domingo, 1 de junio de 2025

''Dispare'' ®Víctor Lowenstein


Me mira como si fuera a matarme. Obvio ¿no? Después de todo está usted apuntándome con su revólver.  Aquí desde el suelo donde me ha tumbado de un puñetazo lo veo rígido, parado sobre el asfalto de la ruta desierta y mirándome con odio, apretando los dientes.

  Déjeme decirle algo. Quiero contarle porqué llegamos a esto. Ahora me mira con cinismo y cree que trato de ganar tiempo. De acuerdo, véndame un poco. Estoy seguro de que se muere por saber. Sé que me va a matar y no puedo evitarlo. Hace meses que lo sé. Por supuesto que puede accionar el gatillo cuando usted quiera, pero si me escucha unos instantes le prometo que seré yo mismo el que culmine mi relato con la palabra que pondrá fin a mi vida; y esa palabra es dispare. Cuando la oiga de mi boca solo hágalo de una vez, pero antes escuche… Es que ¿sabe? A lo largo de mis años he llegado a la conclusión de que es muy necesario y diría imprescindible confesar ciertas verdades que nos pesan en la conciencia. Sacarlas de adentro para poder seguir viviendo. Aunque, como en mi caso, vaya a morir justo después de hacerlo.

   Creo que todo comenzó en el bar La Paz, la tarde del veinte de marzo de dos mil uno. Era un día cálido, yo estaba tomando una cerveza. Usted pasó del brazo de su señora por la vereda sin verme, y tras el cristal de la ventana yo me dediqué a observarlos.  Se pararon en la esquina de Córdoba y Pelliza a esperar un colectivo, que llegó a los diez minutos. Todo ese tiempo los estuve mirando.

    Lo que más me llamó la atención fue su mujer. Con el cabello rubio al viento se veía bella, pero muy bella. No se altere; sólo es un cumplido. Lo que me extrañaba de verdad era ver una chica tan agraciada de la mano de alguien como usted. Y no es que sea absolutamente feo, vea, pero está lejos de ser un galán de cine.

  Pero apenas se fue el colectivo, le juro que no paré de pensar en ustedes dos. Así pasaron los días y mi mente empezó a trabajar el tema, a intentar comprender porqué personas tan diferentes eligen andar juntas por la vida.

   Lo hablé con un amigo. Un hombre muy sabio. El me dijo que el amor es ciego, en la medida en que sólo sabemos ver algunas cosas en el otro. A veces nos enamoramos de una sonrisa que oculta otro tipo de fealdades menos destacadas; una nariz prominente o.…una mente retorcida. Pero el asunto me seguía dando vueltas en la cabeza.  Hasta que a comienzos del mes de abril un hecho fortuito vino a auxiliar mis inquietudes. Recordará que su esposa entró a trabajar como operaria en la fábrica de plásticos de la que soy supervisor general.  Lo vi como una oportunidad para comprender la disparidad de su relación con usted.

   De entrada, busqué su amistad. No fue difícil; fui el primero en ofrecerme para enseñarle algunas de las labores necesarias de aprender, como confeccionar bolsas de polietileno, manejar una de las máquinas inyectoras y cosas así. Trataba de mostrarme lo más amable posible, y ella, agradecida.  

     Bueno, usted sabe lo bella que es su mujer. Al conocerla, los otros supervisores intentaron algún tipo de avance, y no sólo ellos. Los empleados comunes y uno que otro técnico también estaban al acecho. Pero al saber de mi interés y debido a mi rango de supervisor general debían desistir en sus intenciones. Eso tendría que agradecérmelo, ya que la mantuve alejada de todos esos pájaros y por mi parte, nunca tuve un interés personal por ella. Aunque no me crea.

    Como le dije, mi propósito era dilucidar un vínculo que me resultaba ilógico. Un ser encantador como ella unido a un tipo desabrido y bastante fulero como usted se me hacía insostenible. Pero lo poco que ella hablaba sobre su hogar y su matrimonio me dejaba escasos datos para la reflexión.

   Y otros hechos puntuales llamaban mi atención.

   La extraordinaria belleza de su esposa se destacaba dentro de la sección en que ella desarrollaba su labor. Invariablemente, todos los hombres que entraban ahí se dirigían a ella para cualquier tipo de consulta, y las otras chicas rabiaban de envidia.  Esto le generó una situación difícil, por lo que vino llorando un mediodía a mi oficina a pedirme consejo.

    De inmediato la destiné a otra sección; embalajes, donde podía trabajar sola y sin molestias realizando tareas bastante simples. Procuré poner a su disposición todos los elementos que estuvieran a mi alcance para que se sintiera cómoda. Cada día le preguntaba si necesitaba algo más, y ella me aseguraba que estaba muy cómoda, y agradecía mi preocupación.  A partir de ahí nos hicimos más amigos. Supongo que me veía como un padre, por mi edad o porque soy hombre de buen corazón, me gusta ayudar o dar consejos a quienes me lo pidan.

   El hecho que precipitó su decisión de matarme ocurrió la tarde del veinte de junio, fíjese que paradoja. Tres meses exactos del inicio de una historia que mejor sería olvidar. Desquiciada, absurda historia.  Yo terminaba una porción de fugazza en la pizzería que está a cuadras de la fábrica, frente al barcito del sindicato; de pronto veo cruzando la calle a su mujer, que entra y viene directo hacia mí y se sienta a mi mesa. Con la confianza que le daba nuestra relación, casi de amistad,  toma un cigarrillo de mi paquete abierto junto al plato y se lo enciende.

  Sonreía, pero de manera extraña. Estaba melancólica. Sus ojos empezaron a lagrimear. Pidió una cerveza y dijo que tenía que hablar conmigo. Que yo era el tipo más bueno que conocía; que había sido tan servicial con ella, que no era ningún problema de trabajo pero que quería desahogarse con alguien, porque tenía cosas que le pesaban en su conciencia y tenía que contármelas, a mí, que era de su confianza, o reventaba. Le creí y me sentí dispuesto a escucharla.  Parecía realmente a punto de estallar, la cara colorada y esa sonrisa de fastidio, irónica. Yo también me ruboricé, lo confieso. Nunca pensé que de esa boquita bien pintada pudiesen salir semejantes indecencias.

  ¿Le pesa el arma? Téngame un poco más de paciencia. Casi termino.

 Comenzó a beber y a llorar, en silencio. Después del primer trago se animó y empezó a contarme todo. Tuvo que interrumpirse varias veces, como que le faltaba el aire, pero sí que tenía necesidad de hablar. Yo intenté parecer comprensivo, bajaba la vista de respetuoso que soy, pero igual debía ser muy difícil para ella. “ya no puedo caer más bajo” me dijo, y ahí me atreví a verle los ojos que brillaban de lágrimas y remordimiento. Le tomé la mano pero la apartó con brusquedad; “no merezco tu amistad” dijo, intentando levantarse. La retuve unos minutos más, procurando algunas palabras de consuelo que seguramente resultaron inútiles. No quiso que la llevara en mi auto. Aseguró que necesitaba caminar, que estaba muy aturdida. Me dio las gracias antes de salir.

  Apuré lo que quedaba de mi cerveza, pagué la cuenta y me retiré, chocando con mesas y sillas a mi paso. Afuera me quedé un rato parado, tratando de recobrarme.  Dejando el automóvil adonde estaba estacionado preferí caminar las veintipico de cuadras que me separaban de mi casa. Yo estaba también terriblemente aturdido.

  Al pasar los días fui comprendiendo las cosas.  Más de lo que hubiera querido.  Supe que estuvo toda esa tarde en el bar del sindicato esperando hasta verme entrar a la pizzería; si yo mismo la vi cruzar la calle desde ahí, ahora que lo recuerdo.

   Y entendí también que para una mujer, ser demasiado bella puede ser peligroso como un arma de doble filo. Todo el trabajito fino que yo creí estar haciendo en función de mi curiosidad era no más que una estúpida ilusión de mi parte, el trabajo lo fue haciendo ella conmigo en forma metódica y eficaz.

  Eligió tener su propia sección dentro de la fábrica, su propio infierno privado. Eligió ejercitar su refinadísima vanidad probando a todos y a cada uno de los hombres que incapaces de darle un no como respuesta, la iban dotando con la peor de las famas que puede acarrear una mujer.

  Hecha la macana sólo le quedó explotar su propio reviente, desafiando todas las miradas. Frente a todos, ya sin límites. Muy triste, realmente. No ha entendido esto último. No importa. ¿Puedo ponerme de pie? Bien, gracias. Así está mejor. Le agradezco su paciencia. Entienda que tenía que decírselo. Pero ya no tengo más nada que hablar. Ahora dispare.   

 

®Víctor Lowenstein 

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