jueves, 22 de abril de 2021

''Tía E.'' ®Alberto Quero


All the lonely people,

Where do they all come from?

All the lonely people,

Where do they all belong?

 

Lennon-Mc Cartney

Eleanor Rigby

 

Siempre se la veía con su paso exánime. Lento, menudo, lleno de cansancio. Pero ese cansancio no era el que habitualmente tendría una anciana como ella, sino otro, uno que denotaba una tristeza profunda, una melancolía que se había hecho piedra. Y que de alguna manera se transparentaba, se hacía evidente no sólo a sí mismo, sino que también delataba su origen.

Iba lentamente a la iglesia. Todas las tardes, a las seis en punto se la encontraba en San Vicente. Todo el mundo sabía que iba a estar allí. De hecho, Ariel, un muchacho medio retrasado mental que hacía las veces de monaguillo, la llamaba la reina. Acaso había sido instruido por los mismos sacerdotes para que se dirigiera a ella de esa forma. ¿De qué otra forma se puede llamar a una anciana fantasmal que aparece invariablemente a las seis de la tarde en una iglesia oscura y solitaria?

Ella se arrodillaba ante el altar de la Virgen. El ambiente penumbroso y el olor a cera derretida probablemente le importaban poco, es más, casi con seguridad lo disfrutaba. También su vida era opaca y mustia, como las misas vespertinas en San Vicente.

También ella había sido joven. Y ésa la raíz de la melancolía. En algún momento apareció un tal Rivera. Nunca se supo bien de dónde había venido ni por qué. Parece que era un simple chofer de bus. Y el problema no era que fuera chofer de bus, que es un trabajo como cualquiera, sino que Rivera era uno de esos vividores que toman cualquier empleo, el más fácil, el que sea, con tal que les depare un par de centavos con los cuales sobrevivir un poco.

Un día cualquiera se conocieron en Los Puertos. Aparentemente, por entonces él todavía era marino en uno de los ferryboats que atravesaban el Lago hasta Maracaibo. Él tenía planes de quedarse allí, no pensaba en vivir en Los Puertos para siempre; un pequeño pueblo rural de la Costa Oriental no resultaba demasiado atractivo para él; mucho más tentador se le hacía Maracaibo; con toda seguridad allí encontraría más garitos y más billares en los cuales gastar lo que hiciera en el trabajo. Finalmente lo contrataron en una línea de buses.  Ella se ilusionó con él. La chica fea y pueblerina de pronto pensó que podría tener una suerte distinta a la que se le avizoraba en el horizonte, la misma de la que sus propias hermanas habían escapado ya.

Por un momento pensó que podría ser como sus hermanas, todas casadas. Y en cierto modo fue así, porque Rita se había casado con Lorenzo, un hombre inmejorable. Guadalupe con Eduardo, de ciertas posibilidades, que se la llevó a vivir a Caracas y después a Mérida. Alba se casó con Víctor, que no era un dechado de perfección, pero tampoco era mala persona. Aunque era una de las menores, Iris se había casado con Manuelito. Nunca se refería a él por su nombre de pila. Lo llamaba el pobre hombre. Y a pesar del mote, no lo pronunciaba con desprecio, ni siquiera con sarcasmo, sino con ese ácido sentido del humor de los campesinos. 

Finalmente se casó con Rivera. A pesar de la oposición de todos sus familiares. Se lo previnieron sus hermanos Federico y Lionel. Incluso, tuvieron unas palabras con el tal Rivera, porque al parecer intuían que se trataba de un sablista. Pero fue peor. Ella se molestó cuando lo supo y les reclamó que no debían meterse en esos asuntos, que ella también tenía derecho a vivir y a buscar su felicidad.

Rivera no calentó la cama. Nunca convivieron, nunca nada. Apenas se hubieron casado, aprovechó para desplumarla. Se las ingenió para que su ingenua esposa le entregara todo su dinero y todas sus propiedades, que no eran muchas, pero eran. Y desapareció Rivera; nunca más se le volvió a ver.

Un día como tantos, ella emigró a Maracaibo. Ya allí vivían casi todos sus hermanos y hermanas con sus familias. Y ella recaló en la ciudad también. Nadie sabe si escapaba de los recuerdos de Los Puertos, o si secretamente pretendía coincidir con Rivera en alguna de las estrechas calles de Las Veritas. Si ése era su deseo, nunca sucedió.

Siempre había sido maestra. Y era muy hábil, especialmente con las matemáticas. Nadie como ella para hacer que los niños entendieran la división con dos decimales. Explicaba sencillamente cuántos espacios había que correr la coma o cuántos ceros había que agregar en el cociente. Cuando llegó a Maracaibo pasó toda la vida dando tercer grado en el Joaquín Piña.

Usaba unos anteojos gruesísimos, de patas marrones, probablemente de carey, y unos cristales, así como verdosos. Fumaba a escondidas y ninguno de sus familiares se lo reprochaba. Todos la llamaban Tía. Tía E. Incluso los hijos de sus sobrinos, que no lo eran suyos directamente sino sobrinos nietos. Para todos era una tía. Sus alumnos también la llamaban Tía. Nunca la llamaron maestra ni señorita ni profesora, sino Tía. Tía E. La tía de todo el mundo, la madre de nadie, la esposa de nadie. Solamente la tía.

Y probablemente eso le dolería terriblemente. Nunca iba a ser madre, siempre tía. Por supuesto que había deseado tener hijos con el tal Rivera, pero nunca sucedió. Él solamente era un petardista que aprovechó una oportunidad facilísima para hacerse con un dinero fácil. Ésa era la pena honda y pertinaz que la había acompañado toda su vida y que se agazapaba detrás de todo. Su cabeza no siempre estuvo llena de canas, pero un buen día no le quedó un solo cabello negro que peinar.

Y al final de todo ese ahogo sordo y violento. Finalmente se hizo tan costumbre. Finalmente terminó siendo una cosa tan respiratoria, que terminó por desalojar del todo a Tía E. Realmente no era ella la dueña de su propia vida sino ese dolor absorbente y silencioso. Finalmente, ese pesar, esa soledad se hizo fastidio. Se hizo vida y rutina, se hizo cotidianidad. Hasta que esa cotidianidad dejó de serlo en sí misma.

Durante un tiempo, Tía E. fue militante del MIR. Nadie sabe si era por genuina convicción o porque eran los sesenta y estaba de moda ser un poco rebelde y contestatario con todo. Por entonces, Tía E. solía andar en compañía de unos tipos barbudos y desgarbados o de unas mujeres de cabello largo y desarreglado que vestían anchísimos vestidos hippie. Nunca se trataban por el nombre, sino que usaban la palabra combatiente como único apelativo. Pero eso también terminó rápidamente. Como en todo lo relativo a la vida de Tía E., todo se podía definir fugaz, momentáneo, precario. A la hora de la verdad, nadie supo por qué había dejado de militar en el partido. Tal vez porque un grupo de izquierda radical era incompatible con el Cristianismo de Tía E. Sin embargo, también esto era hipótesis, realmente todo fue una incógnita; así como un día comenzó a militar, un día dejó de hacerlo.

Después se inscribió en el MEP, tal vez porque le parecía un partido un poco más moderado, si bien también tenía cierta orientación hacia la izquierda. Muchos educadores militaban allí y, con veneración, llamaban Maestro Prieto al fundador del partido. Al poco tiempo, lo mismo; un día cualquiera quiso dejar de militar allí. Igual que la otra vez, igual que siempre, todo fue de pronto, así como así. Fue también una cosa efímera, como todo en su vida.

Luego de cuatro décadas trabajando en el Joaquín Piña, recibió su jubilación. No la solicitó, simplemente le llegó. Aunque sin demasiada puntualidad, todos los meses recibía un cheque emitido por el Ministerio de Educación. Con eso sobrevivía, seguía sobreviviendo. Así pagaba los gastos de su pequeño apartamento, y el magro salario de Betty, la joven que le servía de mucama. En su habitación, justo frente de la cama, tenía una foto de su padre, que murió nonagenario. En la pared derecha, una estampa de la Milagrosa. En los ratos de desesperación, Tía E miraba la foto de su padre y le pedía que intercediera ante Dios para que se la llevara.

Tía E sabía muchos versos. En realidad, casi todas eran cuartetas que venían en algunos de los libros de lecturas escolares. Otras veces eran las coplas repentistas de Rafael Ávila, el sepulturero de Los Puertos. Y allá en Los Puertos la gente llamaba verso a cualquier cosa que rimara, sin importar la extensión ni la forma.

Lo cierto es que Tía E había memorizado muchas de esas estrofas. Especialmente gustaba de una de Bécquer, una que decía algo así como que qué los muertos se quedan solos. Sin embargo, al estar delante de la tumba de Tía E, nadie sabe cómo se quedan los que ya desde que estaban vivos estaban solos.

 

® Alberto Quero

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