miércoles, 26 de agosto de 2020

Nunca me lo cuentes todo


 Eran las diez… sí, quizá eran las diez de la noche, cuando llegaron a mi casa. Yo había terminado mi cena, acababa de limpiar mi plato y me disponía a sentarme en la sala a esperar. Ya todo estaba listo. Antes de llegar al sillón para relajarme, alguien llamó a la puerta. Tocaban la madera con insistencia, intentaban abrir el picaporte mientras gritaban «es la policía señor Camacho, sabemos que está ahí…». Abrí la puerta con parsimonia ensayada, me presenté.

—El señor Ronnie en persona —dije, haciendo una leve reverencia— adelante por favor.

Los detectives entraron dándome un leve empellón con el hombro, primero uno, luego el otro. No me enojé, sabía que era parte de su actuación. Les hice la seña hacia la sala de estar y no fue hasta que llegaron a la mitad del recinto que se presentaron. «Soy el teniente Spinoza, de homicidios», me dijo uno de ellos enseñándome una placa bien lustrada, luego agregó señalando a la mujer, «mi compañera, la detective Ruth Martínez». Sabía cuál era el motivo de su visita, yo era el sospecho principal de asesinato de una pareja de reporteros, los habían matado con machete. Los detectives rehusaron sentarse, permanecieron caminando despacio de un lado a otro mientras observaban todo. La detective Martínez me lanzaba preguntas mordaces, en tanto que Spinoza me tendía toda una serie de provocaciones verbales para que tropezara. Martínez llegó hasta el librero, de un estante tomó una fotografía que estaba junto a unas galletas de niño explorador, la imagen era del mismo librero de donde había agarrado la foto, la miró bien y luego buscó con la mirada el punto exacto desde donde se había tomado; según sus cálculos, desde un lado de la ventana. Los primeros minutos del interrogatorio me la pasé de maravilla, estaba en total control de mí y de la situación. Pero Spinoza, el muy cabrón, se acercó a la mesa del comedor a echarle un vistazo a mis papeles; borradores y retazos de textos. Entonces vi la esquinita de la hoja y mi corazón se echó a correr de nervios; esa pequeña, pequeñísima parte de una hoja que sobresalía de mi laptop cerrada.

—¿Qué tienes aquí? —preguntó el teniente, tomando la pila de papeles a un costado de la computadora.

—Es solo mi trabajo

—Ah, eres el escritor ese, ¿no es cierto?, el que escribe sobre criaturas y cosas raras

Aproveché la plática que se originó sobre mi trabajo para acercarme con disimulo. Intentaba mantenerme calmado, sería mejor si no daban cuenta de mi nerviosismo. Me moví de tal forma que provoqué que Spinoza se retirara un poco de la mesa, me acomodé entre él y la laptop, llevé una mano hacia atrás de mi espalda y con movimientos lentísimos comencé a sacar la hoja atrapada entre las fauces de la computadora. El corazón me latía tan fuerte que pensé que los detectives lo escucharían. Quizá fueron diez minutos de un movimiento casi imperceptible, quizás más, pero al final lo logré, extraje el papel y me lo guardé en el pantalón mientras le desviaba la atención al teniente, pero la detective Martínez se dio cuenta de todo mi movimiento, quizá fui demasiado obvio, de inmediato me dijo «!Eh! ¿Qué escondes ahí?» mientras me arrebataba la hoja de las manos.

—Conque si… jefe, este asesino intentó esconderse esto

Spinoza tomó la hoja que le pasaba su compañera y le echó un vistazo.

— ¿Qué es esto? —me preguntó

—Solo es un cuento, nada más…

Pero tal vez mis nervios me traicionaron, porque los detectives le dieron la mayor importancia. El teniente se sentó a leer el cuento, Martínez se quedó cerca, sin quitarme la vista de encima. Spinoza se aclaró la garganta y comenzó la lectura:

 

Nunca me lo cuentes todo

 Eran alrededor de las diez de la noche cuando llevé a cabo mis planes asesinos… Los detectives de inmediato voltearon a verme con ojos entornados, al leer esa primera línea… ya había cenado y recién había terminado de limpiar mi plato y demás utensilios. Me disponía a relajarme en el sillón de la sala cuando unos golpes sonaron en la puerta. Me dirigí a ver quién era…

—Por favor no lo cuente detective…

—¿Qué?, es tu cuento, ¿Qué pasa, es una confesión? —me dijo.

Continuó con la lectura del cuento donde relataba la astucia infinita con la que había asesinado a un reportero de nombre Luis Álvarez y su camarógrafa Elizabeth. Aquel cuento se había robado la total atención de ambos detectives, Ruth terminó sentada al lado de su compañero, sumergida en la lectura… el reportero Luis, que rehusó sentarse, intentaba ser gracioso, era su juego, quería que tomara confianza y me relajara para que resbalara a la hora de las preguntas fuertes, pero yo estaba en total control de mí mismo y de la situación. Incluso me daba cuenta como su compañera se acomodaba a un lado de la ventana y con disimulo tomaba una fotografía del librero donde había un par de galletas de niño explorador… la detective interrumpió la lectura.

—Lo sabía, es una confesión, como en esos capítulos de…

—Cállate Martínez, déjame terminar de leer —la atajó Spinoza.

—¡No! Por favor no me lo cuente todo —tercié— nunca me lo cuente todo

—Cállese usted también, y manténgase a la vista —Spinoza tomó el control de la situación, o así lo creyó.

…el reportero y su colega continuaron dándole rodeos al asunto, quizá era su estilo de investigar, no lo sé, pero la plática se me volvió aburrida así que adelanté un poco las cosas.

—Y díganme, ¿para que soy bueno? —pregunté.

—Creemos que usted asesinó a un par de niños exploradores la semana pasada —me soltó de frente la camarógrafo.

—Se llamaban Edgar y Astrid… —me recriminaba el periodista, enseñándome las fotografías de los difuntos scouts.

Los policías se miraron rápido entre ellos y luego dirigieron su mirada hacia mí, casi podía adivinar sus pensamientos. Continuaron leyendo ese cuento donde relataba como había fingido ante los reporteros todo el tiempo, y éstos habían supuesto que los nervios me delataban y creyendo que tenían el misterio resuelto aún antes que la policía, e imaginándose todos los premios que ello significaría se confiaron, sintiéndose muy cómodos ante su triunfo adelantado. No se dieron cuenta que desde el principio los estuve manipulando con una presentación magistral de mis dotes histriónicos, no sospecharon que yo mismo los empuje a tomar y leer ese cuento titulado “Nunca me lo cuentes todo”, mientras en reiteradas ocasiones les pedía que no me lo contaran todo, que nunca me lo debían contar todo. Y así fue como terminaron los dos sentados uno al lado del otro, inmersos en la lectura de lo que creían (y era) una declaración acerca del homicidio de dos niños exploradores, que habían llegado hasta mi domicilio a venderme galletas y yo con verdadera astucia los había invitado a leer mi cuento sobre criaturas, después con una exquisitez demencial los había manipulado hasta tenerlos sentados uno al lado del otro inmersos en la lectura, mientras muy despacio me movía con machete en mano hasta la parte posterior del sofá y…

 Los detectives leyeron como los reporteros del cuento, se quedaron con las bocas abiertas al darse cuenta que el relato, que a su vez leían, estaba incompleto; entonces éstos entendían lo que pasó y volteaban hacía atrás, pero demasiado tarde…

Los detectives se miraron entre sí y movieron sus manos hacia sus armas en sus cinturas pero fue demasiado tarde también. Lo último que el par de detectives alcanzó a ver, fue un machete blandiéndose en el aire.

Terminé de limpiar la sala hacía las cuatro de la madrugada, me paré en el umbral de la puerta y revisé toda la habitación hasta quedar satisfecho, no había rastros de sangre ni de enfrentamientos, nada, la sala de nuevo estaba impecable. Satisfecho de la limpieza, fui a prepararme un té, me acomodé frente a la laptop y me puse a escribir un cuento titulado “No me lo cuentes todo”, que trataba sobre el asesinato de dos detectives.

 

Fin.

 

® Daniel B. Blake (H. Matamoros, Tamps. México)

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