sábado, 5 de septiembre de 2020

Ingrávido ® Ale Montero


 La gravedad dejó de funcionar. Postes de luz eran arrancados del suelo. Las personas se refugiaron en sus casas y caían violentamente sobre sus techos. Muchos fueron arrojados a gran velocidad hacia el cielo; se alcanzaban a ver como diminutas siluetas flotando lejos. Se podía observar cómo la atmósfera se llenaba de mares alzándose como inmensas cortinas de agua. En el cielo volaban animales y árboles. Los sobrevivientes se apiñaron en casas, edificios y bajo puentes. Individuos asustados caminando por las calles se introducían en hogares de familias desconocidas para sobrevivir; las familias los aceptaban debido a las condiciones. Como algunas viviendas estaban muy arraigadas en la tierra no se desprendieron tan fácil, pero las más débiles volaron al instante. Las personas empezaron a usar su techo como piso.

Transcurrieron los días. Las casas seguían arrancándose. Luego de una semana quedaron pocos sobrevivientes en el mundo. Dos familias permanecían en dos hogares de un fraccionamiento residencial. Los Epston eran unos estadounidenses viviendo en México. Habían administrado bien su comida, pero se les veía desesperados. A la familia Montalván Castillo le quedaba poco alimento, pero se sentían tranquilos porque habían aceptado su muerte. Las dos familias se ayudaban comunicándose por las ventanas de los dormitorios. Hank Epston le pasaba por la ventana algunas frutas amarradas con cuerdas a Lucía Castillo. Elfego Montalván había leído muchos libros sobre budismo. Era un señor pacífico y de fácil adaptación. Elfego hablaba con los Epston por una ventana; les platicaba sobre la aceptación de la muerte y las enseñanzas de Buda. En el interior de sus residencias se sentaban sobre sus techos.

La ciudad permanecía silente por la falta de personas. Gretel Montalván, la hija de Lucía y Elfego, jugaba tranquila en el techo de la sala con una pelotita roja que le cabía en la mano, aventándola repetitivamente a la pared. Las familias pasaban las tardes platicando entre ellos hasta el anochecer. Los Montalván Castillo prendían algunas velas. Los Epston oraban. Al amanecer, Hank saludaba a Lucía y Elfego. Gretel le mostraba su pelota roja a Jack, hijo de Hank. A Jack apenas si se le dibujaba una ligera mueca en el rostro. Era un niño introvertido y preocupado, aunque las pláticas de Elfego le habían ayudado. Gretel tenía miedo de lanzarle la pelota a Jack porque podía caer al cielo y perderse para siempre.

—¿Sigues preocupado? —preguntó Gretel.

—Temo que se despeguen nuestras casas —contestó Jack.

—Tranquilo, llevamos semanas aquí y no ha pasado nada.

Gretel se despidió con la mano y desapareció de la ventana. Jack reparó un rato en la ausencia de Gretel.

Aquel atardecer, las dos familias se sentaron en sus techos para platicar desde sus ventanas. Los Epston estaban a oscuras mientras a los Montalván Castillo los iluminaba una vela. Elfego amarró una vela con un hilo y se las aventó a Hank y a su esposa, Jessica. Con cierto esfuerzo lograron conseguirla. Ambas casas se iluminaban tenuemente. Dieron las dos de la madrugada. Los niños también seguían despiertos.

—Recuerdo cuando vivíamos en el condado de Orange —contaba Hank—. Visitábamos a mi madre todos los fines de semana. Teníamos una vida muy tranquila. Jack tenía un mejor amigo que comía todos los martes con nosotros; luego se iban a jugar béisbol al patio trasero.

—Me hubiera gustado visitar Estados Unidos —decía Lucía—. Una vez íbamos a ir a Nueva York de vacaciones. Por cuestiones económicas no nos fue posible. Nosotros íbamos cada año a Acapulco a pasar las fiestas decembrinas en casa de mi mamá. Ahí se juntaba toda mi familia quienes están esparcidos por el centro y sur de México.

La conversación se alargó hasta el primer bostezo de Jack. Pronto los Epston se fueron a dormir. Los Montalván Castillo también se fueron luego de un tiempo de quedarse juntos cerca de su vela encendida. Ambas familias esperaban el desprendimiento de sus hogares, pues los últimos días las viviendas habían temblado ligeramente.

A la mañana siguiente, Elfego despertó a las siete porque escuchó un ruido similar a un derrumbe. Volteó hacia la ventana. La morada de los Epston se estaba despegando. Jack gritaba con todas sus fuerzas. Elfego no sabía qué hacer. Lucía despertó por el grito de Jack. No les dio tiempo de hacer nada; la residencia ya se encontraba volando a toda velocidad. Elfego suspiró viendo hacia el cielo. Gretel caminaba lentamente mientras bostezaba. La vivienda de los Montalván Castillo hacía pequeños movimientos.

—Ya casi llega el momento —susurró Elfego.

La familia se apiñó. Gretel sacó su pelotita del bolsillo y comenzó a rebotarla en la pared. Empezaron a sentir fuertes sacudidas. La morada se despegó del suelo violentamente.  La pelotita roja salió volando por la ventana.

 

® Ale Montero (Los Cabos, México)

0 comentarios:

Publicar un comentario