El lector llega al cuarto que lo espera con la puerta
abierta de par en par. Después de un día en la oficina, entre impertinencias de
gente ordinaria que no tiene asuntos mejores qué tratar, el hombre piensa
recuperar los buenos propósitos que se perdieron en discusiones con clientes
necios. En el cuarto hay un ambiente de paz que no se encuentra en ninguna otra
parte. Las letras flotan en el ambiente como moléculas benignas para el
organismo contaminado por la ciudad y la gente. Un estornudo aparece como presagio
de una gripe de historias ajenas que están por venir. Por un momento suspira,
exhala un aliento contenido durante horas fuera de su estancia. Imaginar los
universos frente a él es asomarse a otra forma de ser humano. Sólo tiene que
dar un paso para romper la distancia interpuesta.
Es
saludable escaparse del ambiente cotidiano de vez en cuando. Irse de la
realidad para entrar en otras realidades que son ajenas, pero mías, a la vez.
El lector cuenta con estantes donde
yacen historias absurdas e increíbles; es decir, historias reales. Cada libro
tiene voz propia, olor incomparable. Levantan sus portadas con júbilo para
atrapar la atención del lector. Desean que los elija entre cientos de
ejemplares para sentir la suavidad de manos que acaricien sus cubiertas.
Sensación extraña, pero confortante, en su bibliográfica existencia.
Vamos
a ver, vamos a ver. Un poco de gimnasia para las neuronas vendrá bien. ¿García
Márquez? No. Ya está muy leído. Ya me sé los Cien
años… de memoria. Es muy ingenioso, pero
es un cuate mentiroso. ¡Ja, la peste del insomnio! ¡Vaya tipo! Noticia de
un secuestro… Malas noticias, ¿para qué
más tragedias? Tener que lidiar con mi realidad en la oficina es ya suficiente.
Fuentes… ¡Uf! Un poco descriptivo, Carlitos. Aura… También la sé de memoria. Gringo viejo, muy desértico, muy revolución… Las buenas conciencias, ¡ah, hermoso Guanajuato! No. Algo que me
levante del asiento en un arrebato que perdure hasta el mes que entra.
El lector pasa su vista por los lomos
de libros que lo hunden en espacios desconocidos. Mientras elige, entabla
conversación con el autor. Si alguien lo escuchara diría que padece
esquizofrenia o algún otro desequilibrio. Le da por hablar solo. Desliza sus
dedos sobre las letras de nombres y títulos. No hay nada más apasionante que
las páginas de un buen libro.
¡Ah,
qué mi cuate Rulfo! Bien chingón y con sólo dos libros. No tuvo que quemarse el
cerebro para pasar a la inmortalidad. Las llamas del llano fueron suficientes.
¿Vargas Llosa? “Este pelado es un majadero, yo no sé cómo puede ocupar el
espacio que merecen verdaderos artistas”, dijo Celia después de leer Elogio de la madrastra y Los
cuadernos de don Rigoberto. Estoy seguro
de que no botó los libros hasta vaciar su contenido. Mario logró su propósito
de ser leído y no olvidado en almacenes de casas editoriales. No, no es un
majadero. Es un poco cabrón, nada más.
El lector continúa su labor en
silencio. Con minuciosidad de hombre paciente ante la elección del platillo en
un menú variado, escudriña cada ejemplar recordando ocasiones anteriores.
Reconoce ambientes, evoca aromas que alguna vez llegaron a través de las
palabras hasta su espacio personal. Pero hoy no siente ánimo de intimar con
Carpentier, Borges o Sábato. Nada de reinos de estos mundos ni jardines con
senderos bifurcados ni extraños túneles. El lector reflexiona sobre la
necesidad de algo más esta ocasión.
¡Ah,
este cuate es grande entre grandes! Una reverencia ante el color de su nombre.
Asturias… Premio Nobel de Literatura… El Señor
Presidente… Guatemala escapa del
anonimato literario en el que estuvo durante siglos. José Revueltas… Arreola,
–no lo conocía–… La España postfranco de Juan Marsé… Orlando Ortiz; Ortiz es un
tipazo; maestro de crítica constructiva. De lujo. Bueno, hasta lo conozco y alguna
vez me escribió una carta.
El lector llega a un espacio olvidado
por amnesia, casi oculto en ese universo de voces lánguidas y de imágenes
extrañas. Entonces comprende el motivo de su inquietud esa tarde. Hoy no quiere
nada con literatura fálica. Es decir, nada de Puig ni Paz ni Spota. Esta
ocasión debe ser destinada para la lectura de perspectivas más acogedoras y
sobrecogedoras.
¡Mira
qué banquete te espera, cabrón traga–libros, ratón de biblioteca! Bueno. Eso de
banquete suena a abundancia, a gula ante la exquisitez de la vasta cocina.
Lamento admitir que será una cena frugal, ya que la cantidad de platillos es
reducida, por decirlo de algún modo. Por ahora dotemos de vida a aquello de que
“no importa la cantidad, sino la calidad”. Y aquí la buena cocina hace acto de
presencia. Me voy a chupar los dedos, de esto sí estoy seguro.
Los ojos del lector se desorbitan
conforme va leyendo títulos que sugieren situaciones inesperadas. La lujuria
aparece en sus ojos. No puede evitar el abrazo del aislamiento dentro de su
cuarto de libros.
Pero
mira nada más lo que dice aquí: Arráncame la vida… Te arranco lo que quieras, mamacita. Sólo
dime cómo quieres que lo haga: a mordidas, a besos, con manos, con piernas o
con lo que tú quieras. Ninguna eternidad como la mía… Puedo ser tu eternidad, aunque sea por un breve instante, o varios
breves instantes, o miles de breves instantes —¿cuánto tiempo es un instante? Júrame
que te casaste virgen… ¡Ah, vamos! Título
que sugiere más que un puñado de letras. Íntimas suculencias… Yo me pregunto, ¿qué se pretende con estos
títulos? ¿Enloquecer a los que portamos un asta por naturaleza? De noche
vienes… o de día. Me voy a donde quieras.
El lector se estremece como
adolescente, empieza a sudar de manera copiosa, aun con la frescura del
ambiente, reclina su cabeza hacia atrás para cerrar los ojos. Se reajusta la
entrepierna sin comprender por qué ocurre lo que le ocurre. Bueno, en realidad
sí lo comprende. La soledad a la que Celia De la Rosa lo avienta con la amenaza
de que “tenemos que esperar”, origina accidentes ineludibles e inaplazables. En
muchas ocasiones ha intentado dominar la situación y conseguirlo, pero termina
colocando llave a la puerta del baño de su casa para sumergirse en su egoísmo
humano.
Eso
que aún no empiezo a leerlos. Estos títulos acarician las lenguas del sexo. ¿O
será mi subconsciente que quiere relacionarlo todo con el sexo? Demasiado amor… Aquí hay mucho,
pero mucho amor. Las edades de Lulú…
Bueno. Esto suena menos perturbador. Algo así como un cuento para niños. Veamos
qué hay dentro.
El lector coge entre sus manos la
novela de Almudena Grandes, premiada en el Certamen Literario “La sonrisa
vertical”. La niña en la portada reafirma su especulación sobre el contenido.
Tal vez sea un relato tranquilo que controle el arrebato por los títulos
anteriores. Abre el libro en una página arbitraria:
“Entonces me penetró, lentamente pero
con decisión, sin detenerse”.
¡Ah
caray! ¡Quién lo diría! Imaginé que sólo era yo quien piensa en sexo. Debí
haber supuesto que no soy el único que tiene libertad de pensamiento. Las
escritoras han tomado muy en serio las características temáticas de la época.
Es mejor cerrar este libro caliente antes de que aparezcan tragedias. Si no lo
hago, tardaré horas en salir de aquí. Pero no leyendo ni formulando mi mejor
crítica literaria, sino… más bien… ¡Lo más seguro es que quién sabe!
El lector vuelve su atención a un
título que sugiere temas de familia, menos perturbador que el tomo
inspeccionado antes. Después de retirarlo del estante, percibe el nombre que
acompaña al título en la portada: Rosario Castellanos. De inmediato evoca
algunos libros ya leídos de la misma autora: los cuentos de Ciudad Real y las novelas Rito de iniciación y Oficio de tinieblas.
Álbum de familia… Esto parece perfecto para la ocasión. La calentura que me han dejado
los títulos anteriores se verá sofocada con temas familiares. Es mejor así. Si
me dedico a leer Las edades de Lulú
tendré que echarme un baño de agua fría. Sí porque eso de andar persiguiendo
putas en las calles del centro de la ciudad, y en estos tiempos, está cabrón. Y
Celia que quiere esperar hasta que nos casemos porque así lo exige la
tradición, ¡me lleva la que me trajo!
El lector se sienta en el sillón con el
libro entre sus manos. No puede evitar que la imagen de Celia De la Rosa llegue
para trastornar su sensualidad: labios para comérselos, piel suave como el
durazno, senos que desconoce aún pero que imagina con nitidez, después de roces
“accidentales” y otros elementos que también desconoce pero que, de la misma
forma, imagina. Álbum de familia
parece hablarle para que se olvide del ardor que lo atormenta. Abre el libro,
lo hojea tratando de olvidarse de asuntos perturbadores. Luego ojea el índice.
Comprueba que se trata de una colección de cuatro relatos.
“Lección
de cocina”. Bueno, parece un cubo de agua fría. Justo lo que necesito en estos
momentos. “Domingo”, “Cabecita blanca” y “Álbum de familia”, como el título de
la colección. Pues estos títulos sugieren espacios cotidianos: papá o mamá y el
resto de la familia. ¡Vaya! Para mis intereses convencionales resultaría
aburrido, pero para mis necesidades actuales es lo más confortante.
El lector se vuelve al inicio del
libro. Empieza la lectura en “Lección de cocina”. Digiere líneas completas con
avidez. Le urge internarse en los espacios de un buen libro. Hasta parece
cierto el efecto de agua fría que ha resultado ser el relato que lee. Después
de unos minutos, su respiración recupera el ritmo normal y parece penetrar en
un lago de aguas tranquilas. Dentro del mundo interior que es la imaginación,
construye una representación fotográfica del espacio físico descrito en el
cuento de Rosario Castellanos: entra por una puerta hacia la blancura de una
cocina convencional, donde un personaje femenino se dispone a preparar la
comida. Se coloca frente a la protagonista para observar con detenimiento
judicial sus movimientos, sus gestos menos intencionados, explorar sus
pensamientos durante la maniobra casi ritual de múltiples utensilios propios
para la preparación de los alimentos.
¡Vaya
mujer! Clásica ama de casa: dispuesta, modosita, sumisa, ejemplar para
cualquier mujer que aspira a la decencia. Rosario Castellanos ha creado una
abnegada esposa que espera con paciencia anticuada la llegada del marido, el
beso de compromiso, el silencio en la mesa y ser testigo del rito de tragar –en
su connotación incorrecta– los sagrados alimentos en compañía mutua.
El lector detiene su lectura. Vuelve
los ojos hacia la ventana entreabierta, como buscando algún invasor que atisba por
las cortinas. Lo invade una sensación de ser observado en la clandestinidad,
mientras viaja por senderos, conducido por la mano de la narradora. Al través
de la ventana, sólo los rayos del sol que dice adiós. La puerta permanece
cerrada en complicidad. Nadie lo vigila, según él, pero no se percata que hay
cientos de ojos pequeños en los libros que lo rodean en silencio. Se sonríe. La
erección inicia una vez más.
¡Cómo
insisten en el mismo tema, con un carajo! Hasta en la cocina se encuentra uno
situaciones sexuales. Aun en un pedazo de carne sobre el comal está el sexo. La
carne roja trae remembranzas del acto sexual entre la mujer de la cocina y su
marido. Bueno. Tendré que sacrificarme, ¿qué le voy a hacer? Ya estaba
predestinado este encuentro. Tendré que amar a Rosario. Pero no será
suficiente, no. Ya me conozco. Tendré que continuar después con Ángeles
Mastretta para arrancarle la vida y ser su eternidad. ¡Ay, Beatriz Escalante
virgen! Luego con Laura Esquivel para conocer sus Íntimas
suculencias, vendré de noche a donde se
encuentra Elena Poniatowska que lleva tiempo esperándome, reinventaré a la Lulú
creada por Almudena Grandes. Todas serán mías como nunca fueron de alguien. En
todas encontraré el alimento que me lleve a caer en brazos del cansancio. Una y
otra vez, aunque la compulsión aparezca en mi lectura, aunque tú pienses que soy un lector compulsivo.
De
Sin oficio ni beneficio (2012)