''Carpintero'' ® Andrea N. Trejo
Sobre la mesita de la sala descansa un pan olvidado. Su superficie, antes dorada y crujiente, se ha tornado verdosa, cubierta de un manto irregular de moho que avanza como raíces diminutas. Un olor agrio y rancio impregna el aire, mezclándose con el perfume viejo de la sala. La esponjosidad de la miga ha cedido ante la humedad, dejando una textura rugosa, casi quebradiza. Ese pan llegó para la señora Ramírez, pero sigue ahí, intocado, como si esperara un hambre que nunca llega.
“No llegará”, la voz en su cabeza la torturó incesante durante días. Su hija Diana entró un lunes en la guardería, pero nunca salió (no con vida). Hizo la demanda, por supuesto. La ira le sirvió para retrasar el dolor. Pero después de toda aquella papelería regresó a su casa, a enfrentar la enorme soledad y esa voz en su cabeza, como taladro: “No llegará”.
Lola Ramírez peina a la muñeca que tiene en las manos. Ha pasado las horas peinándola, en un trance que la aparta del dolor. “La muñeca huele como ella”, pensó al recibirla. Solo por eso la aceptó. Su vecino, que era carpintero, dejó una caja en su puerta; no había nada fuera de lo común en ella, era gris, olía a aserrín y estaba atada con un moño de mecate barato. Adentro había una muñequita, tenía el cabello marrón cual tierra y estaba vestida con un traje azul, casi igual a Diana. Los ojos parecían pintados a mano con un meticuloso cuidado y la madera de la que estaba hecha era suave al tacto. Dentro de la caja había una tarjeta en la que estaba escrito en tinta roja: “Para que no la extrañes tanto, Lola”.
—Ay, Lola, ya no hay nada que nosotros podamos hacer. Esto es algo muy común que le puede pasar a los infantes, no hay razón, solo sucede. Casi le pasa a mi criatura también, gracias a Dios no pasó a mayores —dijo Leonora, con la voz temblorosa.
¿Qué se puede hacer cuando pierdes algo importante para ti? ¿Aceptas que se fue o lo reemplazas lo más pronto posible? ¿Qué tanto estás dispuesto a pagar para obtener lo que deseas? Leonora era la vecina de Dolores. Lo que le había pasado a la niña solo la hacía preocuparse por su propia hija. Se aseguraba de que la ventana que estaba cerca de su cuna siempre estuviera cerrada si ella no estaba cerca. Dejó una herradura de caballo arriba del marco de la puerta, para tener protección extra.
—¿De verdad esto puede funcionar? —había preguntado en voz baja, cuando nadie más podía escucharla.
Podía escuchar pasos alrededor de mí. Trataba de llamar a mi mamá, pero ni siquiera un grito ahogado salía. El sonido de las pisadas se volvía cada vez más fuerte. Entre la oscuridad podía ver la silueta de un señor. El ambiente se enfrió, como si siempre hubiera estado así. Él empezó a acercarse rápidamente. Luego solo hubo un silencio sepulcral y yo ya no me podía mover.
Mamá me llevaba con ella a todos lados. Me hablaba, pero yo no podía contestar ni moverme, a menos que ella lo hiciera. Las sábanas de mi cama estaban manchadas y olían horrible. “Mamá, mamá, mamá”. No importaba qué tan alto lo intentara decir, mi boca no se movía ni un centímetro. No sé quién era ese hombre y menos sé lo que me hizo, pero sí recuerdo el inconfundible olor a madera que tenía… Don Carlos huele así siempre que se pone a tallar cunas.
La muñeca tenía ese aire de inquietud, de algo humano, pero que aún no lo es o lo dejó de ser. Sus ojos tenían ese brillo de vida de un recién nacido y tal vez alguna vez lo fue. ¿Es correcto preservar lo que ya no está vivo para que no nos deje nunca, o hay que dejarlo ir? ¿Un padre podría incluso sacrificar una vida por la de su hijo? Para Don Carlos, esto no es una pregunta, es una realidad y una necesidad. Y para Leonora, fue una oportunidad.
Pudo ser peor. Pudo no haberle devuelto lo que quedaba de su hija a la señora Ramírez.
® Andrea N. Trejo (Tamaulipas, México)
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