''Los Globos de Colores'' ®Yohana Anaya Ruiz
Este cumpleaños iba a ser especial. O, al menos, eso esperaba María Elena mientras colocaba algunos vasos sobre la mesa del salón. Los invitados estarían a punto de llegar y corrió hacia el baño para pintarse los labios. El espejo mostraba la imagen de una joven sonriente que guardaba en su mirada mil sueños por cumplir.
María Elena creció en un pequeño pueblo de Cuba. Desde pequeña había estado a cargo de sus hermanos y del cuidado del hogar hasta que se enamoró de Carlos, un joven español que estaba de viaje por la zona. El flechazo fue instantáneo por ambas partes y comenzaron una relación a distancia. Meses después, cuando los kilómetros dolieron demasiado, María Elena voló hacia una nueva vida. Tenía veinte años cuando agarró aquel billete de avión y no miró atrás, borrando de su futuro a su familia y sus amigos.
Ella y Carlos estuvieron viviendo en Madrid durante dos meses con los ahorros que tenía él hasta que encontró trabajo en Torremolinos en una agencia de viajes. Cuando se mudaron y María Elena vio la playa, el paseo marítimo y las calles repletas de tiendas supo que aquel era su sitio. Había encontrado el lugar perfecto para ella.
Por las mañanas, mientras Carlos trabajaba, ella se ponía las sandalias y paseaba por la playa hasta que se hacía mediodía. Se lavaba los pies para eliminar toda la arena y se acercaba a alguna tienda cercana para comprar la comida para el almuerzo. Normalmente, deambulaba por calles pequeñas, por las que apenas había transeúntes y disfrutaba perdiéndose por la zona, descubriendo nuevos rincones. Su estación favorita era el invierno porque era cuando las calles del centro estaban menos abarrotadas y podía caminar despacio, parándose a ver cada escaparate mientras notaba el frío deslizándose por su haori.
María Elena nunca dejó de buscar trabajo. Necesitaba independizarse económicamente y dejó su currículum por todas las tiendas de la zona. Pasaron los días, pero no recibió ninguna propuesta. Carlos le decía que tuviese paciencia, pero se dejó caer en un bucle de negatividad e impotencia y sustituyó las visitas a la playa por horas inertes días mirando el teléfono y anuncios en el periódico. Poco antes de perder toda esperanza de encontrar un trabajo, recibió una llamada de teléfono. Una óptica estaba interesada en hacerle una entrevista y, pocos días después, empezó a trabajar en ella.
Carlos quiso celebrarlo invitándola a cenar. María Elena se puso su mejor vestido, pero Carlos solo tenía ojos para fijarse en su sonrisa. Ella había vuelto a ser aquella chica alegre que había conocido en Cuba y la cubrió de besos sin que ella entendiese lo realmente agradecido que se sentía de volver a verla tan feliz, tan ella.
Aquel día Carlos cumplía 30 años. Las manos le temblaban. Llevaban dos meses sin verse porque él se había marchado a Latinoamérica a ayudar con una ONG en un pueblo desfavorecido. Ella miró en el móvil por dónde iba el avión, pero no había avanzado desde hacía dos horas. Pensó que aquello era imposible, que ya debería de estar llegando a Málaga.
Los invitados fueron llegando, las horas pasaron al principio rápido, con risas y anécdotas, y luego despacio, deslizándose lentamente por la pantalla del móvil de María Elena. Carlos tenía el móvil apagado y la compañía tampoco cogía el teléfono. Todos empezaron a impacientarse y el calor se notaba en el ambiente. María Elena encendió el nuevo aire acondicionado que habían comprado pocos meses atrás y ni siquiera el aparato rompió el silencio que empezó a reinar en el salón.
Dieron las nueve de la noche y las patatas se habían acabado, al igual que los refrescos. El hielo ya era agua caliente sobre el recipiente.
Optaron por tranquilizarse poniendo la televisión. Mientras, María Elena reubicaba por quinta vez los globos llenos de helio esta vez al lado de la ventana. De repente, el instante inefable se pudo palpar por cada uno de ellos. Todos estaban viendo cómo un avión se había estrellado contra un terreno deshabitado cerca de Málaga. La reportera hablaba rápido, diciendo datos como si estuviese leyendo la lista de la compra. María Elena solo pudo escuchar “ningún superviviente” y el número del avión donde iba Carlos. No quiso seguir escuchando. Más bien, no pudo. Soltó la cuerda y los globos se escaparon por la ventana. Volarían hasta desaparecer. Igual que Carlos.
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Un coche giraba en una rotonda. Una mujer y su hijo deseaban llegar a casa para cenar y acostarse. Aquel había sido un día largo para ella y solo pensaba en tumbarse en el sillón y ver tranquilamente las aburridas noticias mientras no pensaba en nada.
-Mira, mamá, ¡son globos!
- Sí, cariño. Estarán celebrando algún cumpleaños. Ponte bien el cinturón.
-Mamá, ¿yo puedo tener globos como esos para mi cumpleaños?
- Claro que sí, pequeño.
El niño se quedó pegado al cristal del coche viendo como todos aquellos colores ascendían despacio, bailando al son de la marea del viento, deseando que su fiesta de cumpleaños fuese tan divertida como aquella en la que habían usado aquellos globos tan bonitos.
®Yohana Anaya Ruiz
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