martes, 23 de mayo de 2023

''El santuario de los jabalíes salvajes radioactivos del Japón'' ® José Luis Ramírez


猪もともに吹るゝ野分かな

Cerdos salvajes, vuelan en la tormenta; tal cual las hojas.

 

Protegidos por trajes de radiación nuclear, nos juntamos en pares para arrojar los restos mortales a la fosa recién abierta por el bulldozer. Son cientos, miles de cadáveres. Todos con un tiro certero en la cabeza.

Cubrimos los cuerpos con cal viva y tierra.

Marcamos el sitio como peligro biológico.

Y los que estamos en las cuadrillas de estibadores, subimos de nueva cuenta a la plataforma de las camionetas; ahí duerme el francotirador en la cabina, a un lado del asiento del piloto, con el rifle de asalto aún ajado en el brazo. Está exhausto, ha estado trabajando por varias noches seguidas, durmiendo mientras descargamos los cuerpos de las camionetas.

El conductor lo despierta con un par de golpes en los cristales cerrados, puede verlo desperezarse mientras se acomoda la careta con los respiradores. El conductor abre, entra y cierra a toda prisa la puerta, pues no se fía mucho de ese aire fresco del bosque, enseguida da marcha al motor para conducir de vuelta a la ciudad.

Allá es donde cazamos a los jabalíes.

* * *

Mientras el sol poniente se oculta en el horizonte, tras las ruinas de la central nuclear de Fukushima, las bestias salen de las sombras. Antaño se mantenían a raya a las orillas del pueblo, temiendo que alguien los cazara para cocinarlos.

Hoy deambulan libremente en las calles e incluso dentro de las casas, reclamando como suyo el territorio de la zona de exclusión. Sabemos que su ADN ha mutado con el tiempo, haciéndolos resistentes a la radiación; sus ojos brillan ictéricos, y su pelaje, antes marrón, ahora va moteado con manchas pardas o claras.

Ya sin depredadores, se multiplican sin control.

En una pocilga cercana, mientras tanto, los cerdos se han escapado de sus corrales para encontrarse con los jabalíes en los linderos del bosque, volviéndose salvajes como ellos. Al principio, las dos especies quizá desconfiaban una de otra, pero a medida que han ido pasando los días comienzan a juntarse en piaras mixtas para buscar comida entre la basura o cazar animales más pequeños, cohabitar entre ellos.

Los lugareños, obligados a abandonar sus hogares de súbito, han dejado atrás todo tal como estaba en el momento que los evacuaron: el desayuno en la mesa, la compra en sus bolsas, la cochera abierta; en su ausencia, cerdos y jabalíes se han vuelto más atrevidos, entran en las casas abandonadas, derribando puertas, rompiendo los cristales de los ventanales.

Lo que hace muy difícil cazarlos durante el día, porque aprovechan para refugiarse del calor y del sol, durmiendo escondidos dentro de las casas, debajo de las mesas, en las alacenas.

Por eso debemos ir al pueblo al anochecer, situando a los francotiradores en las encrucijadas, esperando para dispararles cuando salen de las casas donde han encontrado santuario.

* * *

La noche permanece en silencio, interrumpida sólo por el susurro del viento entre las ramas secas. Cuando las bestias emergen de las casas para buscar comida, los cazadores se mueven sigilosamente entre las calles, armados con rifles de asalto, andando tras sus presas.

Los jabalíes, al sentir el peligro que les acecha, se mantienen en las sombras, pero los cazadores son pacientes. Esperan el momento adecuado, cuando el hambre es voraz y los hace salir de su escondite, ya sin importarles nada.

Se desencadena una andanada de disparos.

El sonido de las detonaciones resuena a través de las calles, cada bala atraviesa su blanco con una precisión mortal. No es sólo pericia, sino que los objetivos han sido marcados con láser. Utilizamos drones para seguir a las bestias, sobrevolando las calles y tejados con sus cámaras infrarrojas.

Los cazadores reciben actualizaciones en tiempo real por sus auriculares, lo que les permite acercarse a sus objetivos lo suficiente para hacer un disparo limpio. Con sus googles de visión nocturna, pueden detectar a sus presas incluso ocultas entre los autos y las callejuelas.

Los jabalíes, confundidos y desorientados por los disparos, comienzan a correr despavoridos. Pero los cazadores son implacables, matan una bestia tras otra, hasta que la villa vuelve a estar en silencio de los chillidos.

Entonces salimos las cuadrillas a recoger los cadáveres, cuidando de no rasgarnos el equipo de protección al cargarlos. Apilamos los cuerpos en los camiones para trasladarlos de vuelta al bosque, pues siendo material de deshecho nuclear, no podemos enterrarlos en el mismo pueblo, ni tampoco cremarlos y arriesgarnos a esparcir las cenizas radioactivas.

Para nosotros se ha vuelto una forma de vida.

También nos hemos adaptado a esta nueva realidad, no modificando nuestro ADN, como las bestias, sino sólo nuestra conducta. Permanecemos indiferentes a la mirada sumisa de las criaturas, sabiendo que no son dóciles en lo absoluto, y pueden arremeter contra nosotros en cualquier momento.

Los cazadores y los drones continúan cada noche su recorrido, asegurándose de ir erradicando los jabalíes calle por calle, casa por casa. El sonido de los disparos ha de seguir resonando, recordándonos cada noche que nuestro mundo ha cambiado para siempre.

 

® José Luis Ramírez.

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