Entrevista de trabajo ® Andrés de los Santos
Alfonso Armendáriz no acababa de decidirse.
Alfonso se hallaba sentado en la calurosa sala de espera. Desdobló las piernas y luego su currículum impreso para echarse un poco de aire.
Examinó discretamente a las tres personas que había en la sala, todos hombres más o menos de su misma edad: unos treinta y tres años. Se preguntó cuántos de ellos habrían peleado en el Reseteo Mundial.
¿Dos de los tres?
No acababa de decidirse; aunque necesitaba aquel empleo, la idea de conseguirlo le provocaba náuseas. De acuerdo, se dijo. Tenía que tomárselo con frialdad.
El puesto seguía vacante aún, los Centros de Servicio eran importantes: En toda la República de Yucatán pululaban sucursales.
Alfonso tenía experiencia. Sabía de qué iba el empleo. Sabía ser paciente, soportar gente grosera, administrar montañas de papeles. Tenía el puesto en la palma de la mano.
Pero, maldición, tener que volver a trabajar en un Centro de Servicio...
Le abrumaba la panóptica de tener que ir seis días por semana a encerrarse entre cuatro paredes y el mal humor de los ejecutivos.
«Sereno, moreno.» ¿Quién solía decir eso? El Coronel Ortega. Un Coronel de la base de drones, allí en la ciudad de Oxkutzcab.
Esbozó un ligero bostezo mientras seguía observando a sus competidores. Bola de perdedores. El empleo era suyo, era pan comido. Lo malo era que...
—Señor Armendáriz.
Bonitas piernas, cabello largo y lacio. La mirada de Alfonso se deslizó a lo largo de la fina silueta de la bella dama. Tal como acostumbraba se tomó su tiempo, levantó la mano y luego el cuerpo. Permaneció de pie, mirándola, sin decir nada. Pero la dama no parecía comprender que él era diferente.
Sus ojos de avellana le miraron con dureza.
—Sígame, por favor.
En la oficina Alfonso tomó asiento detrás de una enorme y antigua mesa como de los tiempos de antes del Reseteo Mundial. Se notaba que ese plástico aún era de los que se fabricaban con moldes.
—Mucho gusto, mi nombre es Omaira —dijo.
Alfonso no había esperado que el entrevistador fuera una mujer tan joven. De seguro, hija de migrantes de Nueva Tartaria, tenía ese aire.
—¿Puede darme una idea de su experiencia en Centros de Servicio?
Alfonso asintió tan sólo una vez. Tan sólo un veterano más, tan sólo un yucateco, y aquella muchacha no era yucateca. No podía serlo, con aquella cara tan ovalada, con ese acento ni siquiera mexicano.
—Desde luego —dijo, pasándose el fleco hacia atrás—. Antes del Reseteo Mundial trabajé para un Centro de Servicio en Mérida. Estuve trabajando cinco años hasta que me enlisté en la guerra... perdón, en el Reseteo Mundial. Digamos que en mi último año era una especie de supervisor, fueron los tiempos de la Reforma Laboral y despidieron a mucha gente, yo entonces asumí muchas responsabilidades más allá de las de un ejecutivo...
—¿En cuál sucursal trabajó usted? —le interrumpió la señorita Omaira.
El antebrazo de Alfonso que reposaba en el respaldo de la butaca cayó mientras su mirada se fijaba en el piso con la intención de hacer memoria.
—En la de la calle Sesenta, a un costado de la Central de Autobuses Autónomos.
Ella asintió, mordiéndose el labio inferior.
—¿Me permite su currículum?
Todas aquellas entrevistas eran iguales.
El reloj solar que había detrás de ella señalaba casi las tres. La resolana alcanzaba a exponer de forma vulgar el polvo acumulado en las persianas.
Mugrosos Centros de Servicio. Todos iguales.
Esa mirada perdida, esa postura pedante, ese labio inferior mordido. Esas notas con la letra chiquita, textos subrayados, una pierna inquieta que se detiene y el polvo de las persianas como testigo. El reloj solar señala las tres en punto.
Mugrosas entrevistas. Todas iguales.
La señorita Omaira se levantó y pasando junto a él con gran liviandad, se acercó a la puerta y la abrió.
Él no quiso levantarse.
—Muchísimas gracias, señor Arizmendi...
—Armendáriz —corrigió Alfonso quien continuaba sentado, satisfecho por la notable impaciencia que nacía de ella.
Finalmente se levantó y lo hizo con lentitud. Alfonso sabía lo que venía, los empleos eran escasos, incluso los más asquerosos. Siempre era lo mismo, experto o no, veterano o no, yucateco o no, nada de empleo, nunca, nada. Debía dejar de engañarse, Alfonso lo sabía casi todo.
—Muchas gracias señorita Omaira —dijo, observando con gran sorpresa sus feas y toscas manos. Una chica de Nueva Tartaria no podría tener esas manos, menos una tan esbelta.
Ahora sí lo sabia todo.
—Si se le acepta, nosotros le llamamos. Sin embargo...
—Sin embargo —la interrumpió él, incorporando sus ojos pícaros a la mirada desconcertada de ella—, usted podría reconocer esto, señorita Omaira:
—¡Activa código once, trece, veinte, treinta y dos, ce, equis, cero, nueve, verde!
Omaira de inmediato se paralizó y comenzó a temblar, primero las manos, luego la cabeza. Sus ojos de avellana se tornaron grises, luego blancos, y blanca era también la espuma que escupía, luego salió a borbotones por su nariz, luego por sus oídos.
Claro, la señorita Omaira no era yucateca, ni siquiera mexicana, ni siquiera humana. No más que un maldito androide de mierda. Alfonso había tenido que manipular muchas de esas cochinas máquinas con el Coronel Ortega en la base de Oxkutzcab.
¿Personas artificiales? De risa loca, lo de llamarles 'personas' era sólo para quitarle el hambre a los abogados mediocres de la capital. No son personas y nunca lo serán. Son sólo máquinas que se descomponen si escuchan el código correcto.
La inevitable carcajada de Alfonso se convirtió en tos seca. Bien, la cosa había terminado. Tomó su currículum de la mesa de plástico antiguo y apresuró el paso antes de que arribaran los guardias. Desde luego había cámaras en la oficina.
Alfonso salió presuroso dejando a Omaira como maniquí de tienda barata, arrojando espuma blanca por todos sus orificios, como giste de cerveza mal servida.
En la sala de espera la expresión que tenían en la cara aquellos piojosos le provocó más asco que el mismo empleo.
Alfonso rió mientras caminaba triunfante con pasos grandes por el pasillo. Ingratos Centros de Servicio, no merecían tenerle como empleado. Lo único que merecían era que les descompusiera sus mugrosos androides insensibles.
Al salir del edificio el terrible calor de la ciudad hacía casi imperceptible su sonrisa; de cualquier manera, era una sonrisa. Nadie podía decir que Alfonso Armendáriz no lo había intentado una vez más, al día siguiente volvería a la rutina...
Un empleo más, un anuncio más, una entrevista más.
® Andrés de los Santos
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