miércoles, 31 de mayo de 2023

¿A dónde vas, a dónde vas, conejo Blas? ®Daniel García


*A dónde vas, a dónde vas

Conejo Blas

¿No ves a tus hijos llorando detrás?*

 

La voz entrecortada de un señor al que llamamos tío  me dice que llega en un par de horas, eso fue hace bastante. Mis piernas tiemblan, todo me arde, los ojos pesan, tengo arena en las pestañas y hay un rastro de sed no saciada en mi garganta. El viento arrecia y la roca en la que estamos sentados parece endurecerse más de acuerdo con el clima.  Enfrente de mí los árboles se transforman en bultos verdes que se asemejan a un arbusto gigante. La luz, el claro, rebota en las coronas del paisaje y apenas atina un burdo aterrizaje sobre el paso de carretera; mis ojos se reservan un dejo del brillo que comparto con la mirada extraviada de mi padre. Lentamente, silenciosa e irremediablemente, anochece. 

-          ¿Cuánto te cobraron?

-          Cincuenta pesos.

-          No Koko, no. ¿Cómo crees?

-          Te lo juro.

-          ¿Y el cambio?

-          Me compré unos Chetos.

-          Bueno, bueno. Así son aquí, cobran todo. No le digas a tu mamá.

-          No.

Su voz huele, las palabras me marean, la caña debería ser dulce o así la recuerdo siendo un niño. Pero papá la bebió, como agua. El olor pica. Mira atento la luna, aprovecho y guardo los ochenta pesos que sobraron luego de decirle a la señora de la tienda que estaba perdido. ¿Cincuenta pesos por una llamada? No chingue, apá, o está mu pedo, o muy de buenas, en todo caso ambas.

-          Ya conociste a los señores del pueblo. ¿Ya viste Koko? Así debes ganarte a la gente. Trabaja sus herramientas, bebe de sus licores, come en su mesa. Eso es hacer negocios, lo demás son niñerías.

-          Tenía miedo.

Mi comentario es estúpido, acaso sincero, pero sumamente estúpido. No debía tener miedo, debía huir de ese lugar horas antes.

-          Miedo morirse, o chingarse uno algo. No les tengas miedo, así es aquí. Si tienes miedo, ya perdiste. Cuando crezcas me vas a entender.

A ratos el viejo se acurruca en la falda del cerro al que usamos como asiento. A ratos se recarga en mi cuerpo que tiembla y arde. Pienso en mamá, en mis hermanos. Pienso en que pude morir junto a mi padre esa tarde. Los hombres, los que le dieron a beber la caña. Señores de pantalones sucios y manos ásperas; empistolados, todos. A mi apá nadie lo esperaba ahí. Mejor sería no estar en ese lugar.

Durante la plática de adultos uno de ellos sugirió meterlo a la cárcel, a mi papá. Casi todos asintieron, fue entonces cuando llovieron litros de caña y agua de horchata con alcohol, pulque le llaman. Mi padre me pedía dinero cada que terminaba una ronda y yo, como bendecido por los hados sacaba de mi bolsa sin fondos monedas y billetes. Cuando todos se hallaban con las barbas hartas de sudor y licores nos dijeron que nos fuéramos; justo ahí me di cuenta de que sobraban únicamente cien pesos, estuvimos a una ronda de fundirnos a la tierra que tanto peleaba mi padre.

-          Nos van a dar los terrenos de tu abuelo, ya verás.

-          ¿Y qué le vamos a hacer?

-           Nada. Ahí que se quede. Cuando seas viejo te vienes a vivir allí.

-          No quiero que te maten.

-          No me van a matar. Yo no me voy a morir nunca. Soy como Julk.

-          Papá, estás borracho.

-          Pero tú estás aquí conmigo Koko. Tú me cuidas. No me dejes morir como se murió tu abuelo.

Papá no lo sabía, o no quería saberlo. Pero la muerte del abuelo era algo para lo que nunca estuvo realmente listo. Al lobo mayor lo conocí una vez, y de ahí, nunca. Ni en fotos. Papá lo conocía tanto como me conocía a mí; casi nada. En sus adentros, para sí mismo, lloraba.

-          Pero Hulk no es de verdad, tú sí. NO quiero que te maten.

-          Bueno, soy el Pokémon ese que ves, el de pelos amarillos.    

-          Góku se muere, varias veces. No quiero que te maten varias veces.

-          Ay, Koko. Yo soy fuerte. Nos van a dar esas tierras, nos las van a dar a la siguiente que vengamos.

-          Pero hoy no quisieron hablar de eso. Se las van a quedar pá.

-          Bueno, bueno. ¿Y el tío?

-          No sé, ya mero llega. 

Durante la siguiente hora mi padre se dormía por ratos. Lo despertaban los faros de cualquier carro que pasara a esas horas por ahí. En cada uno èl pensaba que al fin era mi tío. En cada uno yo pensaba que era uno de los sombrerudos de antes. En mi mente se detenía el automóvil y nos hacia falta carne para quedar acribillados contra el cerro. En todo caso, a ninguno de los dos se le cumplía el escenario que llenaba su imaginación.

Las tierras que peleaba mi padre fueron vendidas por mi abuelo poco a poco mientras vivió sus últimos años en ese pueblo. Paso de tener un bosque, a quedarse únicamente una triste meseta casi desértica en comparación a sus antiguas posesiones. El viejo, además, tenía otra familia, una que permaneció a su lado hasta que ya no sirvieron sus riñones. Èl también  hacía amistades bebiendo jugo de árbol. Todos esos terrenos ya tenían otro apellido pero mi padre no lo aceptaba. Yo entendería siendo adulto, que ese capricho suyo era más por conservar algo de su padre, o por despedirse de algo que hubiera sido tan suyo como su sangre. Ya era demasiado tarde, la naturaleza nos escupía como bocados descompuestos. No éramos bienvenidos ahí, hasta el aire nos pedía largarnos. El cuerpo ardía más conforme mi tío avanzaba en sepa Dios que kilómetro.

-          Ya llegó, mira. Ahí, ese carrito azul. Es el taxi de tu tío.

-          Sí, ya viene. 

 

A la distancia un par de faros amarillentos rompía la neblina y se alzaba ostentoso por en medio de los árboles.

El taxi llegó. Mi tío ayudó a mi papá a subir a la parte de atrás. Yo me senté a su lado. La madrugada nos mal miraba por seguir ahí, despiertos, haciendo ruido.

-          Llegando te invito unos tacos. O mañana, pues. Pero no le digas a tu mamá ni a tus hermanos.

-          No pá, ya duérmete.

El tío hizo una mueca de preocupación y manejó cautelosamente de regreso a casa. Mi padre, de manera casi religiosa, hundió sus manos en su pecho y volteó la cabeza para ver los árboles desvanecerse a ochenta kilómetros por hora. Podría jurar que su llanto era el sereno que humedecía las hojas verdes que dejábamos atrás. Pero èl, un hombre a la antigua, no pudo sino decir adiós a su padre sin pronunciar una sola palabra.

-          Ya duérmete, Koko.

-          Sí pá.

 

Me hundo en el asiento, acomodo mis manos entre las piernas y el queso mancha mi pantalón, la costra se desmorona sobre el forro. Saco de nuevo el cambio, lo guardo en el fondo de mi chamarra, si mamá los ve, sería como decirle todo lo que no debía decirle. Cierro los ojos despacio, pero atino a dar una última mirada al hombre que viene junto a mí.

Bajo las uñas de sus dedos se guarda tierra, tierra café y sucia, trabajada. Su mano oscura, mas bien tostada se agrieta como un llano sin flora. Su piel ceniza es la tierra que yo pelearé cuando èl no esté más conmigo. Suspiro, Dios nos mira, respiro. Duermo, la casa aún nos espera.

 

®Daniel García (Puebla, México)

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