miércoles, 10 de mayo de 2023

''Los pollos eléctricos'' ® Devet Seminar


—¡Tiene que creerme, profesor Bunitashvilli! —Germán estaba excitado, crispado, exasperado—. Los chinos ya lo están haciendo. ¡No vuelva a comer pollo frito!

—¿Está loco? ¿Qué tienen de malo los Chicken Frites de Shanghai?

Germán Timonieri se rascó la cabeza, se tocó la nariz, se sobó las orejas, sacó la lengua y emitió un rugido digno de una motosierra asesina. Parecía Rafael Nadal cuando está a punto de lanzar su mortífero saque.

—Los chinos juntaron dos experiencias asimétricas, la dieléctrica marxista y la epistemología aviar para producir pollos eléctricos, clonados a partir de la materia encontrada en el estómago de un zombi que, según me informaron, se bamboleaba por las calles de Singapur. Lo deben tener guardado en la cárcel de Urumchi, Singkiang, me refiero al zombi, claro. Los chinos quieren ser los únicos fabricantes de pollos eléctricos, y por eso han guardado celosamente la materia primera básica.

—¿El zombi? ¿Se bamboleaba por las calles de Singapur? Me parece que usted está mal informado. Los chinos jamás usarían un zombi silvestre. ¿Por qué y para qué harían tal cosa? —El profesor Bunitashvilli dirigió la mirada hacia la botella de vodka sueco que había sobre la mesa. No estaría nada mal echar un trago, pensó, para mitigar el efecto que los delirios de este desequilibrado producen en mi ánimo. Pero no lo hizo.

—Muy simple —respondió Germán, envalentonado porque su arenga empezaba a ser tomada en serio—. Los pollos eléctricos mutantes son los que han frenado el núcleo terrestre y ahora lo hacen girar para el otro lado. ¿Se imagina lo que va a ocurrir? ¡Desastres! ¡Cataclismos! ¡El colapso total de la civilización humana! ¡El apocalipsis! California y toda la costa oeste de los Estados Unidos se van a hundir en el océano Pacífico. Japón e Inglaterra van a desaparecer.

—Sinceramente, lo que le ocurra a los ingleses me tiene sin cuidado —dijo el profesor extendiendo el brazo para, ahora sí, atrapar la botella de vodka.

—¡Profesor! Lo que le pase a uno les pasa a todos —gritó Germán agarrándose la cabeza, exasperado.

El profesor miró despectivamente a Germán, se levantó de la mesa con el vodka en mano y le dirigió estas palabras:

—Ella y yo —pronunció mirando a la botella de vodka— tenemos una cita. No nos interrumpas con tus ideas apocalípticas. Tantos documentales de preppers en Discovery Channel te tienen fritos los sesos. —Y se retiró riendo a carcajadas pensando en Chicken Frites, la franquicia que acababa de ser inaugurada.

Germán se quedó solo, sumido en la desesperación. Tenía que hablar con alguien de sus sospechas y presagios. Pero ¿quién podía ser tan influyente como para que pudiera ayudarlo?

Empezó a revisar los contactos en su celular de fabricación china. Al recordarlo, un escalofrío le recorrió la espalda. Cuando aceptó colaborar en la investigación y trasladarse a Singapur con toda la misión científica presidida por el profesor Bunitashvilli estaba emocionado. Pensaba que era la posibilidad que siempre había esperado para que sus ideas fueran tomadas en serio.

Con el paso del tiempo, se dio cuenta que lo seguían viendo como un payaso. Que sus hipótesis eran consideradas meras extravagancias. Comenzaba a preguntarse ¿qué hacía en el equipo de Bunitashvilli?

Ese era el momento perfecto para demostrar que no estaba loco y sintiéndose un héroe, pensó que podía salvar al mundo. Se dio cuenta que no había revisado concienzudamente la lista de contactos por estar distraído. Empezó de nuevo.

—Cientos de contactos y nadie que pueda ayudarme —dijo en voz alta, negando con la cabeza.

—Ayudarte ¿a qué? —preguntó Priyanka, la hermosa asistente hindú del profesor, que acababa de entrar.

Esto es ridículo, pensó Qiang, el guardia de turno. Estaba indignado y molesto. No solo le cambiaron los horarios, sino que además le sumaron horas extras.

Lo que realmente enfadaba a Qiang no era el lugar de trabajo que le habían asignado. Lo que le ponía los nervios de punta era estar ausente el día del cumpleaños de su hijo. El primer año y él, su padre, no iba a poder acompañarlo.

Luego de cenar, ya resignado, tomó asiento junto a la puerta blanca.

Los empleados de la cárcel de Urumchi sabían que el ocupante de esa celda debía ser muy peligroso. Ningún guardia cuestionaba las indicaciones dadas ni osaba preguntar por el inquilino de turno. Sin embargo, en esa oportunidad, Qiang sintió curiosidad.

Los condenados al “cuarto blanco”, así llamaban a ese lugar ya que la puerta era de un blanco impoluto, habitualmente eran tipos violentos, psicópatas, locos… todos de un modo u otro tocaban algún hilo poderoso y por eso los enviaban allí.

Lo curioso de este caso era que “el condenado” no emitía ningún sonido. Con el transcurso del tiempo, esto comenzó a llamar la atención de Qiang.

Todos los días entraba a la celda otro oficial acompañado de un médico del sector. Esto era algo habitual para este tipo de internos. Y nada se oía del preso. Tampoco veía lo que comía, ya que le proveían el alimento dentro de una caja de plástico.

Un día, antes de retirarse de la cárcel rumbo a su hogar, Qiang se dirigió al sector de cocina de la prisión. Era tarde y ya no había nadie allí. Quería saber qué había en esas cajas de plástico que ingresaban al cuarto blanco.

Germán miró a la muchacha sin comprender la pregunta que le había realizado. Conocía de vista a Priyanka, su trato con Bunitashvilli los había puesto en contacto casi diario, pero nunca había pasado del buen día o de la pregunta necesaria para poder ver a su jefe.

Por su parte, a Priyanka le gustaba Germán; tal vez porque no se parecía en nada a los otros científicos que visitaban a Bunitashvilli. Todos encaramados en su pedestal la miraban desde arriba y, si la invitaban a salir, la hacían sentir como una rata de laboratorio; podían ser brillantes en su área, pero no tenían idea de cómo tratar a una dama.

—No, nada en particular. Solo expresé un pensamiento al no encontrar, entre mis contactos, el número celular que necesito.

—Por favor, Germán, permíteme que te ayude; si es un colega seguro que lo tengo en la agenda del profesor, allí están todos.

Germán sintió que cada vez que abría la boca se hundía en sus propias palabras, para luego chapalear en busca de una salida. Mirando la lista de contactos decidió elegir uno al azar y, de esa forma, salir del brete en que se había metido.

—Qué gran favor me haría si tuviera el número del doctor Suar en la agenda.

—Enseguida te lo paso. — Priyanka insistía en tutearlo—. Te lo estoy mandando en este instante.

No terminó de decir la última palabra, cuando un hombre con rostro porcino, elevada estatura y panza prominente, ingresó al despacho.

German pensó: ¿qué mal había hecho en otra vida, para que el destino se ensañara con él?

—Doctor Suar, bienvenido. El doctor Timonieri me estaba pidiendo su número en este mismo momento.

Como olfateando el aire para ubicar una presa, Suar giró con una agilidad sorprendente para alguien de su tamaño y quedó frente a Germán.

—Menchu querido, si estás con esa cara será que notaste, como yo, que la Tierra se detuvo y ahora gira al revés. —Tras lanzar su discurso, Suar reparó en la expresión de creciente alarma en el rostro del colega.

—¿Demostración? —exhaló Germán—. ¿Origen, alguna causa, consecuencias que podamos detectar? —Todavía no se animaba a preguntar directamente por el fin del mundo, pero su euforia crecía al ver que ya no estaba solo.

—Las heces humanas vertidas en el océano —dijo Suar con aire sesudo—, trasladaron los electrolitos avícolas hasta el fondo del mar. El eje terrestre, lo sabemos desde Julio Verne en adelante, no soporta la carga eléctrica directa y tampoco los átomos de pollo digeridos por las tripas humanas. Pero es hora de almorzar, docs.

Priyanka acompañó el canturreo de Suar con un ademán protocolar que señalaba el comedor, donde Bunitashvilli ya estaba presente y presidía la mesa. A su derecha se ubicó Suar, a la izquierda Germán y Prinyaka ocupó la silla que quedaba disponible. Milanesas y ensalada, nada mal, botellones de agua desalinizada y a la hora del café, mini bowls con frutos secos, pasas de uva y membrillos confitado, sin olvidar el infaltable vodka de Bunitashvilli.

Durante la cena, la conversación apocalíptica contrastó con el placer gastronómico mientras que los tonos de voz derrotaban por un tanteador categórico al silencio sepulcral de la prisión, ubicada a las afueras de la ciudad. Helios llevaba su carro hacia el este; hacía rato que había concluido la hora sin sombra y era un momento adecuado para volver al laboratorio, excepto para Bunitashvilli que dormitaba mientras su cuerpo enjuto resbalaba peligrosamente hacia la izquierda y por la pálida comisura de sus labios un hilo de baba acompañaba la travesía. Germán buscó un botellón más de agua y advirtió en la heladera una pila de recipientes blancos, con stickers de la prisión de Urumchi en la tapa. Con una servilleta secó su frente sudorosa, y al arrojarla al cesto de basura notó la bolsa del delivery: Chicken Frites. Mientras tanto, en la prisión, la celda blanca se teñía de un color opaco, parecido al borgoña, y el líquido espeso se filtraba a través de la puerta hacia el pasillo iluminado.

Qiang ingresó a la cocina con sigilo. Eran las dos de la madrugada y no había nadie en el lugar. Se dirigió al refrigerador simulando que iba buscar algo para comer; sabía que estaba siendo filmado y no debía dejar ningún rastro.

Abrió la puerta y tomó un yogur rotulado con su nombre; lo puso sobre la mesada y volvió hacia la heladera. Había un par de cajas blancas; se agachó como buscando algo y con la mano temblorosa intentó despegar una de las tapas, pero estaban cerradas herméticamente. ¿Cómo haría para abrir una sin retirarla de la heladera y ser filmado por las cámaras de seguridad?

Volvió a la mesada, tomó una cuchara y comenzó a comer el yogur mientras trataba de idear algún plan para saciar su intriga. Mientras comía y forzaba su imaginación, lo asaltaron un par de pensamientos aterradores: ¿por qué se sentía obligado a averiguar el contenido de las cajas blancas? ¿Era necesario poner en juego su trabajo por una simple curiosidad? Pensó en el cumpleaños de su hijo, al que no había podido asistir por culpa de ese maldito trabajo y se dio cuenta que no sería tan grave ponerlo en riesgo, además, él no tenía ningún rol importante en aquella prisión; era un guardia de segunda línea al que no le correspondía recibir ningún tipo de información: no era nadie.

Envalentonado, se abalanzó sobre la heladera, abrió la puerta, se arrodilló y con ambas manos intentó abrir una de las cajas. No pudo. ¡Me importa una mierda!, pensó y retiró una de las cajas, la apoyó sobre la mesada, bien a la vista de las cámaras de seguridad y con un cuchillo forzó la tapa hasta que logró abrirla.

—¡Alto ahí! —retumbó una voz gruesa desde la puerta de la habitación—. ¿Qué hace? ¿Está loco?

—¡Me importa un carajo lo que usted piense! —exclamó Qiang sin detener su faena—. Necesito saber qué contienen estas cajas blancas. Si no lo averiguo me estallará el cerebro, y mi salud mental es más importante que este trabajo de mierda.

—¡Idiota! —dijo el jefe de seguridad de la prisión acercándose al refrigerador. Le sacó la caja de la mano a Quiang y tocando tres puntos invisibles de la tapa logró que esta se abriera. Dentro de la caja había un cerebro.

—¿Qué es esto? —dijo Quiang espantado.

—Un cerebro —respondió el jefe de seguridad—. ¿No se nota? ¿De qué cree que se alimentan los zombis?

—¿El prisionero de la celda con la puerta blanca es un zombi?

—Un zombi hecho y derecho, importado de Haití, donde se fabrican los mejores zombis del mundo.

—¿Y para qué quieren tener encerrado a un zombi?

—¿Es estúpido o qué? ¿No sabe que China piensa invadir y conquistar el resto del mundo gracias a la intoxicación masiva de pollos eléctricos?

—¿Y por qué me cuenta todo esto? —Quiang retrocedió un paso, pero no fue suficiente. El jefe de seguridad ya había sacado un bastón eléctrico desplegable y frió el cerebro del guardia.

—Se lo cuento porque ya no tiene importancia que lo sepa o no.

En otro rincón del bosque, como habría escrito Shakespeare si hubiera sido un autor de ciencia ficción, la bella Priyanka terminaba de desnudarse ante un atribulado Timonieri. Estaban en la habitación 207 del Holiday Inn Express y, según creía el inocente científico, se disponían a consumar un acto sexual épico. Pero como los avispados lectores ya habrán adivinado, eso no sucedió nunca, porque Priyanka, que había tenido la precaución de dejar su bastón eléctrico desplegable, frió el cerebro de Germán, dando por concluidas todas las especulaciones acerca de que el núcleo terrestre se había frenado y empezaba a girar para el otro lado.

—¿Cómo vamos con el procesamiento de cerebros, querido doctor Suar? —preguntó el profesor Bunitashvilli.

—Empezamos a repuntar.

—Se lo digo porque nuestros empleadores consideran que necesitan un veinticinco por ciento más de materia intestinal del zombi.

—¿Nadie les dijo que podrían comprar otro zombi? En Haití hay zombis en abundancia.

—En Hollywood, también, si es por eso.

—No va a comparar la calidad de los zombis haitianos con los de Hollywood.

—Eso es cierto —admitió Bunitashvilli—. Pero estamos empeñados en mejorar la alimentación del nuestro. En las últimas horas hemos conseguido cerebros de buena procedencia. Los chinos estarán encantados porque gracias a ello mejorará la efectividad de los pollos mutantes.

—Y podrán conquistar el mundo mucho antes de lo que pensaban.

Brindaron por el éxito de la tarea que venían realizando. Bunitashvilli con vodka; Suar con bebida cola.  

 

 

® Devet Seminar

 

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