martes, 25 de agosto de 2020

Y AHORA QUÉ SOY?


 

Día 1.

Desperté en el suelo. Sacudí la cabeza para desperezarme y caminé hacia el sofá. Los rayos del sol matutino entraban por la ventana. Mi primer pensamiento fue llegar primero al control del televisor, podría ver las caricaturas, de lo contrario tendría que ver las aburridas noticias con papá, o sufrir con repeticiones de la novela de mamá.

            A pocos centímetros, me di cuenta de que el sofá era más grande de lo que recordaba. Alcé la mano para verla de cerca y vi una peluda pata de perro. Era de color café claro, y tenía cuatro pequeñas garritas saliendo de cada uno de mis regordetes dedos.

  Arañé el suelo. Mis rasguños produjeron un chirrido muy agudo. Me miré la otra mano y era exactamente igual, una pata de perro. ¡Tenía cuatro! Me percaté tras echar un vistazo.

            Una especie de almohadones en las palmas de lo que alguna vez fueron mis manos, hacían bastante cómodo el caminar sobre el suelo. Como si todo el tiempo estuviera pisando los cojines del sillón. 

            Detuve mis pasos frente al espejo de la sala y me miré. Tenía los ojos grandes y negros como dos canicas. La cara aplastada, como si hubiera caído de boca desde muy alto, con la nariz chata y semejante a la de un gorila. Mis orejas eran delgadas y caídas, de un café oscuro, similar al color de las barras de chocolate. Mi cola…porque tenía cola, era retorcida, si no fuera por los pelos, hubiera sido similar a la de un marranito. No había duda, me había convertido en perro. A juzgar por el tamaño de las cosas a mí alrededor, se trataba de un perro pequeño.

            Seguro estoy soñando. Intenté pellizcarme, pero las patas de los perros no estaban hechas para dar pellizcos, por lo que, por más que me esforcé, me resultó imposible. Tensé el cuerpo con todas mis fuerzas, tratando de romper la piel canina que contenía mi ser. Fue inútil. Corrí en círculos, esperando que de un momento a otro mis piernas crecieran y volviera a ser un niño. Sólo conseguí cansarme.

            Escuché unos pasos bajar las escaleras. Tost, tost, tost. Podía escuchar todo  a mí alrededor con total claridad. Los chillidos de un ratón detrás de la estufa. La pelea de los vecinos de la casa de enfrente. Inclusive oía los ronquidos de papá, quien dormía en un cuarto aparte con mamá y siempre tenían la puerta cerrada con llave.

            A medida que el sonido de los pasos se hacía más fuerte, comencé a distinguir un olor. Era dulce y espeso, olfateé un par de veces hasta que di con él. ¡Mantequilla de maní! Un segundo olor venía con él. Era pesado y desagradable, y a medida que husmeaba en el aire se hacía más y más tolerable. Sudor.

—¡Guaguau, bonito guaguau!—exclamó una voz infantil. Se trataba de Dalia. Mi hermanita tenía cuatro años. Y había palabras que aún no sabía pronunciar. Eso nunca la detuvo para darse a entender, desde los dos y medio era un verdadero merolico, decía mamá.

            Me cargó con tanta facilidad como se levanta una mochila del suelo. Y comenzó a acariciarme la cabeza con sus pegajosas manos. Tenía la costumbre de asaltar el refri en las mañanas, subirse a un banquito y darle un buen bajón al frasco de mantequilla de maní. Por eso se estaba poniendo tan rechoncha. Intenté zafarme de su abrazo, pero era más fuerte que yo. Y pensar que apenas ayer era yo quien le cargaba.

            Tost, tost, tost, alguien más se acercaba. Olfateé el aire nuevamente, estaba vez olía a menta, específicamente a pasta de dientes. Arriba de Dalia pude distinguir perfectamente a mamá. Quien estaba muy arreglada para ser tan temprano. Tenía labial rojo y maquillaje. Había recogido su cabello negro en una cola de caballo y vestía, por alguna razón una bata blanca.

—¿De dónde sacaste ese perro?—preguntó con su tono acusador.

            Mi hermanita se encogió de hombros y en el proceso me soltó. Por fortuna los almohadones de mis patas amortiguaron la caída por lo que apenas me hice daño. Me toqué la frente con mi lengua, que por alguna razón no había caído en cuenta de lo larga que era.

—¡Mamá, soy yo!—dije. Pero de mi boca sólo salieron un par de ladridos.

—¡Juan, tú le compraste un perro a la niña!—gritó a mi padre, totalmente indiferente a mi intento de comunicación.

—Eh…sí—dijo mi padre tras un largo bostezo.

—Él te ayudará a limpiar.

            Me levantó con suma rudeza. Tomándome del cuello, tras la nuca, creí que me dolería, pero no fue así. Mientras estaba en el aire pude ver la foto familiar de la sala. Una fotografía en la que me había obligado a retratarme el verano pasado. El cuadro tenía un marco dorado con una especie de surcos en él. La imagen revelaba a una familia feliz, estaban mamá, papá y Dalia, pero no estaba yo.

—Tengo que ir al consultorio, por favor no hagan de esta casa un desastre y levanta a tu padre cuando tengas hambre.

¿Consultorio?, pero…mamá abandonó la carrera cuando yo nací.

Día 3.

Dalia me ha puesto nombre, Cheto, en verdad lo odio. Me he quedado sólo en la casa. Ayer tomé a escondidas la tarea de mi hermanita y uno de sus lápices. Necesito enseñarme a escribir con estas garras si quiero comunicarme con ellos.

 

® J. R. Spinoza (H. Matamoros, Tamps. México)

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