sábado, 3 de mayo de 2025

CIBERIA ®Mario Galván Reyes


Ni me había hecho falta terminarla. La facultad de leyes me enseñó que en esta vida todo es perfectamente justificable. Hasta lo más ruin…

Desde la ventana del Sputnik, el cibercafé que tenía por negocio, veía el cifrado de la notación musical en la fachada del Palacio de la Música, a la espera de algún nuevo cliente.

Una fotocopia del CURP, del acta de nacimiento o una impresión de la hoja del seguro social era lo más que esperaba de esa típica jornada laboral.

De las computadoras, nada. Ahí tenía arrumbadas las ocho máquinas al fondo del local, un primer piso de un edificio antiguo que colindaba con la calle 60 del Centro Histórico de la ciudad de Mérida.

En la era de internet 4g, todo el mundo resolvía sus necesidades de navegación desde el teléfono móvil y ya casi nadie acudía a la vieja práctica de rentar una isla. Sin duda los tiempos de las descargas, la piratería y los videochats que predominaban al principio del nuevo milenio se habían esfumado. No obstante, yo les daba mantenimiento a las máquinas religiosamente cada cierto tiempo, y actualizaba sus antivirus para que se mantuvieran al tiro con sus sistemas operativos Windows XP.

Así las horas transcurrían y la vida pasaba sin mayor sobresalto en el Sputnik, bautizado como el primer satélite lanzado al espacio por el pueblo ruso, del que siempre fui aficionado. Si las jornadas transcurrían lento, al menos tenía una reserva ilimitada de aire acondicionado gracias a los privilegios que mi padre, un jubilado de la Comisión Federal de Electricidad, había merecido por la antigüedad de sus funciones.

Un día sonó el timbre de viento. De manera inesperada, un sujeto güero y alto que no hablaba bien español entró por la puerta de vidrio. Preguntó por un teléfono público, y al escuchar su acento supuse que era alemán. Ahí al lado del mostrador teníamos una cabina telefónica hecha a la antigua, hoy en día cenicienta, con marco de aluminio y tres paredes de acrílico traslúcido, con una sección amarilla polvorienta asentada en una repisa que servía de escenografía más que nada.

El sujeto pidió la clave Lada para localizar un número telefónico. Le señalé cómo realizar la marcación y especifiqué que se cobraba la llamada por minuto. El alemán asintió a todo, levantó la bocina del teléfono fijo y en un español torpe explicó dónde se encontraba. 

—¿Puedes venir? Estoy en frente del museo de la música. Solo un momentito.

A los pocos minutos llegó una muchacha morena, delgada y de buenas carnes, vestida con ropa entallada. Al encontrarse, los cuerpos de esos dos extraños se acercaron poco a poco, tímidamente y sin decir nada, hasta fundirse en un apasionado abrazo. Luego caricias, y finalmente un beso francés que parecía una extracción bucofaríngea de corazón.

Yo miraba discretamente y pensaba "¿Por qué chingados no se van a un hotel?". Luego reconocí el poco equipaje que llevaba el tipo y pensé en la cantidad de mochileros que pasaban por la ciudad, muchas veces hospedándose en hostales sin un peso y dejando a su paso amores pasajeros.

Mientras tanto, los besos y arrumacos continuaban, danzando sobre su propio eje. De pronto, la espalda enorme del alemán ocultó de mi vista el cuerpo diminuto de la mujer, y ahí permanecieron el uno al otro, desfogándose sin pudor ante mí. Yo solo veía cómo se contraía y gimoteaba de placer el güero, frotándose contra la piel morena de la muchacha, cuyas caricias comenzaban a ser más intensas.

Antes de que empezaran a desvestirse tuve que intervenir, pero solo me atreví a carraspear la garganta. Los amantes entendieron el gesto, e incluso se disculparon, algo ruborizados. El alemán la soltó y exhaló un suspiro. Sacó algunas monedas de su bolsa para pagar la llamada, tomó sus maletas y dijo adiós a la chica, no con tristeza, sino con plena satisfacción en el rostro. ¿Habría eyaculado?

Ella permaneció reclinada todavía en el marco de la puerta viéndolo alejarse por la calle transitada bajo la luz cálida de las cuatro de la tarde. Tras un momento, su cuerpo giró y su vista comenzó a explorar el interior de mi negocio, inspeccionándolo extrañamente con ojos de zorro.

—Es un bonito lugar. ¿Vendes refrescos?

—No, disculpa.

—Pues lástima. Deberías… —dijo lamentándose, y salió con una sonrisa por la puerta de vidrio.

Me quedé pensando en su gesto, en el descarado encuentro amoroso, en su contoneo y hasta en la posibilidad de vender gaseosas o alguna chuchería. No por nada el lugar se llamaba "cibercafé". Además, eso podría atraer a más clientes.

Al día siguiente continué con mi rutina habitual. Me la pasaba descargando películas rusas vía torrent que luego quemaba en discos de dvd para mis amigos. Simultáneamente, monitoreaba la capitalización en el mercado de mis acciones de bitcoin, que permanecían con nula variación. Se suponía que debiera estar terminando mi documento de tesis de la licenciatura en derecho, pero la había dejado toda enmarañada en conceptos y apreciaciones personales que me daba flojera depurar. El derecho penal me interesaba desde la teoría, pero me sentía inexperto en el trabajo de campo y no podía ejercerla.

Para despejar la mente y descansar la vista salí a comprar un kibbeh en la cocina libanesa de al lado. El sabor de la menta, el trigo y la carne cruda de cordero eran exquisitos, además representaba una buena ración de proteína para mi levantamiento de pesas.

Después de comer, me puse a levantar pesas. Eran las tres de la tarde y no había ningún cliente. Súbitamente llegó la misma chica preguntando si habría posibilidad de usar la cabina, pues necesitaba "despedir" a otro amigo. Yo permanecí extrañado, tratando de procesar su solicitud. Ella tendió la mano.

—Me llamo Solange, ¿y tú?

—Ferguson.

Solange se quedó a la espera de mi respuesta, y le dije que sí. Entonces llamó por teléfono y colgó. Le pregunté si sería rápido, y ella contestó que por supuesto. ¡Qué indiscreción la mía! Me sentí un pésimo anfitrión. Se me ocurrió entonces ofrecerle otro espacio más privado. Así estuvieron en el armario alrededor de 12 minutos.

Al despedir al muchacho, (un colombiano creo) ella me tendió un billete de 100 pesos sobre el mostrador de vidrio que nos separaba.

—Por el paro, compañero.

A juzgar por el contexto, me parecía una propina demasiado generosa por las atenciones facilitadas.

—No puedo aceptarlo. No es nada —dije, devolviéndole el billete.

Mi respuesta pareció ofenderle.

—¿Acaso piensas que lo hago porque me gusta que me veas? —dijo, y volvió a tender el billete con sus pequeños dedos—. Anda, para que no sea la última vez, tómalo. Es puro negocio  —dijo guiñandome el ojo —. Quizás podrías aceptar a otras amigas, incluso, en distintos horarios.

Tras un momento de duda, finalmente lo acepté y al tiempo nos convertimos en socios del negocio de cabinas de desfogue sexual. 

Para esta empresa, Solange tuvo algunas necesidades de mobiliario cuyos costos estuve dispuesto a absorber. Conforme iba creciendo el ‘bistec’, construí cubículos de madera de 2 por 1.50 metros con su respectiva computadora y silla giratoria, habilité deshumidificadores en el sistema de aire acondicionado y coloqué letreros luminosos en el exterior. Amplié el ancho de banda del internet de fibra óptica, polaricé la puerta y las ventanas con una película oscura, y por supuesto, puse un frigobar con bebidas a la venta.

No dejamos de ser un cibercafé. Seguía recibiendo clientes habituales para su fotocopia e impresión. El procedimiento era el siguiente: cuando entraba la trabajadora con un cliente, asignaba una isla y comenzaba a correr el tiempo. Según el tiempo empleado (no podía rebasar las 2 horas), tal era el costo. Cobraba 30 pesos la hora, o 15 pesos la media, de los cuales la mitad eran para la “empleada de cabina”. La venta de preservativos era una ganancia para ellas, algo así como la dulcería de las salas de cine.  

Era prácticamente un servicio a la comunidad, pensaba yo aliviado en mi conciencia, ya que llegamos a tener más de 30 clientes al día distribuidas entre las 6 trabajadoras.

Los hoteles eran para amantes de largo aliento. La cabina del cibercafé, en cambio, servía solo para saciar una curiosidad sin perder la sensación de riesgo y peligro.

"En esta vida, todo es justificable", me enseñaron en la facultad de leyes. Habilité diferentes cabinas porque cada conversación requería su propia privacidad, incluso las conversaciones familiares. Se instalaron cámaras web para todas las computadoras porque los nuevos homo videns somos seres visuales, y se amplió el horario las veinticuatro horas porque en una sociedad global hay que estar interconectados y sensibles a los dos tos husos horarios. ¡Lo mismo podías encuerarte ante alguien en Tailandia, Fiji, como en Nueva York!

Además, todos estos gastos de inversión eran perfectamente deducibles de impuestos ante la secretaría de Administración Tributaria.  Mientras tanto, mi tesis seguía en stand by, pero al menos me sentía en medio de la observación participante de una investigación que pretendía llevar hasta las últimas sin procrastinar.

Sabía tan bien lo que hacía, y estaba tan seguro de ello, que me empeñaba en los más mínimos detalles para cuidar la seguridad de los clientes y la discreción del negocio. Quizás los más importantes estaban relacionados con las estrategias para mitigar el ruido y el olor, pues el concentrado de aromas corporales comenzaba a delatar nuestra actividad.

Contraté a un empleado de limpieza confiable y discreto, que acudía inmediatamente a la salida del cliente para sanitizar el espacio dejado. Me había convertido en una conciencia raskolnikoviana, aludiendo al antihéroe de la novela de Dostoyevski.

Los techos altos del establecimiento ayudaban a dispersar el ruido, pero tuve que cuidar forrarlo con hulespuma. Habilité un sistema de sonido envolvente en todo el lugar que controlaba desde mi computadora matriz. Esa computadora era un sueño: tenía tarjeta de video, gráficos, el sueño de todo gamer. Era un sistema muy sofisticado. En unos meses dejó de tener aspecto de papelería para convertirse en un antro.

Hasta aquí todo pareciera muy sencillo. Pero no lo fue. Quizás lo más difícil fue adaptarse al estilo de vida noctámbulo. Mi ingesta de bebidas taurinas se incrementó al mil, pero la rutina de levantamiento de pesas me mantenía despierto y atento. La noche era el momento de mayor actividad.

Más de una vez algún cliente vivaracho trató de salirse con la suya, propasándose con algunas de las empleadas para ocupar más tiempo del debido, lo que me exigió poner a prueba esos bíceps que llevaba trabajando por las madrugadas.

Por el tipo de servicio que ofrecíamos pensé en cambiarle el nombre a "Despacho jurídico Ferguson y Asociados", pues mis trabajadoras se dedicaban a “despachar” las pasiones de los usuarios, si es que cabe la comparación retórica. No obstante, el Sputnik mutó su nombre hacia uno más comercial y atrayente para nuestro nicho: Ciberia. Sobrio, discreto y glacial.

Llegaron todo tipo de clientes: jóvenes, adultes y hasta ancianes. Personas solitarias con semblante triste, ansiosos, románticos. Era impresionante cómo en cuestión de minutos todos salían contentos, satisfechos y hasta se llevaban un refresco o un dulce para el camino de vuelta. Muchos se hicieron tan frecuentes que, sin buscarlo, pronto nos convertimos en una comunidad.

La única condición era que nada de homosexuales. Sin embargo, con el tiempo tuve que liberarme de mis prejuicios, pues además de ser políticamente incorrecto, me podía perder de un gran nicho de mercado. Es así como la plaza grande del centro histórico quedó libre de prostitución. Los gigolós, un montón de migrantes salvadoreños, llevaban a sus clientes a los cubículos del cíber y con ello obtenían algún ingreso para sostenerse en su tránsito por el país. Este intercambio cultural no le pareció a mucha gente, quienes comenzaron a manifestar su inconformidad conmigo. Tuve entonces que fijar horarios y asignar un cubículo particular para ellos, de manera que fuera lo más discreto posible.

Después todo fue bien. Con los ingresos que recibía hasta le pagué a un amigo para que redactara mi tesis. Después de entregarla pasó todos los requisitos académicos y pude meterla a dictamen. El tema: cambios estructurales del sistema penal ruso a partir de la disolución de la Unión Soviética.

El ciber seguía funcionando por las mañanas sacando copias de seguro social, manteniendo su imagen de un establecimiento efectivo, aunque por las noches fuera el mero culto a Eros.

Al tiempo, hasta ofrecí una taquiza. Bajé las cortinas metálicas y bebimos, bailamos salsa, fumamos yerba, comimos... Éramos una fraternidad que operaba bajo los márgenes de la ley, a pesar de que ya estaba en trámites para darles seguro social a mis trabajadores.

No teníamos que rendir cuentas a nadie, ni a la misma policía, que brillaba por su ausencia. Hasta entonces…

Como cada año, Alonzo Masa acudió a mi establecimiento para imprimir su proyecto. El chavo era un artista entusiasta que aspiraba a recibir los fondos públicos de una convocatoria que la Dirección de Cultura brindaba anualmente, y por la cercanía de dicha dirección con mi negocio, nos prefería entre muchos otros cibercafés.

El chico era receloso con su información, pues siempre exigía que se borrara toda evidencia de su trabajo en mi computadora. No obstante, tras años de hacerlo, supongo que me tomó confianza y su visita anual se convertía en una especie de encuentro ritual. Le organizaba los distintos juegos de impresión, le hacía un engargolado con arillos metálicos, y en general me ocupaba de contribuir a la buena presentación del trabajo. Se entabló entonces entre nosotros cierta camaradería.

Entró con prisa, como era habitual. Su asombro fue grande al dirigirse al mostrador. Bajé el volumen del sonido ambiente para platicar con él. Tenía a dos clientes esperando una cabina, así que con un ademán les pedí que me permitieran atender a mi amigo.

—No mames, ¿qué pasó aquí? Pensé que se había traspasado el negocio.

—Ya ves, le invertí una lana.

—¡Con tal derroche hasta me hubieras prestado algo a mí! Mínimo para pintarte un mural chido.

—No estaría mal. ¿Cómo va tu obra?

—De la chingada, poco trabajo. Pero el proyecto que voy a entregar este año agüevo gana, vas a ver… Pero tú chitón.

—Como la tumba de un sordo, camarada.

Me entregó su USB como si me encargara las perlas de la corona. Le imprimí y engargolé tres juegos del documento, que embolsé y dejé listos para entregar. Alonzo los tomó, ojió y asintió en un gesto de aprobación.

—Me voy corriendo, que si no, no alcanzo a que me reciban.

—Ya estás. Suerte, carnal.

Alonzo se fue, y entonces acomodé en sus cabinas a los respectivos clientes, quienes ya lucían ansiosos por desfogarse.

Sin embargo, Alonzo regresó corriendo. Por las prisas, al güey se le había olvidado su USB, y encima, la impresión de un documento. Así que me pidió una isla, pero todas estaban ocupadas.

—¿Todas? ¿Cómo va a ser?

Quiso asomar para comprobarlo, pero le sugerí que fuera a otro ciber.

—Eso está muy raro. Pero no hay pedo. Espero.

Durante su espera salieron de sus cabinas algunos clientes, acompañadas de las guapas empleadas, lo que llamó la atención de Alonso, quien buscaba mi mirada cómplice para morbosear a las chicas. No sé por qué entonces me sentí nervioso. No tenía ánimos de revelarle el giro del negocio a mi amigo, pues me repugnaba la idea de invitarlo a participar en él. Además, ¿por qué había tantos clientes para ser apenas las once de la mañana? Esa era una circunstancia muy especial.

Le asigné entonces una computadora, después de su respectivo aseo.  A los dos minutos, escuché su quejido.

—¡Me lleva la chingada! —dijo.

Su memoria usb había resultado infectada con un virus troyano y perdió el documento escrito, del cual dijo no tener respaldo. Pendejo. Pero más pendejo yo que había olvidado por completo la actualización del firewall y el antivirus.

Me hizo un pancho. Su neurosis se había desatado. Durante su protesta, llena de injurias e histrionismo, encontró a Solange, quien recién salía de un servicio de desfogue. El arrebato de silencio fue abrupto.

—¿Solecito? ¿Qué haces aquí? ¿Quién es este cabrón?

—Estábamos haciendo un trabajo de la escuela —respondió Solange, disimulando su sonrisa pícara.

Alonzo recorrió con la vista cada detalle que confirmaban lo obvio: las cabinas, las minifaldas, el exceso de clientela, y como en una anagnórisis, sintió una efervescencia dentro de sí.

—Cómo no, ¡seguro andas de puta!

La frase resonó al interior del local y suspendió a todos los presentes en un silencio hueco. Solange, quien mantenía una pose de contención, descompuso el gesto y respondió:

—Pues si, puta, ¡y a mucha honra! Además, tú ya ni eres mi novio, imbécil.

El muy ardido de Alonzo llamó a emergencias y dio el pitazo, levantó su denuncia y se dio por aludido. El muy mezquino todavía se despidió de mí y fue a entregar su proyecto, confiado de que esta vez sí saldría beneficiario. Al rato sonaron las sirenas y llegó una redada policíaca, por supuesto, sin una orden de cateo. Cerdos. Los policías desalojaron a mis empleados con lujo de violencia. Jamás había querido tratar con ellos pues habría caído en la jerga del hampa. 

—Si le ponen una mano encima, no respondo. Además, tengo cámaras en todos lados —dije con mi tono más severo.

Dudé incluso en sacar el rifle Kalashnikov que escondía para casos de emergencia, el cual había conseguido en la deep web con un proveedor local, pero habría sido un escándalo, tratándose en el peor de los casos de un simple intento de mordida. Así que opté por otro tipo de arma.

—¿Dónde está su orden de cateo?

—No la necesitamos. Usted coopere y todo será más fácil.

—Según la ley, su deber es informarme el motivo.

—Nos llegó una llamada anónima reportando casos de prostitución y secuestro. ¿Tiene algo qué decir?

—Si aquí no hay prostitución, señor. Mi establecimiento es el punto de reunión de una comunidad de amigos.   

Traté de negociar con el comandante Cházaro, aplicando mi colmillo jurídico, pero no resulté muy bueno para litigar.

¿La justificación? Permiso de uso de suelo erróneo, así como la licencia de funcionamiento vencido. Todo perfectamente documentado en las actas del ayuntamiento. Además, querían echarme a Salubridad ante los fluidos encontrados en las cabinas.

Intentaba yo defender lo indefendible, y encima, el comandante me sermoneó.

—¿Quieres que te procesemos por trata de blancas? Sabemos bien lo que haces con estas muchachas. Luego quisiste quedarte con el pastel completo y no convidaste. Así que te chingaste.

Nadie terminó detenido, pero por ponerme rudo, la redada policíaca acabó en monitores rotos y el decomiso de supuesto material pornográfico encontrado en las cabinas. Oportunamente no pudieron entrar a mi sistema, que tenía yo bien resguardado. Eso sí hubiera sido comprometedor.

El sexo es tan poderoso que bajo malos tratamientos se vuelve un monstruo incontenible. Es por eso que el cíber no volvió a operar nunca más. Su local quedó clausurado y sujeto a investigación permanente. Por su lado, Solange y sus amigas fueron reubicadas a diversas casas de citas clandestinas, pero bien conocidas en los barrios aledaños.

Tras el escándalo, el Ayuntamiento colocó internet gratuito y público en toda la plaza grande y alrededores.

Yo, por mi parte, después de mi fracaso laboral comencé de nuevo la tesis, esta vez sobre los derechos laborales de los y las trabajadoras sexuales de acuerdo a un caso comparativo con Holanda, país de primer mundo. Me llevé una gran sorpresa al encontrar en la web distintos testimonios que nutrían mi investigación. El internet cambió mi vida.