''La muchacha de Donceles'' ®Ramiro Rodríguez
Salió de la calle Donceles. Una parvada de hojas con versos de Góngora venía enredada en su cabello ondulado, largo como cascada castaña hasta la cintura. El viento soplaba del sureste con la frescura vespertina que propone la aproximación de la lluvia. Llevaba, untados en su cuerpo de parábolas exquisitas, los ojos lúbricos de muchos hombres que caminaban por ambas aceras. Ella sonreía con desenfado, hermosa como el sol de septiembre, sabiéndose blanco de miradas indiscretas de tantos rostros enardecidos por la gracia visual que caminaba cerca de ellos, en pleno centro histórico de la Ciudad de México. Los hombres tuvieron que detener sus pasos para evitar accidentes ante el generoso obsequio enviado por deidades incomprensibles.
En el brillo inusual de sus ojos podía leerse la sonoridad de su nombre. Se llamaba Florentina Barajas.
Entre todas esas personas, la muchacha se desplazaba con la cadencia de sus piernas largas, con su estatura alta de torre francesa, delgada como rayo de luz que entraba con debilidad por el vitral impresionante de la Catedral Metropolitana. En su rostro resplandecía un parentesco innegable con los íconos femeninos en los retablos de la iglesia. Tal vez por este motivo muchos peatones se postraban, a la manera de esos cultos religiosos del lejano oriente, rindiéndole tributo, pleitesía.
Cruzó República de Brasil, aprovechando que los conductores se detuvieron con el propósito de verla con mayor detenimiento, como cuando las personas realizan pausas en el transcurso de sus vidas para presenciar la aparición de eventos asombrosos que ocurren por casualidad; luego se incorporó a la acera principal del Jardín de las Cactáceas, al lado del enorme edificio religioso. Los artesanos —así como muchas artesanas— trataron de leer los versos barrocos en las páginas enredadas en su cabello. Un resplandor azul invadía las cavidades de sus ojos como si el mar se hubiera vaciado en su mirada. Al pasar a su lado, los músicos aztecas abandonaron el huehuetl y el teponaztle para escuchar las notas épicas de sus pasos; los danzantes olvidaron su festejo corporal para los dioses con el propósito de postrarse ante la perfección de la muchacha, todos ellos semidesnudos, en un ritual de adoración erótica en honor a su hermosura de diosa destinada para el regocijo de los hombres. Los labios delicados de Florentina Barajas se expandieron en la levedad de una sonrisa.
Atravesó la calle, frente a la Catedral, para pisar la Plaza de la Constitución. Los militares que resguardaban el orden en el centro de la ciudad no pudieron apartar sus ojos de la luminosidad que se desprendía como fuego de su cuerpo, como si detrás de ella se escondiera la lengua de un sol minúsculo que la acompañaba a dondequiera. Para entonces habían desaparecido las páginas con versos de Góngora enredados en su cabello castaño. Los danzantes aztecas se pusieron de pie y alzaron sus brazos al saberse arrastrados por el oleaje del olvido. Ahora la escoltaba un enjambre de abejas que volaban a su alrededor en evidente caos, trastornadas por un aroma dulce que invadía el ambiente. Sin tocarla, la resguardaron de la llovizna que iniciaba sobre el centro histórico de la ciudad. Iba vestida con un ramillete de hibiscos de diversos colores y de formas. Los pétalos de su vestido empezaron a alfombrar calles y banquetas con su colorido; conductores y transeúntes se detuvieron, por momentos, para aspirar el aroma que taladraba las calles limpias y las fachadas de edificios viejos, pero de impresionante arquitectura española. La llovizna de la tarde no impidió el movimiento de su cabello al capricho del ligero vendaval ni ahuyentó el enjambre cuyas alas entrechocaban al acercarse para beber el aroma enervante de la muchacha.
Entonces ocurrió el evento que nadie esperaba, el infortunio que se incrustó como tatuaje ardiente en la memoria de quienes presenciaron el acontecimiento. Florentina Barajas empezó a desempolvarse como en proceso de transfiguración; es decir, partículas de polvo comenzaron a desprenderse de su cuerpo, de su cabello castaño, de su vestido poblado de hibiscos. Se elevó por el viento para sobrevolar las azoteas de edificios antiguos, los balcones de hoteles elegantes y las cornisas de oficinas públicas. Su cuerpo se fue deshaciendo mientras caminaba en el extremo sur de la Plaza de la Constitución. En pocos segundos no quedó nada de su cuerpo por las calles ni por las aceras, sólo el enjambre que continuó su vuelo colectivo por los laberintos caóticos de la ciudad.
®Ramiro Rodríguez
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