jueves, 15 de abril de 2021

''Corporale Rimor'' ®Eduardo Honey


 Antes de llegar a los quinientos kilos decidí ser el Cristóbal Colón de mi propio cuerpo. Desde niño nunca pude apreciar las exquisiteces de mi espalda y mucho menos las beldades de mis glúteos. Trajeron y dispusieron espejos a mi alrededor para poder contemplarme, pero lo que vi no me satisfizo. Con razón Borges dice que los espejos tienen algo de monstruosos.

Artistas llegaron de cualquier rincón del orbe e hicieron pinturas, acuarelas y estatuas con el fin de congraciarse conmigo. Pensaron, patéticas y difuntas personas, tener una vida asegurada si lograban convencerme que esas representaciones eran fieles a la geografía oculta de mi cuerpo.

No les creí. Todas eran burdas ilusiones, metáforas táctiles o simulaciones de mi superior forma y superficie. Así que llegué a una conclusión: sólo creería lo que vean mis ojos sin artificios de por medio.

Así que solté a mis sabuesos humanos para que recorrieran hasta el último rincón del planeta. Ofrecí premios que comprarían un reino a quien tuviera la respuesta a mi exigencia. Nuevamente llegaron merolicos desde cualquier lugar. La enorme mayoría terminó ahorcada con sus propias lenguas. A los restantes, un día de buen humor, sólo les mutilé manos o pies.

Finalmente, del extremo más remoto de un imperio en oriente, el último de los sabuesos, mi Percival, llegó con un anciano enjunto cuya tez era de un tono broncíneo. Según me informaron, antes de su arribo, llegaba por fin la última esperanza.

Encerré en una mazmorra a mi sabueso por si su hallazgo era una mentira más. Luego dejé que el anciano se aproximara al lecho que es mi trono. Tras su reverencia le pregunté:

—Sabes lo que exijo como lo que doy a cambio. Y las consecuencias si fallas.

Con la voz tan delgada como un petirrojo el anciano respondió:

—Si, Excelencia. Sólo tengo una demanda.

Ninguno había tenido tal actitud en mi presencia. Menos habían empleado esa maldita palabra. Con esfuerzo me tragué la orden de ejecutarlo.

—¿Y cuál es? —susurré.

—Si resulta, tendrá que cuidarse de ellos —señaló a la corte que murmuraba a su alrededor—. ¡Ah! Necesitaré voluntarios para que Su Excelencia no corra riesgos.

Intrigado di mi anuencia.

El anciano ocupó el área del palacio designada para tales menesteres. Desde sus tierras hizo llegar diversas substancia y aparatos. Las decenas de voluntarios los seleccione entre las personas de mi inmensa corte. Un mes tardó en mostrar el resultado. Al ver su obra, quedé convencido y me puse a su disposición.

Ahora, por fin, he recorrido con mis propios ojos los más profundos campos y extensiones de mi cuerpo. He mirado detrás y debajo de mí: me conozco. Recompensé al anciano permitiendo que se retirara en paz a su país.

Exterminé a los voluntarios porque debo ser único y especial. Con mis ojos, colocados al extremo de flexibles y largos tubos, puedo admirarme a toda hora. Y también han servido para descubrir a aquellos que siempre se burlaron a mis espaldas.

 

® Eduardo Honey

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