas? Nunca lo supe porque no quise volver a nuestra tierra natal hasta sentirme sano y salvo de mi propia persona; y fue difícil dejar de huir de mí. Y ahora, amor mío. Después de haber comido y llorado en el mismo parque de nuestros primeros encuentros, me cobijo con el recuerdo y la esperanza de que estás bien. Desde que me fui has estado mejor. Quisiera, Amelia, olvidarme por un momento de nosotros y pensar en los que viajan conmigo; los siento tan rotos. Ojalá tus ojos pudieran mirarlos para secar su llanto con esa mirada tuya. Sé, por el ruido de sus débiles corazones, que siguen despiertos y también charlan con el silencio que tanto nos cuida. Si pudiera leer sus pensamientos seguro lo entendería mejor, sabría por qué hasta los rieles lloran en esta noche amarga y solitaria.

Y ahora, mi amor. Mientras me dirijo de vuelta al sur, en donde me dijeron que te encuentras junto a tu sagrada familia. Me pregunto si estos pobres pasajeros también tienen como destino visitar una caja fría en donde duerme, tranquilamente… la persona que más amaron.  

® Daniel García (México)

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