martes, 25 de agosto de 2020

Con mis casi 33


¡Tilín, tilín! Basura oiga. ¡Tilín, tilín! Basura. ¡Tilín! Es martes y son las 8:30 am. Tengo los ojos cerrados y ya obligué a un pie tocar el suelo, y luego al otro. Me hago un intento de cebolla decente en el pelo y me quito las lagañas, acelarada me apresuro para lograr en cuatro minutos sacar las bolsas de basura restantes, bajar las escaleras y sacar mi sanitizado tambo a la banqueta, para no volverme a preocupar por esa labor hogareña en una semana más. Toda una maratón sin medallas. Desde que estoy en confinamiento, ahora sé que el camión de la basura pasa los martes.

Regreso a mi piso, y en tan soleada mañana, prosigue hacer mi meditación. ¿Cuántas veces vi entrevistas de yoga en los canales de salud recomendando eso? Muchas. Pero siempre me dije: “yo no tengo tiempo”. Ahora, lo tengo. Cinco minutos diarios es mi iniciación, y yo feliz de que mi respiración fortalezca mi sistema inmunológico, ahora, en el 2020, con esta pandemia que nos ha secuestrado, es muy pero muy necesario, oxigenar las células.

Acto seguido, enciendo mi radio y de sonidos de la naturaleza, brinco al urbano reggaetón, siempre tengo la misma estación en el FM para iniciar bailoteando mi día. Me dirijo a mi más reciente manualidad: un huacal de tomates, ahora pintado de blanco, lo pinté en lo que parecía una infinita tarde de viernes, un viernes con mucho tiempo libre como ninguno lo había tenido antes, y con energía, menos. De la caja tomatera tomo el libro que corona otros tantos, el cual es prestado (para no variar), me interesa acabar de leerlo y poderlo pronto regresar (y si eso me permitirá pasear, qué felicidad), las diez páginas siguientes, me teletransportan a otro tiempo y a otro lugar, paliativo para mi realidad actual.

Sigue la comida más importante del día: el desayuno. ¡Por fin me están sirviendo todas esas opciones descargadas durante mis almuerzos Godínez! Cuando pensaba: “Oh, puedo hacer esto, se ve fácil”, “ah, y esto también, los ingredientes no se ven caros”. Y así, después de haber permanecido treinta segundos “hojeando mi móvil almacenador de recetas light”, me decido a consentirme una vez más. El café matutino ahora alegra mis días como antes no pasaba, y en mi presente forzado, sí puedo reposar posterior a los alimentos como Dios manda.

Organizando mis carpetas con papeles (pendiente que tenía atrasado desde diciembre y eso que tuve vacaciones), encontré un cuadernillo para colorear mandalas, fue un regalo de mis treinta años, casi tres años después y no había coloreado ni la primera página, puse de pie sobre mi escritorio el inmutado obsequio, y me emocioné como si fuera el mejor proyecto de cuarentena. Colores, necesitaba colores, ítem que apunté para mi siguiente veintiúnica salida, que era ir al súper. Pintar mandalas sería mi anodina medicina para no volver a la ranitidina.

Como adicta a las letras, después de haber leído un libro, frases célebres, artículos de Internet, fragmentos de redes sociales, ahora sigo con las revistas. En la monotonía de mis covidcianos hábitos, encuentro aquella donde había puesto un coqueto y rosa separador de páginas, y continuo en el artículo que me quedé. Finiquito. No sin antes, haber conocido al autor, al ilustrador, al doctor, al economista; en fin, a todo aquel que su nombre aparezca en la Web, y su trabajo y obra también. Esto es lo que pasa cuando tienes tanto tiempo libre, quieres cansar tu mente, hacer rendir tu memoria, tener algo para contar…porque ya no hay e-mails que enviar, ni llamadas que hacer ni que recibir, ni información que corroborar ni nada para capturar.

Es martes, me lo recuerda ahora el celular, porque uno ya no sabe ni en qué día está, y ahora espero que sean las 8:30 otra vez, decidí una cena especial: taquitos dorados de papa, ¡los famosos tacos de papa escondida! Aprovecho ya que puedo, simplemente porque en estos alterados días ahora sí estoy despierta. El vendedor ambulante acostumbraba pasar por mi calle a las diez pasado meridiano, y si comía esos crujientes tacos con salsa de tomate, era sólo en sueños, porque acostada ya, oía a lo lejos el distintivo claxon del mexicano carrito, y sólo me consolaba con un “no, duerme, otro día será, mañana tienes que trabajar”.

Después de degustada mi gloriosa y económica cena, el buen reposar, es casi adictivo ya, otra vez la mano en el celular, empiezo a deslizar, deslizar, deslizar y una imagen me hace parar: me habla de promesas. Viajar a donde quiera, comprarme lo que quiera, hacer lo que sea que me proponga, promesas hacia uno mismo acabando la cuarentena. Lloro. Lloro porque lo que no me cumplido, pensando que había bien vivido.

Con casi 33, tengo muchos meses sin ir al cine, ni qué decir del nuevo sitio de alitas en esta cuasi anglo ciudad, no recuerdo una tarde del año pasado  en que haya disfrutado un helado, un simple helado, bailo en las cuatro paredes de un gimnasio, pero no sé lo que es bailar en una fiesta real, y no me he atrevido a tomar el micrófono en un karaoke público, para variar.

Sequé mis ojillos y me recité mis promesas, habiendo descubierto que no era un virus el que me encerraba, que no era el trabajo lo que me cansaba, que no era por dinero que no me alcanzara o que faltase quién me acompañara. Sólo necesitaba parar, parar y en mí pensar, reaccionar, que la vida no comprada está, que tener casi 33 no está tan mal y que la vida se hizo para gozar. A gozar.

 

® Alejandra Pineda

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