miércoles, 11 de junio de 2025

''Repaso de la niña'' ® Alejandro Zapata


La parte inferior le dio más lidias: ninguna de las poses del modelo le gustaba; tuvo que haber sido porque en todas la sorprendía un intenso centelleo de lubricidad.

—Más así —le ordenaba—. No; más allá, como dando un paso.

Tampoco.

Sus instrucciones confundían al modelo; pero él comprendía la condición de principiante de la retratista: se dejaba llevar, se dejaba decidir: el lienzo se remojaba y el pincel lo sustraía...

Corriéndose un poco, obediente, palpitaba su miembro, imposible de controlar —pues aceptó a condición de tener también algo para el ojo—, le seguía las órdenes de la niña, mandona temprana, con la que estaba muy a gusto: nadie los interrumpiría esa noche: cerraron con llave la puerta y se alumbraban con una linterna, la que iluminaba su babosa excreción, que caía cual gota de aceite a la madera del aposento.

—No se mueva, quédese así, don...

«Sin dones», le palpitó a él: los dones se le amancebaban ahí, en la lanza, y ella lo contenía todo en los ciegos azares del altar donde no se le escapaban los pelos crespos cerrando la blancura de sus entrepiernas flácidas, blancas a lo inane, de ahogado: «Le hago los contornos al lienzo —circula los capilares— y tengo sus piernas», pensó la niña; una profesional, si es debido aplicar el término a una principiante: sus pensamientos se circunscribían a su arte, al modelado, a los saltarines gotereos, a la rara fabricación de pelo en tal lampiño, un testículo con cáncer.

—Demorate lo que querás —le reconvino don..., fulgurando sus dientes.

A la niña la desubicó la claridad apaciguada de los dientes con la cerradura de boca en el dibujo.

Y siguió redondeando la estrechez de las rodillas.

—Sostente ahí. Ya acabo.

—No acabes.

—Pues tengo.

Lo decía por concentración: se cansaba: el gabinete no era ancho, él se movía más de la cuenta, la linterna no le contribuía a adquirir color —blanca o más que él—, el lienzo a contraluz: creía lograr la huesuda ornamenta de reverendo: la cresta ilíaca punzando la carne desnuda y el fémur, consistente, a diferencia de los chorros de muslo gelatinosos, colgados allí a descuido, sostenidos contra la succión de la caída.

No tenía saco, ni medias largas, ni el reloj de oro ni las gafas redondas, aunque el estudio de la niña se detenía en la parte inferior, excluyendo los pies... Él aceptó, incluso sabiendo que el profesor de dibujo de la niña era su colega: puede que con la forma ladeada de su pene, el lagartoso recorrer de sus venas a la punta y la punta descorrida, calva, babosa, goteante, anímica, le dirían todo al profesor, que sabría de quién le hablaba el dibujo: del entrometido que ya había probado; que lo cambió por una aprendiz; o que lo compartiría...

 (Las consecuencias del dibujo en la relación de los tres, dado el caso de que suceda, no es asunto nuestro; se menciona y ya: el lector se encargará de atestar los vacíos.)

Que se desnudara por completo no la interrumpía: él estaba en su lugar de trabajo, en su oficina, y su campo de dominio abarcaba desde la puerta, los anaqueles, el sofá en cuero y sus fotografías colgadas en orden cronológico: que llegase a colgar este estudio, el que la niña dedicaba sus noches de descanso, poco la inspiraba a cumplir con esmero su tarea: con tal que el calificador le permita pasar a su alcoba, el don se podría despelucar frunciendo estómago, tensando la gomosa musculatura.

—Vuelva a dar el paso.

—Esperate que me encalambré... —se descolgó: su compostura apareció vieja, achacosa, y daban ganas de servirle sus pastillas de esa hora con un vaso de agua y otro, una caneca, donde escupiría sus gargajos contenidos—. ¿Cómo vamos?

—Pues bien diría yo.

—Mostrá.

—No se mueva: el profesor no deja mover a los modelos que porque desubica la psique.

—¿Y qué es la psique? —tanteó el viejo.

—La pintura.

—Ah ya...

—Frótese para que sigamos.

—Venga fróteme.

Fue un comentario sin quien lo recibiera: la niña no se movería de su puesto ni él del suyo: «¡Defender la psique!», las alentaba el profesor: sus clases eran estatuas pintando semiestatuas: pero los frotes del don no le corrían la psique: no a una «profesional».

—Se le cae.

—¿Y no lo retuvo?

—Estoy acostumbrada a que se sostengan.

—Y yo a que me muestren las dos y no una fruta desabrida.

La niña, sin dudarlo, y casi con rabia —era rabia mezclada con sentido del deber- se desembarazó de la tira de sus brasieres experimentales y se activó un pezón de una tocada con el dedo mojado.

—Que se le pare.

—Sí señora.

Ella se burlaba de él: el miembro quedó retratado: la huesamente, los flojos y los enrosques.

Apagó la linterna, apretada entre sus piernas, y deslumbró el charquito sedicioso, los dientes desamparados y la deshidratada descomposición del viejo: corrió a salvar el cuadro, a cubrir sus pechos y a salir en puntas: sus compañeros dormían mientras ella trabajaba.

 

Yarumito, octubre de 2023

 

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