martes, 17 de agosto de 2021

''El Llanto del Tambor'' ®Baltazar Cordero


Los tonos grises del día semejaban una escena de Buñuel, en blanco y negro.

Pero no era una película, era la vida misma que Amador no alcanzaba a comprender.

Encaramado sobre el techo de lámina de la vieja carnicería de la calle Solernau, estaba siendo testigo de un adiós.

 Desde ahí  podía observar todo, la calle de tierra que en tiempos de lluvia servía de alberca a los chicos del barrio, la vieja vecindad de frente a la carnicería y los solares enormes, grandes espacios por donde muchas mañanas jugó con las hormigas coloradas,

Era un niño de frente a la muerte, de frente a  escenas de una tristeza que tardaría mucho tiempo en comprender, pero cuyas imágenes quedarían grabadas en su memoria para toda la vida.

El momento era uno de los más trascendentes en la escena de la vida real, un ataúd salió de la casa de ladrillo, el cortejo y la familia lloraban detrás de la caja de madera.

Por un momento hubo un silencio absoluto. Delante de la carroza los jóvenes de una banda de guerra perfectamente uniformados, callaban el llanto del tambor y hacían hablar con sus manos  a las vaquetas, con un lenguaje fúnebre que resonaba en el alma de quienes aquello presenciaban.

El padre lloraba, y la madre ya no tenía sonidos que emitir de tanto dolor.

¿Por qué un hombre de diecinueve años, con un futuro promisorio, estudiante de medicina, que trabajaba para sostener en parte a la familia en un despacho de abogados, brillante deportista y amoroso con su madre y su familia había tenido que dejar el mundo?

Los reclamos a Dios duraron muchos años, a el Todopoderoso que había escogido un domingo de Junio para solicitar su partida. En la playa había tenido diversión, el grupo de amigos se divertía en el máximo lugar de recreo en la ciudad por los años sesenta.

Pero en el mar estaba marcada la última cita con el destino.

Hasta ahí llego la muerte. Hasta ahí escribió Dios la historia de una vida que mucho prometía. Sus amigos lo habían traído a la ciudad como pudieron, ninguno sabía manejar la vieja vagoneta que con grandes sacrificios había adquirido el jefe de la familia. El hombre fuerte que ahora lloraba cargando el ataúd mientras sonaban las vaquetas, que retumbaban en toda la cuadra.

Amador veía y sentía el silencio desde su punto de observación arriba del techo de lámina de la carnicería. La calle Solernau estaba de luto, muchos llegaron no sé de dónde.

El difunto era una persona respetada a pesar de su corta edad, tenía muchos amigos y la tragedia no podía ser indiferente a ninguno de ellos. Ni a los vecinos, que aun lo recuerdan, inclusive aquellos que se fueron del barrio.

Entre ellos Amador, cuyo sendero fue marcado en el rumbo de los Estados Unidos, a donde se fue años mas tarde a cumplir sus sueños.

Pero ese triste día estaba ahí, viendo y grabando en su memoria la patética escena en su archivo infantil.  Los años pasaron y la ruleta de la vida dio muchas vueltas, El recuerdo nunca se pudo borrar, solo el tiempo pudo aliviar en parte el dolor inmenso de una perdida como esa para quienes le quisieron.

Como siempre pasa, las visitas al cementerio eran frecuentes. Las lágrimas no cesaban.

Pero la vida misma se encarga de sanar heridas y la resignación llego un buen día al hogar enlutecido.

Cuarenta años después, Amador volvió a la calle Solernau a contar lo que siempre estuvo escondido en sus recuerdos de infancia.

Y como si fuera ayer, describió con todo detalle aquella ocasión en que el cortejo fúnebre partió hacia el cementerio, encabezado por un hombre que sufría y una mujer que lloraba sin consuelo la pérdida del fruto primigenio de sus entrañas.

Cuarenta años después, Amador me recordó con toda su crudeza el llanto del tambor y el sonido triste de las vaquetas. Dibujo con sus palabras el sufrimiento de un padre.

Y las lagrimas eternas de mi madre.

 

®Baltazar Cordero

 

 

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