lunes, 22 de mayo de 2023

''La Estatua'' ®Gerardo González


 La estatua en casa del abuelo siempre me dio miedo. La recuerdo en el jardín, erguida bajo un guayabo, frente a uno de los recodos del sendero de piedra que conducía a los asadores. Era la imagen de un guerrero de la antigua Grecia. El hombre vestía unos calzoncillos de cuero, en su brazo izquierdo sostenía un escudo con una serie de grabados. El artista, sin duda, debía ser un genio, ya que el realismo de la escultura hasta en sus detalles más pequeños era impresionante. La arteria de la pierna, las grietas en los labios, las costuras de la vestimenta. El trabajo, en resumidas cuentas, era impecable. Más que una estatua, parecía una fotografía en tercera dimensión. Lo que más me intimidaba era la expresión del hombre, que revelaba un auténtico terror. Así como el artista se había esforzado en esculpir con realismo el cuerpo del hombre, con la misma determinación se había dedicado a reflejar el pánico. Algo fuera de cuadro lo aterrorizaba, y para mi desgracia, era contagiable. Durante varias noches de mi infancia tuve pesadillas con aquella estatua.

Una tarde, el abuelo me pidió que lo acompañara con el escultor para encargarle otro trabajo. Recuerdo que junto a la puerta del estudio, un vagabundo pedía dinero extendiendo una mano a la que le faltaban dos dedos. Nos abrió la puerta una mujer muy bella. Traía puesta una boina que le duplicaba el tamaño de la cabeza y usaba unos lentes oscuros. Era blanca, muy pálida. Con sorpresa descubrí que ella era la artista. Nos condujo hasta el fondo de su estudio. Pasamos por un patio lleno de esculturas, y por un momento tuve la impresión de encontrarme en un lugar detenido en el tiempo. El abuelo y la mujer se metieron en el despacho a concordar los detalles del encargo y me dejaron afuera. Caminé intimidado entre las esculturas. Allí había de todo. Una mujer desnuda, un hombre muy gordo, hasta animales de todas las especies. En un pasillo junto al patio, se extendía un inmenso cuarto el cual debía ser el taller de la artista. Sobre una mesa de madera estaban desperdigadas varias herramientas. Por todo el suelo había pedazos de algo que en un principio pensé que era aserrín, luego, cuando lo cogí con los dedos, descubrí que eran pellejos o escamas. Como la piel muerta de las serpientes. De pronto el abuelo me llamó y dijo que era hora de irnos. La mujer, apoyada con el marco de la puerta, se despidió de nosotros y dijo que en una semana podíamos regresar por el encargo. Un tiempo que me pareció muy corto. Justo cuando cerraba la puerta, me dio la impresión que la boina se movía como si tuviera algo vivo dentro de ella.

 Una semana después el abuelo mandó por la escultura. Dos hombres la trajeron en una camioneta y la pusieron en el patio. La estatua, a diferencia de su compañera, parecía ser la de un sabio griego. Vestía un holgado quitón. Algo en él me parecía familiar. El hombre extendía sus brazos y con la mano derecha apuntaba el cielo, justo en la mano donde le faltaban dos dedos.

 

 ®Gerardo González (H. Matamoros, Tamps. México)  

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