''Lector compulsivo'' de Ramiro Rodríguez
El lector llega al cuarto que lo espera con la puerta abierta de par en par. Después de un día en la oficina, entre impertinencias de gente ordinaria que no tiene asuntos mejores qué tratar, el hombre piensa recuperar los buenos propósitos que se perdieron en discusiones con clientes necios. En el cuarto hay un ambiente de paz que no se encuentra en ninguna otra parte. Las letras flotan en el ambiente como moléculas benignas para el organismo contaminado por la ciudad y la gente. Un estornudo aparece como presagio de una gripe de historias ajenas que están por venir. Por un momento suspira, exhala un aliento contenido durante horas fuera de su estancia. Imaginar los universos frente a él es asomarse a otra forma de ser humano. Sólo tiene que dar un paso para romper la distancia interpuesta.
Es saludable escaparse del ambiente cotidiano de vez en cuando. Irse de la realidad para entrar en otras realidades que son ajenas, pero mías, a la vez.
El lector cuenta con estantes donde yacen historias absurdas e increíbles; es decir, historias reales. Cada libro tiene voz propia, olor incomparable. Levantan sus portadas con júbilo para atrapar la atención del lector. Desean que los elija entre cientos de ejemplares para sentir la suavidad de manos que acaricien sus cubiertas. Sensación extraña, pero confortante, en su bibliográfica existencia.
Vamos a ver, vamos a ver. Un poco de gimnasia para las neuronas vendrá bien. ¿García Márquez? No. Ya está muy leído. Ya me sé los Cien años… de memoria. Es muy ingenioso, pero es un cuate mentiroso. ¡Ja, la peste del insomnio! ¡Vaya tipo! Noticia de un secuestro… Malas noticias, ¿para qué más tragedias? Tener que lidiar con mi realidad en la oficina es ya suficiente. Fuentes… ¡Uf! Un poco descriptivo, Carlitos. Aura… También la sé de memoria. Gringo viejo, muy desértico, muy revolución… Las buenas conciencias, ¡ah, hermoso Guanajuato! No. Algo que me levante del asiento en un arrebato que perdure hasta el mes que entra.
El lector pasa su vista por los lomos de libros que lo hunden en espacios desconocidos. Mientras elige, entabla conversación con el autor. Si alguien lo escuchara diría que padece esquizofrenia o algún otro desequilibrio. Le da por hablar solo. Desliza sus dedos sobre las letras de nombres y títulos. No hay nada más apasionante que las páginas de un buen libro.
¡Ah, qué mi cuate Rulfo! Bien chingón y con sólo dos libros. No tuvo que quemarse el cerebro para pasar a la inmortalidad. Las llamas del llano fueron suficientes. ¿Vargas Llosa? “Este pelado es un majadero, yo no sé cómo puede ocupar el espacio que merecen verdaderos artistas”, dijo Celia después de leer Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto. Estoy seguro de que no botó los libros hasta vaciar su contenido. Mario logró su propósito de ser leído y no olvidado en almacenes de casas editoriales. No, no es un majadero. Es un poco cabrón, nada más.
El lector continúa su labor en silencio. Con minuciosidad de hombre paciente ante la elección del platillo en un menú variado, escudriña cada ejemplar recordando ocasiones anteriores. Reconoce ambientes, evoca aromas que alguna vez llegaron a través de las palabras hasta su espacio personal. Pero hoy no siente ánimo de intimar con Carpentier, Borges o Sábato. Nada de reinos de estos mundos ni jardines con senderos bifurcados ni extraños túneles. El lector reflexiona sobre la necesidad de algo más esta ocasión.
¡Ah, este cuate es grande entre grandes! Una reverencia ante el color de su nombre. Asturias… Premio Nobel de Literatura… El Señor Presidente… Guatemala escapa del anonimato literario en el que estuvo durante siglos. José Revueltas… Arreola, –no lo conocía–… La España postfranco de Juan Marsé… Orlando Ortiz; Ortiz es un tipazo; maestro de crítica constructiva. De lujo. Bueno, hasta lo conozco y alguna vez me escribió una carta.
El lector llega a un espacio olvidado por amnesia, casi oculto en ese universo de voces lánguidas y de imágenes extrañas. Entonces comprende el motivo de su inquietud esa tarde. Hoy no quiere nada con literatura fálica. Es decir, nada de Puig ni Paz ni Spota. Esta ocasión debe ser destinada para la lectura de perspectivas más acogedoras y sobrecogedoras.
¡Mira qué banquete te espera, cabrón traga–libros, ratón de biblioteca! Bueno. Eso de banquete suena a abundancia, a gula ante la exquisitez de la vasta cocina. Lamento admitir que será una cena frugal, ya que la cantidad de platillos es reducida, por decirlo de algún modo. Por ahora dotemos de vida a aquello de que “no importa la cantidad, sino la calidad”. Y aquí la buena cocina hace acto de presencia. Me voy a chupar los dedos, de esto sí estoy seguro.
Los ojos del lector se desorbitan conforme va leyendo títulos que sugieren situaciones inesperadas. La lujuria aparece en sus ojos. No puede evitar el abrazo del aislamiento dentro de su cuarto de libros.
Pero mira nada más lo que dice aquí: Arráncame la vida… Te arranco lo que quieras, mamacita. Sólo dime cómo quieres que lo haga: a mordidas, a besos, con manos, con piernas o con lo que tú quieras. Ninguna eternidad como la mía… Puedo ser tu eternidad, aunque sea por un breve instante, o varios breves instantes, o miles de breves instantes —¿cuánto tiempo es un instante? Júrame que te casaste virgen… ¡Ah, vamos! Título que sugiere más que un puñado de letras. Íntimas suculencias… Yo me pregunto, ¿qué se pretende con estos títulos? ¿Enloquecer a los que portamos un asta por naturaleza? De noche vienes… o de día. Me voy a donde quieras.
El lector se estremece como adolescente, empieza a sudar de manera copiosa, aun con la frescura del ambiente, reclina su cabeza hacia atrás para cerrar los ojos. Se reajusta la entrepierna sin comprender por qué ocurre lo que le ocurre. Bueno, en realidad sí lo comprende. La soledad a la que Celia De la Rosa lo avienta con la amenaza de que “tenemos que esperar”, origina accidentes ineludibles e inaplazables. En muchas ocasiones ha intentado dominar la situación y conseguirlo, pero termina colocando llave a la puerta del baño de su casa para sumergirse en su egoísmo humano.
Eso que aún no empiezo a leerlos. Estos títulos acarician las lenguas del sexo. ¿O será mi subconsciente que quiere relacionarlo todo con el sexo? Demasiado amor… Aquí hay mucho, pero mucho amor. Las edades de Lulú… Bueno. Esto suena menos perturbador. Algo así como un cuento para niños. Veamos qué hay dentro.
El lector coge entre sus manos la novela de Almudena Grandes, premiada en el Certamen Literario “La sonrisa vertical”. La niña en la portada reafirma su especulación sobre el contenido. Tal vez sea un relato tranquilo que controle el arrebato por los títulos anteriores. Abre el libro en una página arbitraria:
“Entonces me penetró, lentamente pero con decisión, sin detenerse”.
¡Ah caray! ¡Quién lo diría! Imaginé que sólo era yo quien piensa en sexo. Debí haber supuesto que no soy el único que tiene libertad de pensamiento. Las escritoras han tomado muy en serio las características temáticas de la época. Es mejor cerrar este libro caliente antes de que aparezcan tragedias. Si no lo hago, tardaré horas en salir de aquí. Pero no leyendo ni formulando mi mejor crítica literaria, sino… más bien… ¡Lo más seguro es que quién sabe!
El lector vuelve su atención a un título que sugiere temas de familia, menos perturbador que el tomo inspeccionado antes. Después de retirarlo del estante, percibe el nombre que acompaña al título en la portada: Rosario Castellanos. De inmediato evoca algunos libros ya leídos de la misma autora: los cuentos de Ciudad Real y las novelas Rito de iniciación y Oficio de tinieblas.
Álbum de familia… Esto parece perfecto para la ocasión. La calentura que me han dejado los títulos anteriores se verá sofocada con temas familiares. Es mejor así. Si me dedico a leer Las edades de Lulú tendré que echarme un baño de agua fría. Sí porque eso de andar persiguiendo putas en las calles del centro de la ciudad, y en estos tiempos, está cabrón. Y Celia que quiere esperar hasta que nos casemos porque así lo exige la tradición, ¡me lleva la que me trajo!
El lector se sienta en el sillón con el libro entre sus manos. No puede evitar que la imagen de Celia De la Rosa llegue para trastornar su sensualidad: labios para comérselos, piel suave como el durazno, senos que desconoce aún pero que imagina con nitidez, después de roces “accidentales” y otros elementos que también desconoce pero que, de la misma forma, imagina. Álbum de familia parece hablarle para que se olvide del ardor que lo atormenta. Abre el libro, lo hojea tratando de olvidarse de asuntos perturbadores. Luego ojea el índice. Comprueba que se trata de una colección de cuatro relatos.
“Lección de cocina”. Bueno, parece un cubo de agua fría. Justo lo que necesito en estos momentos. “Domingo”, “Cabecita blanca” y “Álbum de familia”, como el título de la colección. Pues estos títulos sugieren espacios cotidianos: papá o mamá y el resto de la familia. ¡Vaya! Para mis intereses convencionales resultaría aburrido, pero para mis necesidades actuales es lo más confortante.
El lector se vuelve al inicio del libro. Empieza la lectura en “Lección de cocina”. Digiere líneas completas con avidez. Le urge internarse en los espacios de un buen libro. Hasta parece cierto el efecto de agua fría que ha resultado ser el relato que lee. Después de unos minutos, su respiración recupera el ritmo normal y parece penetrar en un lago de aguas tranquilas. Dentro del mundo interior que es la imaginación, construye una representación fotográfica del espacio físico descrito en el cuento de Rosario Castellanos: entra por una puerta hacia la blancura de una cocina convencional, donde un personaje femenino se dispone a preparar la comida. Se coloca frente a la protagonista para observar con detenimiento judicial sus movimientos, sus gestos menos intencionados, explorar sus pensamientos durante la maniobra casi ritual de múltiples utensilios propios para la preparación de los alimentos.
¡Vaya mujer! Clásica ama de casa: dispuesta, modosita, sumisa, ejemplar para cualquier mujer que aspira a la decencia. Rosario Castellanos ha creado una abnegada esposa que espera con paciencia anticuada la llegada del marido, el beso de compromiso, el silencio en la mesa y ser testigo del rito de tragar –en su connotación incorrecta– los sagrados alimentos en compañía mutua.
El lector detiene su lectura. Vuelve los ojos hacia la ventana entreabierta, como buscando algún invasor que atisba por las cortinas. Lo invade una sensación de ser observado en la clandestinidad, mientras viaja por senderos, conducido por la mano de la narradora. Al través de la ventana, sólo los rayos del sol que dice adiós. La puerta permanece cerrada en complicidad. Nadie lo vigila, según él, pero no se percata que hay cientos de ojos pequeños en los libros que lo rodean en silencio. Se sonríe. La erección inicia una vez más.
¡Cómo insisten en el mismo tema, con un carajo! Hasta en la cocina se encuentra uno situaciones sexuales. Aun en un pedazo de carne sobre el comal está el sexo. La carne roja trae remembranzas del acto sexual entre la mujer de la cocina y su marido. Bueno. Tendré que sacrificarme, ¿qué le voy a hacer? Ya estaba predestinado este encuentro. Tendré que amar a Rosario. Pero no será suficiente, no. Ya me conozco. Tendré que continuar después con Ángeles Mastretta para arrancarle la vida y ser su eternidad. ¡Ay, Beatriz Escalante virgen! Luego con Laura Esquivel para conocer sus Íntimas suculencias, vendré de noche a donde se encuentra Elena Poniatowska que lleva tiempo esperándome, reinventaré a la Lulú creada por Almudena Grandes. Todas serán mías como nunca fueron de alguien. En todas encontraré el alimento que me lleve a caer en brazos del cansancio. Una y otra vez, aunque la compulsión aparezca en mi lectura, aunque tú pienses que soy un lector compulsivo.
De Sin oficio ni beneficio (2012)
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