sábado, 1 de agosto de 2020

La somba y la duda


“Yo estaré en tu pensamiento, no seré más que una sombra imprecisa”

-Antonio Gamoneda-

 

Se desgranaba la tarde entre los viñedos. Los últimos rayos desintegraban el frío contra el agua chispeante de las acequias. Desbarrancándose desde las laderas blanquinegras, el relampagueante sonido de la tormenta iluminaba, a fogonazos, los rostros: el cobrizo de Morales, el casi rojo de Don Pedro, el rubio de Gabriela y el pecoso del niño Ariel, que jugaba con un atizador provocando las llamas del quebracho.

Junto a la hoguera, el extraño grupo parecía haber brotado de los libros de misterio como los que le gustaba leer a Don Pedro, el dueño del viñedo que se jactaba de tener una de las bibliotecas más completas de Luján de Cuyo. De vez en cuando le prestaba algún libro al hijo de Morales. El niño solía pasar las tardes de verano renegando de sus pecas y releyendo las páginas amarillas de alguna aventura exótica.

-No entiendo cómo pudo pasar – largó Morales para romper ese silencio tan incómodo. –Su hijo Jorge conocía bien la bodega, Don Pedro. Toda su vida se la pasó entre las barricas. ¡Mire que era trabajador! Codo a codo conmigo y eso que yo era su empleado. Luego hizo una pausa que pareció eterna. Hasta la tormenta calló para escucharlo, pero no volvió a hablar en toda la noche. Quedó con el alma taciturna y los ojos perdidos en las sombras que el viñedo ya borroneaba sobre la greda de ceniza.

Gabriela, la joven esposa de Don Pedro, se entretenía chupando un mate seco y ruidoso al tiempo que perdía su mirada entre los escollos del fogón.

Su marido la observaba enamorado y triste.  Algunas noches, el recuerdo de su primera esposa, la madre de Jorge, se aparecía en sus remembranzas machacándolas con el acicate de la culpa. Había muerto por ignorancia, nunca supo cómo cuidarse de los peligros y de los caballos briosos. Precisamente, Gabriela -la hija de uno de sus vecinos - la había encontrado: la cabeza partida contra el borde de una acequia y el vestido enrojecido por la fatalidad.

Desde ese día, Gabriela aquerenció en la finca y terminó en el altar junto a Don Pedro con quien la separaban más de veinte años. Durante esos cinco de casados el marido sufrió algunas veces el acoso de la sombra. Y de la duda. La joven se había mostrado en varias oportunidades como una persona competitiva y ambiciosa muy lejana de aquella niña que le sonreía celestialmente cada vez que visitaba la finca de su vecino.

El maduro viñatero, cada vez que se topaba con la sonrisa de su esposa bajo el sol, o cuando sus brazos lo envolvían carnalmente en el calor del encuentro, o cuando se paseaba con ella por las fiestas regionales, sentía cierta felicidad y olvidaba la desgracia de su pasado. Y, por esos instantes, sólo por esos instantes, la sombra de la duda ocultaba su filo.

Jorge siempre se había mostrado receloso de la nueva esposa y lo había hecho notar innumerables veces, especialmente durante las veladas familiares. En una oportunidad, mientras trabajaban en la bodega, le había confesado a Morales: - Algo no me cierra de esta mujer. Pero seguro son cosas mías. El jornalero lo escuchaba siempre en silencio haciendo algunos gestos comprensivos y casi cómplices.

Y allí estaba el grupo taciturno frente al fuego improvisado que se asemejaba más a un duelo tardío por la muerte de Jorge que a los rescoldos de un asado. Cuando un fuerte trueno asoló la escena, todos parecieron despertar de un coma onírico. Levantándose pesadamente, dieron por terminada la cena y se retiraron a descansar. Cada uno con sus cuitas. Don Pedro arrastrando su sombra; el niño, sus pecas y Gabriela, la matera adornada con piedras raras. Morales quedó pegado en el banco de madera con una idea merodeando su escaso entendimiento: cómo podía haber muerto Jorge aplastado por una barrica si él había sido siempre tan cuidadoso. Y se habría quedado allí toda la noche si el viento helado del norte no hubiera empujado los álamos con tanto ahínco.

El día siguiente se presentó helado. – Don Pedro debe estar contento – murmuró Morales mientras caminaba hacia los galpones de la bodega – él dice que el frío les hace bien a las vides. Entró en el depósito de los toneles de guarda y pasó junto al lugar exacto donde había muerto Jorge. Se quedó unos eternos segundos mirando con ojos lluviosos las marcas que había dejado la barrica asesina sobre el piso de piedra. Se sentó casi desfallecido sobre un caballete. Una brisa escarchada entró por la puerta moviéndola con un chirrido espeluznante y penetró en el recinto trayendo mensajes de la montaña. Morales perdió su sombrero que fue a parar detrás de una de las columnas que sostenía el techo. Cuando se inclinó para rescatarlo algo más llamó su atención: entre dos clavos oxidados, un mechón de pelo rubio, prisionero, otrora inmóvil, se movía ahora al ritmo del aura que sorteando todas las maderas se perdía, a través de una ventana, en el viñedo sin sombras.

 

 

® Fernando Rául Morro (Argentina)

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