domingo, 7 de mayo de 2023

''Disyuntivas'' ®Devet Seminar


Elisa apoyó la cabeza en mi hombro, puso una mano en mi mejilla y la otra sobre mi muslo derecho. Sentí su respiración y vi el sutil temblor de sus labios. No pude menos que sorprenderme. Se comportaba como una niña, buscaba mi protección, aunque lo ignoraba casi todo sobre mí. Pero había un detalle que contradecía el estado de aparente confianza que se detectaba en una primera impresión: respiraba por la boca, tenía miedo. Era bastante absurdo que evidenciara su deseo de cobijarse en un hombre casi anciano, de escasa significación en su vida, al que le pedía que la defendiera de un padre abusador, sin estar segura de que yo, en el fondo, no fuera un monstruo como Elías Adler. A fin de cuentas, Elías y yo habíamos sido amigos toda la vida, además de colegas, científicos destacados y reconocidos por la comunidad. Pero pocos saben qué puede esconderse a veces detrás de una apariencia respetable. Elisa había acudido a mí como último recurso, porque no tenía a nadie más a quien recurrir. Huérfana de madre desde muy pequeña, su educación y cuidados quedaron a cargo de institutrices frías e indiferentes. No tenía hermanos, ni tías y el único hermano de Elías, que vivía en París, era poco más que un nombre en el remitente de una carta, aunque por ser poco aficionado a los medios electrónicos ni siquiera había sostenido un distante contacto en los últimos tiempos. Una carta por año, una casi nula vida social, un padre ausente, salvo cuando los periódicos brotes de perversidad llevaban a Elías a la cama de Elisa, muy de madrugada…

A pesar de la luz tenue, pude ver las diminutas hebras de cabello rojizo que le caían sobre la frente, una pequeña cicatriz en el mentón y un lunar junto a la comisura de los labios, del lado izquierdo. Tenía los ojos cerrados y me pareció que se había quedado dormida. Error. —¿Fran? —dijo separando la cabeza de mi hombro

—. ¿Debo confiar?

 —¿En mí? —Traté de sonar virtuoso y noble, pero ni yo creía en mi integridad moral.

—No tengo a nadie más.

 —Soy un viejo amigo de tu padre. La respuesta no la debo dar yo. Viniste a mí por razones que aún me resultan incomprensibles, cruzaste una delgada línea y todo lo que hago es permanecer a la expectativa, aguardando tu movimiento siguiente, como en una partida de ajedrez.

—¿Qué hará él? ¿Aceptará mi desaparición sin más? Porque yo estoy dispuesta a denunciarlo.

Esa declaración me tomó por sorpresa. Interpreté que Elisa era una pobre víctima en busca de refugio, y ahora aparecía su disposición a avanzar por un territorio inexplorado, seguramente inhóspito y plagado de peligros y celadas. Elías no se iba a dejar condenar sin ofrecer resistencia, y aunque en apariencia la lucha parecía ser desigual, el valor de la muchacha no podía ser puesto en tela de juicio.

—No puedo ser imparcial —me defendí—. Todos conocen nuestra amistad, y no sé si deseo confrontarlo.

—No tengo a nadie más —repitió, pero ahora sonaba desalentada, vencida.

Puse en marcha el vehículo y enfilé hacia el único lugar seguro que se me ocurría en ese momento. Aunque Elías estaba al corriente de que yo tenía un par de primos que vivían en la costa, no conocía en qué localidad y ni siquiera sabía que Elisa estaba conmigo. Por lo pronto, pensé, debo poner a esta muchacha a salvo de las garras del monstruo. Habrá sido mi amigo toda la vida, pero jamás imaginé una faceta perversa en su carácter, y mucho menos esa clase de perversión. Uno escucha acerca de abusos, especialmente en el ámbito familiar, aunque no suele vincular esa clase de depravaciones a las personas que conoce. Sin embargo, insidiosamente, un pensamiento transversal cruzó sin miramientos la línea de mi primera reflexión. ¿Y si Elías interpretaba la desaparición de Elisa como un secuestro y no como una fuga? En aras de negar, y los abusadores suelen ser negadores seriales, habría descartado la posibilidad de que su hija estuviera dispuesta a poner distancia con él. Tal vez ya había alertado a la policía, y en medio de un colosal despliegue de fuegos de artificio, se estaría mostrando como un padre desesperado, al borde de la demencia, ansioso por recibir una llamada de los que retenían a Elisa y todos los demás lugares comunes que las películas de Hollywood han ejemplificado hasta el hartazgo.

Elisa entorpecía mi manejo del vehículo, por lo que la moví hacia un costado; ahora sí se había quedado dormida. Por fortuna la ruta estaba vacía. Nadie viaja hacia la costa un miércoles, casi de madrugada. Casi cuatrocientos kilómetros nos separaban de la casa de Adrián West, el hijo del hermano de mi padre, un sujeto bonachón y fracasado cuyos únicos intereses parecían ser la buena mesa y el buen vino. Adrián vivía con su hermana Mabel, viuda, que había recibido una hermosa casa y algunas otras propiedades de parte del difunto. Los hermanos West recibían esas rentas, por lo que no tenían mayores preocupaciones. Pero era muy difícil prever cómo me iban a recibir, ni cómo plantearía yo la situación. No podía llegar a las cinco de la mañana, sacarlos de la cama, y contarles una historia de abuso cometido por mi mejor amigo en perjuicio de su propia hija. Un contexto de porquería, bastante inverosímil, además. Hacía por lo menos cinco años que no veía a mis primos, y eso aconteció en circunstancias bastante inusuales: el funeral de mi esposa, a la que ellos casi no conocían. Por un momento, acunado por la monotonía del paisaje, empecé a cuestionar lo que estaba haciendo. Era muy disparatado y ni siquiera estaba seguro de mi estrategia. Pero no tenía otra. La distancia que estaba poniendo con Elías me permitiría analizar el tema en profundidad. Adrián no era un tipo demasiado inteligente, y en el mejor de los casos debía estar preparado para un rosario de chistes estúpidos. Pero Mabel era otra cosa. Si bien no la conocía demasiado, saltaba a la vista que era una mujer amargada y resentida. De cualquier manera, no había tiempo para cambiar de idea. Me arriesgaría a que no quisiera recibirnos.

Llegamos a la costa cuando amanecía. Elisa seguía durmiendo. El cansancio sumado al estrés de la situación había podido con ella. Detuve el automóvil más allá de la entrada de la vivienda, esperando que mi joven pasajera despierte. Así dormida, parecía una niña. En realidad, era una niña para mí porque podría ser mi hija. ¿Cómo pudo Elías hacerle semejante daño? Jamás lo hubiese imaginado.

La joven me había relatado que los abusos comenzaron cuando ella tenía diez años. Acababan de llegar de un viaje a Disneyworld, que había sido su regalo de cumpleaños. Explicó que no supo cómo reaccionar, que se quedó bloqueada esa primera vez y cada una de las siguientes en que ocurría. Tenía miedo de contarlo y, además, ¿a quién se lo iba a contar? Las institutrices eran empleadas del padre que jamás lo contradecirían. Y así pasó la pubertad, la adolescencia y la primera juventud. Tiempos en que lo único que deseaba era que Elias no volviera a casa luego de sus viajes. Con dolor contaba que era frecuente que su padre amaneciese junto a ella en la cama, que muchas veces se despertaba con sus manos explorándole el cuerpo. De hecho, en una ocasión, la mucama se encontró con esa escena y Elías reaccionó echándole la culpa a ella. Se justificó diciendo que su hijita, a pesar de sus dieciséis años, tenía miedo de dormir sola. Después, simplemente la despidió. Escucharla movilizó en mí, sentimientos que desconocía tener. Iba a priorizar su seguridad más allá de la amistad que me unía a mi colega desde hacía tantos años.

Elisa despertó desperezándose y mirando alrededor.

—¿Dónde estamos?

—En la casa de unos primos que no veo desde el velorio de mi mujer, pero que espero nos recibirán sin hacer demasiadas preguntas.

Mabel abrió la puerta al primer llamado y con más amabilidad de la que esperaba nos invitó a pasar. Enseguida entró Adrián que, con su bonhomía de siempre, nos abrazó diciéndonos que lo alegraba que hubiéramos ido a visitarlos.

—Elisa está viviendo una situación difícil. Necesitaba cambiar de ambiente y descansar de la ciudad. Por eso pensé que quizás ustedes podrían alojarla por un par de semanas, hasta que se recupere del trauma que sufrió y pueda volver a su casa.

Mientras explicaba el porqué de nuestra visita, Mabel nos miraba alternativamente y sin disimulo. Casi que podía leer sus pensamientos y las apresuradas conclusiones a las que estaba llegando. Iba a decirle que era la hija de mi mejor amigo, pero luego pensé que era mejor mantener ese dato en secreto. Me quedaría con ella un par de días para ver cómo evolucionaban las cosas y luego volvería a la ciudad. ¿Debía enfrentar a Elías? Lo que menos soporta el ser humano es verse a sí mismo como una mala persona.

Los dos días que estuve con ellos pusé especial atención a las conductas de Elisa. He oído que las personas que han pasado por algo así tienen ciertos comportamientos que las delatan. Elisa era algo retraída, sonreía con timidez, no miraba a los ojos, se rascaba el dorso de las manos constantemente; todo ello me indicaba que no mentía.

Al regreso medité profundamente sobre la situación. Definitivamente tenía que visitar a Elías. No estaba aún tan seguro de delatar a Elisa y dejarla expuesta nuevamente al abuso de su padre. Otra alternativa era sondear la situación, observarlo; después de todo nos conocíamos muy bien. De lo que sí estaba seguro es que a mí no me correspondía hacer la denuncia; tal vez podría pagar un abogado para que apoyara a Elisa si su decisión era presentarse ante las autoridades. Nunca un camino de regreso se me había hecho tan largo.

No tuve necesidad de ir a buscarlo. Elías llegó a mi casa unas pocas horas después de mi regreso.

—Hola, viejo, ¿cómo estás? ¿Qué te trae por acá? —Lo saludé como siempre, y para disimular aún más le di un efusivo abrazo.

—Ayer vine a buscarte; ignoraba que saldrías de viaje.

—No hombre, no, solo fui a la casa de un colega, a pocos kilómetros de aquí; nos interesaba cotejar los datos de una investigación que estamos haciendo; se me hizo un poco tarde y decidi quedarme y aprovechar para pasear un poco. —Me pareció que al proporcionar datos falsos contribuía a resultar menos convincente—. ¿Te ocurre algo grave? —agregué, apoyado en la expresión de abatimiento de Elías y tratando de aproximarme al meollo del asunto—: te noto opaco, atribulado.

—Me da mucha pena, pero debo hablar con alguien, no sé qué hacer. He tratado de ser buen padre, de darle todo a Elisa, ha tenido a las mejores nanas e institutrices, buen colegio; sin embargo, está teniendo un comportamiento extraño.

—¿Elisa? Me sorprendes. ¿Crees que sean cosas de la edad, o le sucede algo más? Pero, pasa, no vamos a hablar en la puerta.

—¿Tienes algo fuerte para beber?

—Por supuesto, whisky, tequila, mezcal… ¿qué te ofrezco?

—Whisky en las rocas y un tequila estarían bien.

—Vaya, creo que sí traes algo pesado. —Pero al cabo de un rato sin llegar al tema y varios tragos, me vi obligado a meter Elías de cabeza en el meollo del asunto—. Tienes algún problema grave, tan grave que requieres de alcohol para hablar.

Por un momento esperé que Elías estallara en llanto, ya que durante los últimos minutos se había revuelto el cabello y se pasaba las manos por la cara una y otra vez sin atreverse a pronunciar palabra. Se llenó nuevamente el vaso de whisky y el de tequila y bebió ambos sucesivamente, de un solo trago.

—Tenme paciencia —murmuró.

—Me parece —dije— que cualquiera que sea el problema, el alcohol no es la solución; o tal vez sea la causa de tu problema, ¿me equivoco?

—Llevo cerca de un año con una terrible ansiedad, me dio por beber todos los días. Al principio lograba controlar mis deseos insaciables de beber, pero en el último mes, no puedo, creo que necesito ayuda, sé que solo no podré parar.

—Si quieres puedo acompañarte a Alcohólicos Anónimos; es obvio que necesitas ingresar a alguna institución de ayuda para las adicciones. Pero pareciera que eso no es lo único que te tiene tan mortificado.

—No, no es lo único. Hace un par de semanas llegué tan borracho, que cuando Elisa me cuestionó, le tiré una bofetada con toda mi fuerza, afortunadamente perdí el equilibrio y caí, sin llegar a tocarla.

—Es extraño verte beber de esta manera, te conozco y sé que algo grave te debe haber sucedido.

—Es por ti que estoy bebiendo, Fran.

Sin comprender qué quiso decirme, pensé en preguntarle por Elisa. ¡Vaya paradoja! Si preguntaba directamente podía resultar sospechoso, y si no lo hacía, también. Al fin me decidí.

—¿Le pasó algo a Elisa? — traté de sonar preocupado.

—No lo sé —me contestó Elías, con un dejo de ironía en la voz—. Hace un par de días discutimos y se fue de casa. No te lo conté antes, pero estamos por mudarnos al campo. Lo decidí yo, porque ella no comprende que es por el bien de los dos, de no hacerlo terminarían separándonos.

Lo miré a los ojos con asco y repugnancia, él me mantuvo la mirada y me pasó su teléfono celular.

—Mira las fotos, Fran —me dijo—, así tal vez sepas, al darte todas las pruebas, que no estoy jugando. No te pido que me comprendas, sé que jamás lo entenderías, menos aún que me justifiques.

Quise tomar el móvil con el brazo derecho y sentí que no podía extenderlo en su totalidad, aún así hice un esfuerzo y lo alcancé. En un primer momento atribuí la molestia al haber manejado tanto en tan poco tiempo. Cambiándolo de mano comencé a mirar las fotos. No pude reprimir un gesto de asco. Mostraban a Elisa vejada, abusada, violada por Elías de la manera más brutal y antinatural.

—¡Maldito enfermo hijo de puta! —le grité, arrojando lejos el celular.

—Sé que la llevaste a algún lugar, Fran, y la tienes escondida. No te molestes en negarlo, Elisa no conoce a nadie, no tiene a quien más recurrir.

Al decir esto estaba calmó, y hasta podría decirse que lo disfrutaba.

—Seguramente ya habrás notado que no puedes mover el brazo derecho — continuó sin inmutarse—. El atracurio ya está haciendo efecto, en media hora estarás completamente paralizado. Lo mezclé con una toxina, conoces bien la droga, la investigamos juntos. Te la apliqué en el hombro con una hipodérmica indolora al abrazarnos en la puerta. Si no recibes el antídoto tendrás una lenta y dolorosa agonía. Solo yo puedo salvarte.

—¡Pierdes el tiempo miserable, nunca te lo diré!

—No te preocupes, mi querido amigo. Me sentaré aquí a verte morir, luego iré hasta tu auto y el GPS me contará dónde está Elisa. De cualquier modo, la encontraré. Dime dónde está y te dejaré vivir. Ya tengo todo preparado para desaparecer con ella para siempre. Nunca nos hallarán. No tienes por qué morir.

Demoré segundos interminables, eternos, en decidirme; era Elisa o yo. Al fin, abrí el cajón del escritorio y saqué el revólver.

—¡Estúpido! —me gritó—. Si aprietas el gatillo tu muerte será horrible.

A pesar de que lo estaba apuntando el disparo lo sorprendió; no me creía capaz de matarlo

Murió en el instante y me quedé solo, otra vez frente a una disyuntiva… y efectué un segundo disparo.

 

®Devet Seminar  

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