''El internet muerto'' ® J. R. Spinoza
Lo sostuve entre mis manos, un trozo brillante y pesado que relucía a la tenue luz de los tubos fluorescentes parpadeantes en el túnel. Su superficie tenía un tono rojizo, y el olor a metal nuevo que no percibía en años. Necesitaba el cobre para las bobinas y las conexiones entre los diferentes componentes del circuito. La persona que me lo entregó era sin duda un criminal. Jamás se quitó la máscara, una de gas, antigua que me transportó a mis clases de historia sobre pandemias. Tiempos más sencillos.
Recorría el lugar, donde los escombros se apilaban junto a los restos de antiguas máquinas, recordando cómo mi abuelo hablaba de un mundo donde las tuberías eran de cobre "Los drogadictos se metían en casas abandonadas," me dijo una vez, "rompían las paredes para robarlo y venderlo para seguir consumiendo."
Las máquinas vigilaban con sus ojos fríos, silenciosas y omnipresentes, controlando cada rincón del área empobrecida. No solo la información, sino también el arte, la música y las historias que llenaban nuestras vidas eran generadas por algoritmos. Eran ellas las que escribían los libros, diseñaban las películas y creaban el contenido que inunda nuestras mentes. Un mundo donde el 99% de lo que vemos es una simulación perfecta, una representación estéril de la realidad, un espejo roto que se burla de lo que fuimos. Ende también se preguntó: ¿Qué se ve en un espejo que se mira en otro espejo? ¿Lo sabes tú, Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados?
Mientras seguía buscando en la penumbra, el cobre brillaba como una promesa de libertad. En mi mente, resonaban las palabras de Orwell: Quien controla el pasado, controla el futuro; quien controla el presente, controla el pasado. Ésta era la clave, pensaba.
Observé a un hombre recogiendo basura en la acera. Su figura encorvada se movía entre los desechos, como un espectro de lo que solíamos ser. En un tiempo se pensó que las máquinas asumirían estos trabajos manuales, que los humanos serían liberados de las tareas más duras, pero las máquinas terminaron haciendo arte, libros y entretenimiento. Había una ironía cruel en esa realidad: mientras el hombre luchaba por recuperar lo que otros habían desechado, las máquinas creaban lo que se suponía que debía ser humano.
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Capacitores, resistencias y diodos estaban esparcidos sobre mi mesa de trabajo, cada uno con su propósito específico en el circuito que imaginaba. Antes de continuar con el proceso de ensamblaje, tomé un respiro profundo, sintiendo el peso del desafío que tenía entre manos. La electricidad crepitaba en el aire, como una promesa de lo que estaba por venir, pero necesitaba concentrarme. Hacer una pausa me permitiría replantear la conexión de cada elemento y su función dentro del dispositivo que buscaba construir.
Saqué la carta que había recibido semanas atrás, un recordatorio palpable de que había algo más allá de la monotonía de esta existencia. La sostuve entre mis manos, su textura rugosa me devolvió a un tiempo en el que las palabras escritas en papel llevaban un peso real, una conexión humana que la digitalización había borrado casi por completo.
—Hace mucho que no veo algo como esto —me dijo el repartidor de Didi que me la entregó, un tipo con el rostro cubierto por una máscara translúcida, dejando ver solo el avatar que había elegido—. ¿Sabías que antes existía un algo llamado Correos de México? Me contaron que solían llevar cartas como esta todo el tiempo.
Le sonreí, aunque sabía que no podía ver mis ojos tras mi propia máscara. —Sí, lo recuerdo. Mi abuelo era cartero. Dice que era muy barato y que la gente bromeaba sobre el tiempo que tardaban en entregar los envíos.
Ambos reímos al intentar imaginarlo. Me despedí, cerrando la puerta tras de mí. Abrí la carta con cuidado, como si fuera algo frágil, a punto de desintegrarse. El mensaje, escrito con una letra precisa y madura, decía:
Estimado Señor X:
He descargado la base de datos de la matriz central. Esto por supuesto es un crimen. Si la información que recabé es cierta, confío en su discreción. Descubrí que usted se encuentra marcado en dos categorías que son de mi particular interés. La de ciudadanos inconformes con la estructura. Y la de personas con conocimiento eléctrico avanzado. Tengo la solución a nuestro problema. No podré hacerlo sin usted.
Confío en que su curiosidad lo lleve hasta mi agujero de conejo. Ya lo dijo el aviador en El Principito “Cuando el misterio es demasiado grande es imposible desobedecer”. Encontrará la hora y dirección en el reverso de la hoja.
Con esperanza, Atenea.
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La puerta chirrió al abrirse, revelando un interior acogedor, lleno de libros apilados en cada rincón. El aire olía a papel envejecido y a madera barnizada, una mezcla que evocaba un pasado que muchos habían olvidado.
Atenea era una mujer madura, me recibió con una sonrisa enigmática. Su cabello oscuro caía sobre sus hombros y sus ojos brillaban con una curiosidad casi infantil. Sin decir una palabra, me condujo por un pasillo angosto, adornado con carteles de obras literarias y referencias a pensadores olvidados. Cada paso resonaba como un eco del pasado.
Nos detuvimos ante una puerta de madera desgastada. Con un gesto, me invitó a entrar. Al cruzar el umbral, me encontré en un sótano iluminado por luces tenues que parpadeaban suavemente. El espacio estaba repleto de estantes que guardaban volúmenes polvorientos y pantallas de computadora de antaño, la mayoría desconectadas, pero aún vibrantes con historias no contadas.
—Este es nuestro refugio —dijo Atenea, su voz reverberando en la penumbra—. Aquí, los libros aún hablan, y las ideas pueden florecer sin la interferencia de las máquinas.
La atmósfera estaba impregnada de un aire de conspiración, como si cada libro fuera un aliado en nuestra lucha. Atenea se acercó a una mesa central, donde un proyector antiguo se encontraba cubierto por una sábana. Con un movimiento rápido, destapó el dispositivo, revelando un mapa de conexiones y circuitos.
—Quiero mostrarte algo —dijo, señalando una serie de diagramas que ella misma había esbozado—. Necesitamos crear un pulso electromagnético que interrumpa las redes de control. Eso devolverá a los humanos el poder sobre sus vidas.
Mientras ella hablaba, podía ver la pasión brillar en sus ojos. Me sentí atrapado en su visión, como si estuviera viendo un atisbo del futuro. Cada palabra que decía resonaba con un eco de urgencia, y su convicción me empujaba a tomar un papel activo en esta lucha.
En ese instante, supe que no solo se trataba de desactivar máquinas; se trataba de recuperar lo que nos hacía humanos. La chispa de esa misión se encendió en mi interior, y me di cuenta de que estaba listo para seguir su guía.
Terminé de armar el dispositivo. Pronto volveríamos a un mundo sin internet.
® J. R. Spinoza (Tamaulipas, México)