lunes, 15 de mayo de 2023

''El Precio de tus Actos'' ®Eloy


Lo vi y me enamoré. Inmediatamente supe que estábamos destinados el uno para el otro, que nuestro amor sería eterno. Conversábamos atravesando las madrugadas mientras nuestras almas se enredaban. La pasión nos inundó con violencia, con desatino, con demencia. Supe que construiríamos una vida dichosa, un camino juntos, un sendero hacia las felicidades de la vida.  Por eso, cuando él decidió abandonarme, me sentí destruida. ¿Cuántos tormentos caben en el alma de una mujer, cuánta angustia? ¿Cómo pudo cansarse de mí, cuando nuestra unión era perfecta? No solo nuestros cuerpos hablaban un lenguaje propio e inconfundible, uno que solo nosotros entendíamos, todo lo demás era igualmente perfecto. Nuestros ojos tenían una luz que emanaba de la misma fuente. ¿Cuántas cosas en común pueden tener dos personas? ¿Puede un alma dividirse para habitar dos cuerpos distintos? Dos que se buscan, que se persiguen hasta encontrarse para constituir nuevamente una unidad. 

 

Pero él decidió marcharse y dejarme y yo decidí que eso no sería así, que él nunca se iría, que a cualquier costo se quedaría conmigo. 

De modo que cuando encontré ese libro en la biblioteca no me sorprendí, el libro estaba esperándome, como si el destino lo hubiera dejado ahí para mí, para que yo lo encuentre y lo lea. Supe que era el destino; esa fuerza maravillosa del universo, esa mano mágica que acerca a un alma buena las cosas que necesita. Lo supe cuando encontré marcada la página que contenía el hechizo que me ofrecía la respuesta que estaba buscando, el encantamiento que podía usar para mantener a Eduardo junto a mí. Lo leí, lo devoré con impaciencia. Una página había sido arrancada, pero eso no interfería con el progreso de mi plan, porque mi resolución se había consolidado en lo más profundo de mi ser y todos los ingredientes de la pócima y el procedimiento estaban intactos en las páginas siguientes, de modo que podía proceder. 

El primer paso fue comprar una pecera, el aireador y algunos juguetitos para que Eduardo pudiera jugar y entretenerse. Después me dediqué a conseguir los ingredientes de la poción, que demostró ser una tarea más ardua de lo que esperaba. Sin embargo, triunfé. Conseguí cada uno de ellos y entonces estaba lista para dar los pasos siguientes, los cuales no presentaban mayor dificultad. Debía combinar los ingredientes para generar el brebaje que presentaría a Eduardo como un trago sabroso que había preparado para él y se lo daría durante una cena en la que, supuestamente, hablaríamos un poco acerca de nuestra situación.  

 

Esa noche llegó. Escuché los golpes en la puerta. Se sacudió mi corazón con emoción. Corriendo fui a abrir. 

Hola, querido. ¿Cómo estás? Te extrañé muchísimo.  

—¿Para qué me llamaste, Magy? Ya te dije que no te aguanto más.  

No me hables así, mi amor. Solo quiero que hablemos un poco.  

Todo lo que había que decir ya fue dicho. ¿De qué otra cosa tenemos que hablar?  

De nosotros, mi amor. Hay una manera para que podamos seguir juntos.  

Seguir juntos es justamente lo que no quiero. Además, me tengo que ir. Tengo poco tiempo. Me espera una amiga. —Noté que los ojos de Eduardo cayeron en la pecera que había comprado, giró hacia mí su cabeza y sonrió. 

No mi amor, no te vayas. Mira, te preparé un trago. Es riquísimo. Le puse jengibre, como a ti te gusta. Y preparé la cena también.  

—¿La cena? Pero si eres una cocinera terrible. ¿Qué te hace pensar que me pondría en la boca cualquier cosa que hayas cocinado?  

Bueno, está bien. No te pongas así. Al menos toma el trago que hice para ti. 

Muy bien. Tomo el trago, pero después me voy.  

Corrí hasta la heladera y saqué el brebaje que estaba listo, esperando su momento. Volví a la sala de estar. 

Acá está, querido. Espero que te guste.  

Lo vi agarrar el vaso, acercarlo a su nariz y oler el contenido. Mi corazón golpeaba mi pecho. Vi su mano conducir el vaso hasta sus labios donde se detuvo por un momento. Mis párpados se dilataron, mi corazón golpeaba con furia, mi mente brillaba con la deliciosa certeza de que en solo un momento Eduardo sería mío para siempre. 

Entonces Eduardo clavó sus ojos en los míos, sonrió una vez más y bebió de la pócima hasta el último trago. 

Se quedó parado delante de mí sin decir una palabra y todavía sonriente. Yo esperaba, con el alma anhelaba, con impaciencia lo miraba. Entonces ocurrió. Me tomó por completo por sorpresa. No sabía qué esperar. Eduardo se encogió, se desmoronó. En tan solo un momento desapareció por completo como si nunca hubiera existido. Solo sus ropas quedaron en el suelo. La alegría me traspasó como un rayo. Sabía que había triunfado, que Eduardo sería, ahora, para siempre mío. Noté entre sus ropas desparramadas en el suelo un movimiento apenas perceptible. La pócima había dado resultado, la metamorfosis se había completado. 

Levanté su camisa del suelo y lo vi, pequeñito, moviéndose compulsivamente sobre la alfombra, abriendo las branquias con la desesperada necesidad de encontrar el aire vital que requería para seguir viviendo. Lo agarré con cuidado, lo acerqué a mi cara, con una triunfante sonrisa lo miré a los ojos y luego lo puse en la pecera. 

 

***

 

Bueno, muy bien. Realmente creyó esa mujer que podría engañarme, ser más astuta que yo. Adiviné de inmediato sus intenciones, supe lo que se proponía. De modo que preparé un plan que me permitiría deshacerme definitivamente de ella mientras ella creía que podía deshacerse de mí.  

Nunca quise hacerle mal. No, ningún mal. Solo quería dejar de escuchar su tonta conversación. ¡Oh!, por Dios, qué cosas tontas decía esa mujer. Si tan solo hubiera entendido que no teníamos nada en común, que no éramos compatibles, que estábamos juntos porque así lo querían nuestros cuerpos. Pero eso duró poco. No había pasión, no había nada. Solo un encuentro de hormonas y nada más. Sus piernas y sus pechos eran todo lo que yo quería. ¿Es tan difícil de entender? Nunca la quise ni podía quererla. Éramos demasiado distintos.  

Pero ella no lo entendía. Pobre mujer, no entendía nada. Bueno, ahora ya es tarde, es tarde para entender las cosas. Lo único que tenía que hacer era dejarme ir, y nada más. Yo seguiría con mi vida y ella con la suya. Pero no. Ella no lo hubiera aceptado. Yo lo adiviné, lo veía en su mirada y entonces supe lo que se proponía. Le gané de mano. Yo di el paso antes que ella. 

A esa mujer le gustaba leer. Qué stima que nunca aprendió nada de los libros. Pero le gustaba leer y yo sabía dónde dejar el libro para que ella lo encontrara. Y lo encontró. ¿Cómo no le pareció sospechoso que había un marca-páginas justo en donde estaba la receta de la pócima? Pero bueno, esta mujer no se daba cuenta de nada. Leyó la receta, pero no leyó la advertencia. No pudo leerla porque yo arranqué esa página. La advertencia decía con claridad: El que las hace, las paga”, y explicaba que no se puede hacer daño a alguien sin que ese daño se vuelva contra uno mismo multiplicado, que el efecto de la poción en la persona para quien fue preparada solo es momentáneo, pero que la persona con la intención de hacer el mal sufre por su acto de una manera permanente. Eso sí. Permanente, para siempre.  

Así que tú querías que estemos siempre juntos. Bueno, que así sea. Vamos a estar siempre juntos.  

 

***

 

Eduardo se quedó parado delante de Magy por un momento, con una sonrisa grotesca. Magy ya no era Magy. Ahora era un pez que saltaba y daba vueltas sobre la alfombra. Eduardo no se movía. Parado donde estaba, la miraba agonizar, la miraba morir. 

Finalmente, el pez que había sido Magy se dejó de mover y expiró. Entonces Eduardo se acercó a él y lo recogió, lo agarró por la cola y lo llevó a la cocina. La sartén ya estaba caliente. Agarró una tabla de madera, puso el pez sobre ella y con un cuchillo le quitó las escamas. Abrió el vientre y retiró las entrañas. Puso en la sartén partes iguales de manteca y aceite de oliva extra virgen, para todo extra virgen. Entonces, con cuidado puso el pescado en la sartén y disfrutó la música chispeante que hace la carne al contacto con el aceite caliente. Cuando el pescado estuvo dorado de los dos lados lo puso en un plato, se sirvió una copa de vino y se sentó a comer. 

Al cabo de un rato no quedaba sobre el plato nada más que las espinas. Entonces Eduardo se sintió satisfecho. Agarró su copa de vino, la llenó una vez más y se sentó en un sillón de la sala de estar. Pero en cuanto se apoyó contra el respaldo, la copa se resbaló de su mano y cayó al suelo. Inmediatamente supo Eduardo que algo malo estaba pasando. Confundido miró su mano que estaba cambiando, se estaba transformando, ya no era una mano, era una aleta. Miró hacia la pecera con anhelo y con desesperación. Debía alcanzarla pronto. Tenía poco tiempo. Con angustia dio un salto hacia la pecera mientras un pensamiento pasaba por su mente: El que las hace las paga”, quizás su último pensamiento. Y cayó sobre la alfombra, aleteando, y abriendo desesperadamente las branquias en busca de oxígeno. 

 ®Eloy


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