viernes, 19 de mayo de 2023

''Esa sonrisa torcida'' ®Daniel Barrera Blake


Llegué a casa después de comprar mi periódico dominical y me dirigí directo a la cocina a prepararme un café en mi taza de cerámica despostillada. Desde el patio entraba una brisa fresca proveniente del césped recién mojado, combinado con el olor cítrico de los azahares; más allá alcanzaba a ver mi mecedora de palma y mimbre esperándome. Al servir el café, pensé que todo estaba listo para relajarme el día entero, muy a pesar de que mi esposa se enfadaría, pues en la última semana no había dejado pasar un solo día sin mencionarme que era un egoísta y un apático, por no dedicarle tiempo en mi único día libre.

—Prefieres perder el tiempo con tu chingado periódico, meciéndote como idiota en esa mecedora vieja —me reclamaba— ¿y yo para cuándo?

Mi plan de relajarme todo el día en casa no cambió, aún a sabiendas que fallaría, por tercera ocasión, en mi promesa de salir juntos a comer y tal vez pasear de la mano por el malecón, comprar algodón de dulce o manzanas de caramelo, quizá meternos en un cine y olvidarnos de la película para perdernos en los labios del otro, en esas caricias secretas. Por supuesto que mi promesa original se limitaba a comer fuera, el resto era fantasía de mi mujer, según ella ayudaría a avivar la llama, atizar el fuego, despertar la pasión y un largo etcétera de melosidades. Antes de caminar hacia al pequeño corredor trasero, tomé una solitaria barra de chocolate que no paraba de coquetearme desde la mesa de la cocina, no me importó su advertencia de no comérmelo. Minutos después, ya cuando disfrutaba de mi bebida caliente y del periódico en mi mecedora especial, llegó hasta la puerta trasera con ojos dominados por la rabia.

—Te comiste mi chocolate… es el colmo de tu egoísmo… eres un gusano… eres peor que eso, eres…

Y aquí venía el momento en el que me gritaba lo más desdichado que se le pudiera ocurrir, siempre con resultados mediocres. Decidí ayudarla, ahorrarle el gasto salival, quitarle la insipidez al asunto.

—Soy un vomito de puta, eso soy —le dije en tono burlón.

Se le desfiguró el rostro, colorado por el coraje. Ahora se sumaban tres agravantes: no cumplir mi promesa de comer fuera, tragarme su chocolate y robarle el placer de insultarme.

 —Me voy sola, no me esperes para comer —me dijo, luego tomó su bolso y azotó la puerta.

No le di importancia al altercado, continué con el disfrute de mi sagrado domingo. Pasear por el malecón y entrar en un cine a manosearnos en lo oscurito, pensé con sorna antes de abrir la sección de internacionales, leí hasta la última columna y me pasé a deportes. Me enteraba de los goles y los cuadrangulares de la última jornada, cuando de repente un mareo se apoderó de mi cabeza, un gorgoreo chicloso me resonó en el estómago y me reptó por el esófago como un reflujo magmático. Probé continuar con mi lectura para que se me pasara el malestar, pero me fue imposible, un oscuro semilíquido comenzó a brotarme de los oídos y a bajarme lento por el cuello hasta los hombros. Corrí a la cocina a quitarme con una toalla mojada esa cosa pegajosa que me avanzaba por todo el cuerpo, pero resultó contraproducente. La sustancia continuó ganando terreno por la piel de mis brazos, mi pecho y abdomen. Metí mi cabeza entera bajo el chorro frío del lavabo pero solo logré incrementar su densidad. Intenté caminar al teléfono para pedir ayuda pero trastabillé y caí; la chocolatosa viscosidad ya descendía por mis muslos. Gateé hacia la salida mientras mi forma humana se deformaba en una silueta más geométrica. Dos pasos antes de llegar a la puerta caí de nuevo. Ahí me quedé con la vista fija en el techo, preso de una inmovilidad rectangular y una terrible angustia. No pude precisar cuánto tiempo pasó antes de que mi mujer apareciera. Me miró con ojos entrecerrados desde esa altura monstruosa que ahora poseía en relación a mi cuerpo, le brotó una sonrisa malévola y me llevó a su boca. Sentí sus enormes dientes hundiéndose en mi cuerpo. Descendí con movimientos peristálticos por un esófago caliente y húmedo.  Me vi envuelto en un caldo de ácidos corrosivos. Después ya no supe de mí. Hasta que aparecí frente al espejo.

 Era yo, pero también era mi esposa. Es decir, que esas cejas depiladas eran de ella, pero las entradas profundas de la frente eran mías. Mi barriga estaba en su lugar, pero adornada con un par de tetas muy parecidas a las de mi mujer. Comencé a sentirme agitado al comprobar que, gramo a gramo, estábamos ambos en un mismo cuerpo. Amalgamados. Una horrible sensación me recorría cada vez que descubría una seña física muy mía, mezclada con mi esposa; me encontraba asustado. Pero lo que más me aterraba no era ver esa imagen frente al espejo, de testículos y caderas femeninas; o esos hermosos senos alfombrados con un espeso bello masculino. No, lo que de verdad me horrorizaba, era ver a mi mujer sonreír —porque esa sonrisa torcida era de ella— al contemplar esa abominación en el reflejo. Revisó su reloj de pulsera como si estuviera midiendo el tiempo de cocción de alguna de sus recetas y corrió a la cocina. Buscó en un cajón el objeto más apropiado, escogió el cucharón de madera con el mango más largo y lo introdujo en su boca. Removió un poco el fondo mientras caminaba hacia el corredor del jardín, estimuló el punto indicado hasta vomitarme sobre la palma y el mimbre. Arcada tras arcada me expulsó de su cuerpo. Terminé siendo tan solo un vomito de puta, escurriendo mi propia mecedora. La vi doblar el periódico y ponerlo justo en el asiento, donde yo estaba diluido en un líquido viscoso. También tomó mi preciada taza despostillada y la colocó en el piso, justo donde el periódico, ya remojado, comenzaba a gotear. Terminé disfrutando mi domingo más relajado que nunca.

 

 

®Daniel Barrera Blake (H. Matamoros, Tamps. México)


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