martes, 25 de agosto de 2020

En la colina


 

Ella horneaba pasteles, cuidaba su jardín y pintaba paisajes alucinantes; él amaba su huerta, su guitarra y los aviones, en aquella casita de cortinas blancas y geranios en las ventanas, en lo alto de la colina, de aquel pueblo mágico donde vivían con Max, su perro fiel. Por las noches se sentaban en el porche a hablar de su futuro, a veces escuchaban música en la radio y bailaban o veían las estrellas, conocían todas las constelaciones, a veces él leía poesía, otras veces tocaba la guitarra, ella cantaba y Max aullaba. Eran felices. La vida era bella para esos recién casados. Pero un día estalló la guerra. La radio anunció las terribles noticias. Y llegó el correo con su nombramiento. Sabía que sería llamado servir. Y sus planes y su futuro radiante, de pronto se ensombrecieron.

Una semana después, se despidieron ¿Me esperarás? Preguntó él y con voz apagada ella respondió: Siempre. Las alas doradas insignia del escuadrón aéreo, brillaban en su uniforme impecable. Y esa primavera desde su puerta lo vio bajar despacio por la colina, él  volteo varias veces a decir adiós, y repentinamente regresó corriendo a abrazarla “Regresaré, lo prometo y estaremos juntos para siempre” le dijo. “Cuídala, no te separes de ella” le dijo a Max y empezó a correr colina abajo, ella quiso gritar que se quedara pero no pudo, corrió tras él pero sus piernas no le obedecieron. Se sostuvo en ese fresno donde iniciaba la bajada. Lo vio correr sin voltear a verla ni una vez más, haciéndose pequeño en la distancia hasta que desapareció de su vista.  Su corazón estallaba.  Se abrazó al árbol y lloró sin consuelo. El bosque sintió compasión por ella. Max se acurrucó a su lado.

Los días empezaron a pasar uno tras otro, iguales como gotas de agua. Por las mañanas trabajaba en la huerta. Sacaba agua del pozo y regaba los geranios. Por las tardes, pintaba, bordaba sus almohadas, tejía o escribía cartas debajo del fresno, leía y releía sus libros de poesía y miraba el sendero que llevaba al pueblo, por si veía al cartero, correr a encontrarlo. Pero nunca llegaba. Por las noches se sentaba en su mecedora  en el porche a mirar el cielo estrellado y las luces del pueblo, mientras escuchaba la radio por si había novedades. Las noches eran más difíciles. Escuchaba la música con la que bailaban ahí en ese porche. Luchaba con todas sus fuerzas contra la tristeza, el temor, la soledad y hasta entonces ganó todas las batallas, pero cada vez era más difícil. Se daba ánimo en voz alta. Y Max, fiel a su lado, la escuchaba atento y movía la cola.

Y septiembre llegó. El bosque la miró con lástima, la invitó a sentarse en el fresno, a mecerse en su columpio, a contemplar su espectáculo de otoño: los árboles aliados se mecían con suavidad y en perfecta sincronía, dejando caer sobre su tristeza, su lluvia de hojas multicolores, el viento arrastraba la alfombra de hojarascas que al rodar crujían con dulzura y besaban sus cansados pies. El aroma a pino embalsamaba la floresta, haciéndola suspirar muy hondo, sus labios casi sonrieron, pero su corazón no.

Una mañana de diciembre bajó al pueblo a vender en el mercado sus frutas, sus tejidos y sus pinturas, ya iba de regreso cuando escuchó el bullicio de la gente que aplaudía, gritaba y se reía, ella preguntó qué pasaba y le dijeron que la radio acababa de anunciar que la guerra había terminado. Su corazón brincó de alegría. Subió la colina corriendo, loca de felicidad y Max ladrando tras de ella.

Era casi navidad y empezó a adornar su casita. En esos días, las faenas diarias se volvieron más dulces que cualquier otra cosa y sus pinturas irreales más asombrosas que nunca. Pero los días pasaban y no había ninguna novedad.  Bajó al pueblo de nuevo. Algunos hombres habían regresado ya. Ninguno supo darle razón de su esposo. Ella escribió una carta a la fuerza aérea.

El año nuevo llegó y también una carta que hizo pedazos, decía que su esposo estaba desaparecido y por el tiempo transcurrido era muy probable que hubiera muerto. Pero para ella, si no había un cuerpo que evidenciara lo contrario, él estaba vivo y llegaría en cualquier momento y le explicaría todo lo sucedido. Y a esa idea se aferró.

Y volvió a ver el bosque vestirse de todos los colores, en el desfile de las estaciones una y otra vez; y vio otras navidades llegar e irse como siempre. Por la ventana veía la vida pasar…y él no llegaba.

Un día se levantó pensando que si acaso ese fuera el día de su regreso, haría su pastel favorito, y por la tarde fue recoger flores, y fresas para el pastel que acababa de hornear; con ellas en sus brazos, se recargó en el fresno recordando otra vez el día que él se fue, las promesas que se hicieron. Ella caminó hacia borde donde iniciaba la bajada, miró abajo el caserío y la vereda formada con su ir y venir. Contempló el bosque y un deseo fugaz como estrella, pasó por su mente y el bosque lo supo también. Los arboles a su alrededor sintieron su tristeza y en complicidad esparcieron su magia.

Su corazón ya no podía más, cayeron las flores de entre sus brazos, y se hundió en un extraño letargo, sus manos se alzaron al cielo sin su voluntad y al mismo tiempo sintió sus pies enterrándose profundamente, alargándose, buscando agua con desesperación, sintió su torso ensancharse y elevándose; muy lejos escuchaba ladrar a Max, su cabello se extendía y retorcía en ramificaciones, sintió la savia recorrerla por dentro y el brote de innumerables hojas. Max asombrado, ladraba sin parar al hermoso eucalipto arcoíris, en que ella se  había convertido, hasta que muchas horas  después, cansado, se echó junto a ella y se quedó dormido.  

Más tarde, lo despertó una voz familiar que gritaba su nombre. ¡Era su dueño! tan largamente añorado por su amada dueña. Ladrando corrió hacia él, quien lo abrazó feliz. Max lo jalaba en dirección del árbol. Pero él ignorándolo, corrió hacia la casa que aún olía a pan recién horneado, llamó a su esposa con palabras dulces, pero ella no respondía, la buscó por todas partes,  en el patio de atrás, y en el bosquecillo cercano a la casa, pero no contestaba. Max ladraba jalando su pantalón. Él empezó a preocuparse. Pensó  que si hubiera ido al pueblo su perro la habría acompañado, y le dijo a Max: “Te dije que te quedaras junto a ella.  Pero sé que está cerca, acaba de hornear un pastel.” Max corrió hacia el frente de la casa, y empezó a ladrar, y pensando que ella había llegado, fue tras él y cuando lo miró ladrando desesperado al eucalipto, se acercó despacio contemplando al majestuoso árbol arcoíris, que al llegar con prisa ni siquiera notó, y pensó: “¿Qué árbol es este? No estaba aquí antes. Qué extraño y hermoso es, parece de otro mundo. Surrealista como ella…” Vio las flores y las fresas tiradas en el suelo, y conforme se acercaba al árbol, de alguna manera empezó a comprenderlo todo. Súbitamente se abrazó a su tronco de colores y lloró a gritos. El bosque contempló la escena conmovido y Max también.

Horas después, seguía aferrado al árbol. Y el bosque supo lo que tenía que hacer. De pronto él  empezó a sentir que se hundía en un irresistible letargo, sus manos se alzaron sin su voluntad, sus pies se alargaron y enterraron  profundamente y con urgencia en busca de corrientes subterráneas, escuchó ladrar a Max a lo lejos y supo lo que estaba sucediendo, la savia empezó a recorrer su interior, su torso se ensanchó y se empezó a elevar, y en un esfuerzo supremo se inclinó hacia su amada y sus troncos quedaron muy juntos, su cabello se extendía en infinidad de ramas de las que surgía un exuberante follaje entrelazándose con las de ella. Un hueco se formó entre sus corazones unidos, donde una ardilla vino a esconder sus nueces y los gorriones llegaron a hacer nidos en sus brazos entrelazados. Y a sus pies, Max, fiel hasta el último día de su vida.

 

® Matty Ortiz (Valle Hermoso, Tamps. México)

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